—Casi me estás haciendo creer en los rumores, Dalinar. Dicen que has perdido el gusto por el combate, que ya no tienes voluntad para luchar —miró de nuevo a Dalinar—. Algunos andan diciendo que es hora de que abdiques en tu hijo.
—Los rumores se equivocan —replicó Dalinar.
—Es…
—Se equivocan —dijo Dalinar, tajante—, si dicen que ya no me importa. —Apoyó de nuevo los dedos en la superficie del mapa, pasándolos por el suave pergamino—. Me importa, Roion. Me importa muchísimo. Esta gente. Mi sobrino. El futuro de esta guerra. Y por eso sugiero un curso de acción agresivo a partir de ahora.
—Bien, supongo que es bueno saberlo.
«Únelos…»
—Quiero que intentes un ataque conjunto conmigo —dijo Dalinar.
—¿Qué?
—Quiero que los dos intentemos coordinar nuestros esfuerzos y ataquemos al mismo tiempo, trabajando juntos.
—¿Por qué querríamos hacer eso?
—Podríamos aumentar nuestras posibilidades de conseguir gemas corazón.
—Si más soldados aumentaran mis posibilidades de ganar, traería más soldados propios —dijo Roion—. Las mesetas son demasiado pequeñas para albergar ejércitos grandes, y la movilidad es más importante que la fuerza de los números.
Era un argumento válido: en las Llanuras, más no significaba necesariamente mejor. La estrechez de espacio y una marcha forzada al campo de batalla cambian la guerra de manera significativa. El número exacto de tropas utilizadas dependía del tamaño de la meseta y la filosofía marcial personal del alto príncipe.
—Trabajar juntos no solo implicaría contar con más tropas en el campo —dijo Dalinar—. El ejército de cada alto príncipe tiene fuerzas diferentes. Yo destaco por mi infantería pesada: tú tienes los mejores arqueros. Los puentes de Sadeas son los más rápidos. Trabajando juntos, podríamos probar nuevas tácticas. Desperdiciamos demasiados esfuerzos llegando a toda prisa a las mesetas. Si no tuviéramos tanta prisa compitiendo unos contra otros, tal vez podríamos rodear la meseta. Podríamos dejar que los parshendi llegaran primero, y luego atacarlos según nuestra táctica, no la suya.
Roion vaciló. Dalinar había pasado días deliberando con sus generales sobre la posibilidad de un ataque conjunto. Parecía que habría claras ventajas, pero no lo sabrían con seguridad hasta que alguien lo probara.
Roion parecía estar considerándolo.
—¿Quién se llevaría la gema corazón?
—Dividiríamos las riquezas a partes iguales —dijo Dalinar.
—¿Y si capturamos una hoja esquirlada?
—El hombre que la gane se la queda, naturalmente.
—Y lo más probable es que seas tú —dijo Roion, frunciendo el ceño—. Ya que tu hijo y tú ya tenéis esquirladas.
Era el gran problema de las espadas y armaduras esquirladas: ganarlas era altamente improbable a menos que ya tuvieras esquirladas. De hecho, tener solo una de las dos cosas a menudo era insuficiente. Sadeas se había enfrentado a portadores de esquirlada parshendi en el campo de batalla, y siempre se había visto obligado a retirarse, no fueran a matarlo.
—Estoy seguro de que podríamos llegar a un acuerdo más equitativo —dijo Dalinar finamente. Si ganara alguna esquirlada más, esperaba poder dársela a Renarin.
—Estoy seguro —dijo Roion, escéptico.
Dalinar inspiró profundamente. Tenía que ser más atrevido.
—¿Y si te las ofrezco?
—¿Disculpa?
—Intentamos un ataque conjunto. Si gano una espada o una armadura, tú te quedas con el primer equipo. Pero yo me quedo con el segundo.
Roion entornó los ojos.
—¿Harías eso?
—Por mi honor, Roion.
