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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El camino de los reyes (63 page)

BOOK: El camino de los reyes
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—Ojalá tuviera la mitad de la energía de ese chico —dijo Lirin.

—¡He encontrado un sitio! —llamó Tien, ansioso, señalando—. ¡Junto a los barriles de agua! ¡Venga! ¡Nos lo vamos a perder!

Tien echó a correr y se encaramó en lo alto de los barriles. Varios de los chicos del pueblo se dieron cuenta y se dieron codazos unos a otros. Uno hizo un comentario que Kal no pudo oír. Eso hizo que los demás se rieran de Tien, cosa que inmediatamente puso furioso a Kal. Tien no se merecía que se burlaran de él simplemente porque era pequeño para su edad.

No obstante, este no era un buen momento para enfrentarse a los otros chicos, así que Kal se unió a regañadientes a sus padres junto a los barriles. Tien le sonrió, de pie en lo alto del suyo. Había apilado cerca unas cuantas de sus piedras favoritas, piedras de colores y formas diferentes. Había piedras alrededor de todos ellos, y sin embargo Tien era la única persona que conocía que se entusiasmaba con ellas. Después de pensarlo un momento, Kiel se subió a un barril (con cuidado de no pisar ninguna de las piedras de su hermano), para así poder ver mejor la procesión del consistor.

Era enorme. Debía de haber una docena de carretas en fila, siguiendo un hermoso carruaje tirado por cuatro esbeltos caballos negros. A su pesar, Kal se quedó boquiabierto. Wistiow solo poseía un caballo, y parecía tan viejo como él.

¿Podía un hombre, aunque fuera un ojos claros, poseer tantas cosas? ¿Dónde las ponía? Y también había personas. Docenas, viajando en los carros, caminando en grupos. Había también una docena de soldados con brillantes petos y camisas de cuero. Este ojos claros incluso tenía su guardia de honor.

La procesión llegó por fin al desvío hacia Piedralar. Un hombre a caballo condujo al carruaje y sus soldados hacia el pueblo mientras la mayoría de los carros continuaban hacia la mansión. Kal se fue poniendo cada vez más nervioso a medida que el carruaje rodaba lentamente hacia su destino. ¿Podría ver por fin a un verdadero héroe ojos claros? Todo el mundo decía que era probable que el nuevo consistor fuera alguien que el rey Gavilar o el alto príncipe Sadeas hubiera ascendido por haberse distinguido en las guerras para unificar Alezkar.

El carruaje dio la vuelta para poder mirar hacia la multitud. Los caballos piafaron y golpearon el suelo con sus cascos, y el conductor del carruaje bajó de un salto y rápidamente abrió la portezuela. Un hombre de mediana edad con barba corta y gris bajó. Llevaba una chaqueta violeta con chorreras, corta por delante (solo le llegaba hasta la cintura) y larga por detrás. Debajo vestía una larga takama, una camisa larga y recta que le llegaba hasta las pantorrillas.

Una takama. Pocos las llevaban ya, pero los soldados viejos del pueblo hablaban de los días en que eran populares como atuendo entre los guerreros. Kal no esperaba que la takama pareciera una camisa de mujer, pero con todo era buena señal. El propio Roshone parecía un poco viejo y débil para ser un auténtico soldado. Pero llevaba espada.

El ojos claros observó a la multitud, con una expresión de disgusto en el rostro, como si hubiera tragado algo amargo. Tras él asomaron dos personas. Una mujer joven de rostro afilado y una mujer mayor con el pelo trenzado. Roshone estudió a la multitud y luego sacudió la cabeza y dio media vuelta para subirse de nuevo al carruaje.

Kal frunció el ceño. ¿No iba a decir nada? La multitud pareció compartir la sorpresa del muchacho. Unos cuantos empezaron a susurrar ansiosamente.

—¡Brillante señor Roshone! —llamó el padre de Kal.

La multitud se calló. El ojos claros se volvió a mirar. La gente se apartó, y Kal se encontró encogiéndose ante una dura mirada.

—¿Quién habla? —exigió Roshone, su voz un grave barítono.

Lirin dio un paso adelante y alzó una mano.

—Brillante señor. ¿Fue agradable tu viaje? Por favor, ¿podemos mostrarte el pueblo?

—¿Cuál es tu nombre?

—Lirin, brillante señor. El cirujano de Piedralar.

—Ah —dijo Roshone—. Tú eres el que dejó morir al viejo Wistiow. —La expresión del brillante señor se ensombreció—. En cierto modo, es culpa tuya que yo esté en este miserable rincón del reino.

Gruñó, y luego volvió a subir al carruaje y cerró la puerta. Segundos después, el conductor del carruaje colocó en su sitio los peldaños, se subió a su sitio y maniobró el vehículo para dar la vuelta.