—Bueno, nadie dudaría de eso. ¿Pero puedes reprochar a nadie ser cauto?
—¿Por qué?
—Soy un alto príncipe, Dalinar —dijo Roion—. Mi principado es el más pequeño, cierto, pero soy dueño de mis acciones. No me veo subordinado ante alguien más grande.
«Ya eres parte de algo más grande —pensó Dalinar con frustración—. Eso sucedió en el momento en que juraste fidelidad a Gavilán» Roion y los demás se negaban a cumplir sus promesas.
—Nuestro reino puede ser mucho más de lo que es, Roion.
—Quizá. Pero tal vez estoy satisfecho con lo que tengo. Sea como sea, tu propuesta es interesante. Tendré que pensármelo.
—Muy bien —dijo Dalinar, pero sus instintos le decían que Roion rechazaría la oferta. Era demasiado receloso. Los altos príncipes apenas confiaban unos en otros lo suficiente para trabajar juntos cuando no había hojas esquirladas en juego.
—¿Te veré en el banquete esta noche? —preguntó Roion.
—¿Por qué no? —preguntó Dalinar con un suspiro.
—Bueno, los guardatormentas han dicho que podría haber una esta noche…
—Estaré allí —dijo Dalinar simplemente.
—Sí, por supuesto —rio Roion—. No hay motivo para que no estés.
Le sonrió a Dalinar y se retiró. Sus ayudantes lo siguieron.
Dalinar suspiró y se volvió a mirar el Primer Mapa, pensando en la reunión y lo que había significado. Se quedó allí de pie largo rato, contemplando las Llanuras como si fuera un dios desde lo alto. Las mesetas parecían islas cercanas unas a otras, o quizá piezas irregulares colocadas en una enorme vidriera. No por primera vez, Dalinar pensó que debería encontrar alguna pauta en las mesetas. Si pudiera ver más, tal vez. ¿Qué significaría si hubiera un orden en los abismos?
Todos los demás estaban dedicados a parecer fuertes, a demostrar su valía. ¿Era de verdad el único que veía lo frívolo que era todo aquello? ¿La fuerza por la fuerza? ¿De qué servía la fuerza a menos que hicieras algo con ella?
«Alezkar fue una luz, una vez —pensó—, eso es lo que dice el libro de Gavilar, eso es lo que me están mostrando las visiones. Nohadon fue rey de Alezkar, hace mucho tiempo. Antes de que los Heraldos se marcharan.»
A Dalinar casi le parecía que podía verlo. El secreto. Aquello que había emocionado tanto a Gavilar en los meses anteriores a su muerte. Si Dalinar pudiera llegar un poco más lejos, lo distinguiría. Vería la pauta en las vidas de los hombres. Y finalmente sabría.
Pero eso era lo que llevaba haciendo seis años. Tantear, intentar llegar más lejos, estirarse un poco más. Cuando más lejos intentaba llegar, más lejanas parecían estar aquellas respuestas.
Adolin entró en la galería de mapas. Su padre seguía allí, solo. Dos miembros de la Guardia de Cobalto lo protegían desde lejos. Roion no estaba ya por ninguna parte.
Adolin se acercó lentamente. Su padre tenía aquella expresión ausente en los ojos que tan a menudo mostraba últimamente. Incluso cuando no sufría un ataque, no estaba allí del todo. No como estaba antes.
—¿Padre?
—Hola, Adolin.
—¿Cómo fue la reunión con Roion? —preguntó Adolin, intentando parecer animado.
—Decepcionante. Soy bastante peor diplomático que guerrero.
—La paz no produce beneficios.
—Eso es lo otro que dice todo el mundo. Pero tuvimos paz antes, y parecía que nos iba bien. Mejor, incluso.
—No ha habido paz desde los Salones Tranquilos —dijo Adolin inmediatamente—. «La vida del hombre en Roshar es conflicto.»
Era una cita de
Las discusiones
.
Dalinar se volvió hacia Adolin, divertido.
—¿Citas las escrituras? ¿Tú?
Adolin se encogió de hombros, sintiéndose como un idiota.
—Bueno, Malasha es bastante religiosa, y esta mañana estuve escuchando…
—Espera —dijo Dalinar—. ¿Malasha? ¿Quién es esa?
—La hija del brillante señor Seveks.
—¿Y aquella muchacha, Janala?
Adolin sonrió, pensando en el desastroso paseo del otro día. Varios bellos regalos tenían todavía que reparar aquello. Ella no parecía tan entusiasmada con él ahora que no cortejaba a otra.
—Las cosas se han vuelto rocosas. Malasha parece una perspectiva mejor —cambió rápidamente de tema—. Interpreto que Roion no nos acompañará pronto en ningún ataque.
Dalinar negó con la cabeza.
—Tiene demasiado miedo de que trate de manipularlo para poder apoderarme de sus tierras. Tal vez fue un error abordar primero al príncipe más débil. Prefiere agacharse y capear el temporal conservando lo que tiene, en vez de hacer un gesto arriesgado para conseguir algo mejor.
Dalinar miró el mapa, de nuevo con expresión distante.
—Gavilar soñaba con unificar Alezkar. Una vez pensé que lo había conseguido, a pesar de lo que decía. Cuanto más trabajo con estos hombres, más comprendo que tenía razón. Fracasamos. Derrotamos a estos hombres, pero no llegamos a unificarlos nunca.
—¿Sigues con la idea de abordar a los demás?
—Sí. Solo necesito que uno diga que sí para empezar. ¿A quién crees que deberíamos acudir a continuación?
—No estoy seguro —dijo Adolin—. Pero creo que tendrías que saber algo. Sadeas nos ha pedido permiso para entrar en nuestro campamento. Quiere interrogar a los mozos de cuadra que atendieron el caballo de su majestad durante la caza.
—Su nuevo puesto le da derecho a tener ese tipo de exigencias.
—Padre —dijo Adolin, acercándose y hablando en voz más baja—. Creo que va a actuar contra nosotros. —Dalinar lo miró—. Sé que confías en él —dijo rápidamente—. Y comprendo tus motivos. Pero escúchame. Este movimiento lo pone en una posición ideal para socavar nuestra situación. El rey está tan paranoico que recela incluso de nosotros…, sé que te has dado cuenta. Todo lo que Sadeas necesita es encontrar una «prueba» imaginaria que nos relacione con un intento de asesinar al rey, y podrá volver a Elhokar en nuestra contra.
—Tendremos que correr el riesgo.
Adolin frunció el ceño.
—Pero…
—Confío en Sadeas, hijo. Pero aunque no lo hiciera, no podríamos prohibirle la entrada ni bloquear su investigación. No solo seríamos culpables a los ojos del rey: estaríamos negando también su autoridad —sacudió la cabeza—. Si quiero que los altos príncipes me acepten como su líder en la guerra, tengo que estar dispuesto a permitirle a Sadeas su autoridad como alto príncipe de información. No puedo recurrir a las antiguas tradiciones para imponer mi autoridad y negarle a Sadeas el mismo derecho.
—Supongo —admitió Adolin—. Pero podríamos prepararnos. No puedes decirme que no estás un poco preocupado.
Dalinar vaciló.
—Tal vez. Esta maniobra de Sadeas es agresiva. «Sé fuerte. Actúa con honor, y el honor te ayudará.» Es el consejo que me han dado.
—¿Dónde?
Dalinar lo miró, y la respuesta quedó clara para Adolin.
—Así que ahora nos jugamos el futuro de nuestra casa con estas visiones.
—Yo no diría eso —replicó Dalinar—. Si Sadeas actúa contra nosotros, no dejaré que nos acorrale. Pero tampoco voy a dar el primer paso contra él.