El padre de Kal bajó lentamente el brazo. La gente del pueblo empezó a murmurar de inmediato, haciendo comentarios sobre los soldados, el carruaje, los caballos.

Kal se sentó en su barril. «Bueno —pensó—, supongo que cabía esperar que un guerrero fuera cortante ¿no?» Los héroes de las leyendas no eran necesariamente tipos amables. Matar a gente y disfrutar de la charla no siempre iban juntos, le había dicho una vez el viejo Jarel.

Lirin echó a andar con expresión preocupada.

—¿Bien? —dijo Hesina, tratando de parecer alegre—. ¿Qué te parece? ¿Tiramos la reina o la torre?

—Ninguna de las dos cosas.

—¿No? ¿Y entonces qué tiramos?

—No estoy seguro —dijo él, mirando por encima del hombro—. Una pareja y un trío, tal vez. Volvamos a casa.

Tien se rascó la cabeza confundido, pero las palabras pesaron sobre Kal. La torre eran tres parejas en una partida de rompecuellos. La reina era dos tríos. Lo primero era una pérdida total, lo segundo una victoria absoluta.

Pero una pareja y un trío se llamaba el carnicero. Que ganaras o no dependía de los otros tiros que hicieras.

Y, lo más importante, de los tiros de todos los demás.

Me persiguen. Tus amigos de la Decimoséptima Esquirla, sospecho. Creo que siguen perdidos, siguiendo una pista falsa que dejé para ellos. Se sentirán más felices así. Dudo que sepan qué hacer conmigo si me atrapan.

—«Estaba en la cámara oscura del monasterio —leyó Litima, de pie en el atril con el tomo abierto ante ella—, sus lejanos huecos pintados con charcos de oscuridad donde no llegaba la luz. Me hallaba sentado en el suelo, pensando en aquella oscuridad, en lo Invisible. No podía saber con certeza qué había oculto en aquella noche. Sospechaba que había paredes, recias y gruesas, ¿pero cómo podía saberlo sin ver? Cuando todo estaba oculto, ¿en qué podía confiar un hombre para considerarlo Verdadero?»

Litima, una de las escribas de Dalinar, era alta y rolliza y llevaba un vestido de seda violeta con reborde amarillo. Leía para Dalinar, que estaba de pie, observando los mapas de la pared de su estudio. La sala estaba equipada con hermosos muebles de madera y alfombras tejidas importadas de Marat. Había una garrafa de cristal de vino de tarde (naranja, no embriagador) en una mesa de altas patas en un rincón, chispeando con la luz de las esferas de diamante que colgaban de las lámparas.

—«Llamas de velas —continuó Litima. La selección era de
El camino de los reyes
, y el ejemplar era el mismo que antes fuera de Gavilar—. Una docena de velas ardían hasta extinguirse en el estante que tenía delante. Cada vez que respiraba, la hacía temblar. Para ellas, yo era un coloso que asustaba y destruía. Y sin embargo, si me acercara demasiado, podrían destruirme. Mi aliento invisible, los latidos de vida que fluían entrando y saliendo, podían acabar con ellas libremente, mientras mis dedos no podían hacer lo mismo sin sentir la respuesta del dolor.»

Dalinar retorcía ausente su sello, sumido en sus pensamientos; era un zafiro con su glifopar Kholin. A su lado estaba Renarin, vestido con una guerrera azul y plata, los nudos dorados en los hombros indicaban su rango de príncipe. Adolin no estaba allí. Dalinar y él habían estado esquivándose mutuamente desde su discusión en la galería.

—«Comprendí en un momento de quietud —leyó Litima—. Las llamas de aquellas velas eran como las vidas de los hombres. Tan frágiles. Tan letales. Si no se las molestaba, iluminaban y daban calor. Si se las dejaba a sus anchas, destruirían las mismas cosas que debían iluminar. Hogueras en embrión, cada una portando una semilla de destrucción tan potente que podía arrasar ciudades y hacer caer de rodillas a los reyes. En años posteriores, mi mente regresaría a aquella noche tranquila y silenciosa, cuando contemplé las filas de seres vivos. Y comprendí. Que te ofrezcan lealtad es como ser infundido como una gema, obtener la temible licencia para destruir no solo tu propia entidad, sino la de todo lo que está a tu cargo.»

Litima guardó silencio. Era el final de la secuencia.

—Gracias, brillante Litima —dijo Dalinar—. Es suficiente.

La mujer inclinó respetuosamente la cabeza. Recogió a su joven pupila, que esperaba a un lado de la habitación, y se retiraron ambas, dejando el libro en el atril.