—Por lo que has visto —dijo Adolin, cada vez más frustrado—. Padre, dijiste que escucharías lo que tuviera que decir sobre las visiones. Bien, por favor, escúchame ahora.
—Este no es el lugar adecuado.
—Siempre tienes una excusa —dijo Adolin—. ¡He intentado abordarte ya cinco veces, y siempre me evitas!
—Tal vez porque sé lo que vas a decir. Y sé que no servirá de nada.
—O tal vez porque no quieres enfrentarte a la verdad.
—Ya es suficiente, Adolin.
—¡No, no lo es! ¡Se burlan de nosotros en todos los campamentos, nuestra autoridad y reputación disminuyen día a día, y tú te niegas a hacer nada sustancial al respecto!
—Adolin. No toleraré que mi hijo…
—¿Pero lo tolerarás por parte de todos los demás? ¿Por qué, padre? Cuando los demás dicen cosas de nosotros, lo permites. ¡Pero cuando Renarin o yo damos el más mínimo paso hacia lo que tú consideras que es inadecuado, somos castigados inmediatamente! ¿Todos los demás pueden decir mentiras, pero yo no puedo decir la verdad? ¿Tan poco significan tus hijos para ti?
Dalinar se quedó inmóvil, como si lo hubieran abofeteado.
—No estás bien, padre —continuó Adolin. Una parte de él se daba cuenta de que había llegado demasiado lejos, de que estaba hablando demasiado alto, pero prosiguió de todas formas—: ¡Tenemos que dejar de andarnos con rodeos! ¡Tienes que dejar de dar explicaciones cada vez más irracionales para explicar tus ataques! Sé que es duro de aceptar, pero a veces la gente envejece. A veces, la mente deja de funcionar bien.
»No sé qué ocurre. Tal vez es que te sientes culpable por la muerte de Gavilar. Ese libro, los Códigos, las visiones…, tal vez no son más que intentos de emprender una huida, de buscar redención, algo. Lo que ves no es real. Tu vida ahora es una racionalización, un modo de intentar pretender que lo que está pasando no está pasando. ¡Pero me iré a la misma Condenación antes de dejar que arrastres a toda nuestra casa sin expresar mi opinión al respecto!
Prácticamente gritó las últimas palabras, que resonaron en la gran cámara, y Adolin advirtió que estaba temblando. Nunca, en todos sus años de vida, le había hablado a su padre de esta forma.
—¿Crees que no he pensado nada sobre estas cosas? —dijo Dalinar, la voz helada, la mirada endurecida—. He repasado cada uno de los puntos que has mencionado una docena de veces.
—Entonces tal vez deberías repasarlos unas cuantas más.
—Debo confiar en mí mismo. Las visiones están intentando mostrarme algo importante. No puedo demostrar ni explicar cómo lo sé. Pero es verdad.
—Pues claro que eso es lo que crees —dijo Adolin, exasperado—. ¿No lo ves? Eso es exactamente lo que quieres sentir. ¡Los hombres siempre ven lo que quieren! Mira al rey. Ve a un asesino en cada sombra, y una correa gastada se convierte en un retorcido plan para quitarle la vida.
Dalinar volvió a guardar silencio.
—¡A veces, las respuestas sencillas son las adecuadas, padre! La cincha del rey simplemente se gastó. Y tú…, tú simplemente ves cosas que no están ahí.
Se miraron a la cara. Adolin aguantó la mirada. No quería.
Dalinar finalmente le dio la espalda.
—Déjame, por favor.
—Muy bien. De acuerdo. Pero quiero que pienses en esto. Quiero que…
—Adolin. Vete.
Adolin apretó los dientes, pero dio media vuelta y se marchó. «Había que decirlo», se dijo mientras abandonaba la galería.
Eso no hizo que se sintiera mejor por haber tenido que ser él quien lo dijera.