Ese fragmento se había convertido en uno de los favoritos de Dalinar. Lo reconfortaba escucharlo a menudo. Alguien más lo había sabido, alguien más había comprendido lo que él sentía ahora. Pero esta lectura no trajo el solaz que traía habitualmente. Solo le recordó los argumentos de Adolin. Ninguno había sido algo que Dalinar no hubiera considerado, pero que alguien en quien confiaba se lo echara en cara lo había trastocado todo. Contempló los mapas, pequeñas copias de los que colgaban en la galería. Los había recreado para él la cartógrafa real, Isasik Shulin.

¿Y si las visiones que tenía eran en realidad solamente fantasmas?

A menudo había ansiado los días de gloria del pasado de Alezkar. ¿Eran las visiones la respuesta de su mente a eso, una forma subconsciente de permitirse ser un héroe, de justificarse por buscar obstinadamente sus objetivos?

Un pensamiento preocupante. Vistas de otro modo, aquellas órdenes fantasmales para «unificar» se parecían mucho a lo que la Hierocracia había dicho cuando intentó conquistar el mundo cinco siglos antes.

Dalinar dio media vuelta y cruzó la habitación, pisando con sus botas la suave alfombra. Una alfombra que era demasiado bonita. Dalinar se había pasado la mayor parte de su vida de campamento en campamento; había dormido en carros, barracones de piedra y tiendas tensadas a sotavento de formaciones rocosas. Comparado con eso, su actual morada era prácticamente una mansión. Le parecía que debería eliminar todos estos lujos. ¿Pero qué conseguiría?

Se detuvo en el atril y pasó los dedos por las gruesas páginas llenas de líneas de tinta violeta. No sabía leer las palabras, pero casi podía sentirlas emanando de la página como la luz tormentosa de una esfera. ¿Eran las palabras de este libro la causa de sus problemas? Las visiones habían empezado varios meses después de que escuchara por primera vez sus lecturas.

Apoyó la mano en las frías páginas entintadas. Su patria estaba sometida a tensión casi hasta el punto de ruptura, la guerra estaba estancada, y de repente se sintió cautivado por los mismos ideales y mitos que habían llevado a la caída de su hermano. En este momento los alezi necesitaban al Aguijón Negro, no un soldado cansado y viejo que se las daba de filósofo.

«Maldición —pensó—. ¡Creía que lo comprendía todo!» Cerró el volumen encuadernado en cuero, el lomo agrietado. Lo llevó a la estantería y lo devolvió a su sitio.

—Padre —preguntó Renarin—. ¿Hay algo que pueda hacer por ti?

—Ojalá lo hubiera, hijo. —Dalinar acarició levemente el lomo del libro—. Es irónico. Este libro fue considerado en tiempos una de las grandes obras maestras de la filosofía política. ¿Lo sabías? Jasnah me contó que los reyes de todo el mundo lo estudiaban a diario. Ahora casi se considera una blasfemia.

Renarin no contestó.

—Da igual —dijo Dalinar, volviendo a la pared donde estaban los mapas—. El alto príncipe Aladar rechazó mi oferta de alianza, como hizo Roion. ¿Tienes idea de a quién debería abordar a continuación?

—Adolin dice que deberíamos estar mucho más preocupados de lo que estamos con el plan de Sadeas para destruirnos.

Los dos guardaron silencio. Renarin tenía esa costumbre, cortar conversaciones como un arquero enemigo abate a los oficiales contrarios en el campo de batalla.

—Tu hermano hace bien en preocuparse —dijo Dalinar—. Pero actuar contra Sadeas socavaría a Alezkar como reino. Por el mismo motivo, Sadeas no se atreverá a actuar contra nosotros. Lo comprenderá.

«Eso espero.»

De pronto sonaron cuernos en el exterior, llamadas graves y resonantes. Dalinar y Renarin se detuvieron. Parshendi divisados en las Llanuras. Una segunda llamada. La meseta veintitrés del segundo cuadrante. Los exploradores de Dalinar pensaban que estaba lo bastante cerca para que sus tropas llegaran primero.

Dalinar echó a correr, olvidando todos los demás pensamientos por el momento. Sus botas resonaron sobre la alfombra. Abrió la puerta y recorrió el pasillo iluminado por la luz tormentosa.

La puerta de la sala de guerra estaba abierta, y Teleb, el alto oficial de guardia, lo saludó al entrar. Teleb era un hombre erguido de ojos verde claro. Recogía su largo pelo en una coleta y tenía un tatuaje azul en la mejilla que lo identificaba como vieja sangre. A un lado de la sala, su esposa, Kalami, estaba sentada en un taburete tras un alto escritorio. Llevaba el pelo oscuro recogido en dos pequeñas trenzas, y el resto le caía por la espalda de su vestido violeta hasta rozar el borde del taburete. Era historiadora de renombre, y había solicitado permiso para dejar constancia de reuniones como esta: planeaba escribir una historia de la guerra.

—Señor —dijo Teleb—. Un abismoide se encaramó a esa meseta hace menos de un cuarto de hora.

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