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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El camino de los reyes (55 page)

BOOK: El camino de los reyes
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—No veo qué podemos hacer al respecto.

—Voy a decirte una cosa —replicó Kaladin, como si de pronto se le hubiera ocurrido una idea—. ¿Hay alguien destacado para recoger piedras hoy?

—Sí —dijo Gaz, señalando por encima del hombro—. El Puente Tres. Ahora mismo Bussik estaba intentando convencerme de que su cuadrilla está demasiado débil para ir. Que las tormentas me lleven, pero lo creo. Perdió dos tercios de sus hombres ayer, y será a mí a quien llamen la atención cuando no reúnan piedras suficientes para cumplir la cuota.

Kaladin asintió, comprensivo. Recoger piedras era uno de los trabajos menos deseables: implicaba salir del campamento y llenar carretas de rocas grandes. Las animistas alimentaban al ejército convirtiendo las rocas en grano, y les resultaba más fácil (por motivos que solo ellos conocían) si tenían piedras distintas y separadas. Así que los hombres recogían piedras. Era un trabajo sudoroso, agotador, embrutecedor. Perfecto para los hombres de los puentes.

—¿Por qué no envías a una cuadrilla diferente? —preguntó Kaladin.

—Bah —dijo Gaz—. Ya sabes los problemas que eso causa. Si me acusan de favoritismo, será el cuento de nunca acabar.

—Nadie se quejará si ordenas hacerlo al Puente Cuatro.

Gaz lo miró, entornando su ojo único.

—Creía que no te gustaba que te trataran de modo distinto.

—Yo me encargo —dijo Kaladin, sonriendo—. Solo por esta vez. Mira, Gaz, no quiero pasarme el resto de la vida peleando contigo.

Gaz vaciló.

—Tus hombres se enfadarán. No dejaré que piensen que ha sido cosa mía.

—Yo les diré que fue idea mía.

—Muy bien, pues. A la tercera campanada, en el punto de control oeste. El Puente Tres puede limpiar las ollas.

Se marchó rápidamente, como para huir antes de que Kaladin cambiara de opinión.

Roca se acercó a Kaladin mientras miraba a Gaz.

—El hombrecito tiene razón, ¿sabes? Los hombres te odiarán por esto. Esperaban un día tranquilo.

—Lo superarán.

—¿Pero por qué cambiar a un trabajo más duro? Es cierto: estás loco, ¿verdad?

—Tal vez. Pero esa locura nos hará salir del campamento.

—¿De qué sirve eso?

—Lo significa todo —dijo Kaladin, mirando hacia el barracón—. La vida y la muerte. Pero vamos a necesitar más ayuda.

—¿Otra cuadrilla?

—No, quiero decir que nosotros, tú y yo, necesitaremos ayuda. Un hombre más, como mínimo.

Escrutó el patio y reparó en alguien sentado a la sombra del barracón del Puente Cuatro. Teft. El maduro hombre del puente no estaba en el grupo de los que se habían reído de Kaladin antes, pero ayer lo había ayudado con rapidez al ir con Roca a traer a Leyten.

Kaladin tomó aire y cruzó el terreno, seguido por Roca. Syl dejó su hombro y revoloteó en el aire, danzando con una vaharada de viento. Teft alzó la cabeza cuando los vio acercarse. Había cogido el desayuno y estaba comiendo solo, un trozo de pan ácimo asomaba debajo de su cuenco.

Tenía la barba manchada de
curry
, y miró a Kaladin con ojos cautelosos antes de limpiarse la boca con la manga.

—Me gusta mi comida, hijo. Apenas me dan alimento para uno. Mucho menos para dos.

Kaladin se sentó en cuclillas ante él. Roca se apoyó en la pared y se cruzó de brazos a observar en silencio.

—Te necesito, Teft —dijo Kaladin.

—He dicho…

—No tu comida. A ti. Tu lealtad. Tu compromiso.

El hombre siguió comiendo. No tenía la marca de esclavo, como tampoco la tenía Roca. Kaladin no conocía sus historias. Lo único que sabía era que estos dos lo habían ayudado cuando los otros no lo habían hecho. No estaban completamente derrotados.

—Teft…

—He ofrecido mi lealtad antes —dijo el hombre—. Demasiadas veces. Siempre pasa lo mismo.

—¿Tu confianza es traicionada? —preguntó Kaladin en voz baja.

Teft bufó.

—Tormentas, no. Yo la traiciono. No puedes depender de mí, hijo. Mi sitio está aquí, en el puente.

—Dependí de ti ayer, y me impresionaste.

—Casualidad.

—Yo juzgaré eso. Teft, todos estamos acabados, de un modo u otro. De lo contrario, no seríamos hombres de los puentes. Yo he fracasado. Mi propio hermano murió por mi causa.

—¿Entonces por qué preocuparse?

—Es eso o rendirse y morir.

—¿Y si la muerte es mejor?

Todo se reducía a este problema. Por eso a los hombres de los puentes no les importaba ayudar a los heridos o no.

—La muerte no es mejor —dijo Kaladin, mirando a Teft a los ojos—. Oh, es fácil decir eso ahora. Pero cuando estás en el borde y miras ese oscuro pozo sin fondo, cambias de opinión. Tal como hizo Hobber. Tal como he hecho yo.

Vaciló al ver algo en los ojos del otro hombre.

—Creo que tú también lo has visto.

—Sí —dijo Teft en voz baja—. Sí, lo he visto.

—¿Entonces estás con nosotros en esto? —dijo Roca, agachándose.

«¿Nosotros?», pensó Kaladin, sonriendo levemente.

Teft los miró a los dos.

—¿Me quedaré con mi comida?

—Sí —dijo Kaladin.

Teft se encogió de hombros.

—Bueno, entonces supongo que de acuerdo. No puede ser peor que estar aquí sentado y reflexionar sobre la mortalidad.

Kaladin extendió una mano. Teft vaciló antes de aceptarla. Roca ofreció su mano.

—Roca.

Teft lo miró, y acabó de estrechar la mano de Kaladin y aceptó la de Roca.

—Yo soy Teft.

«Padre Tormenta —pensó Kaladin—. Me había olvidado de que la mayoría de ellos ni siquiera se molesta en aprender cómo se llaman los otros.»

—¿Qué clase de nombre es Roca? —preguntó Teft, retirando la mano.

—Un nombre estúpido —dijo Roca, sin inmutarse—. Pero al menos tiene significado. ¿El tuyo significa algo?

—Supongo que no —dijo Teft, frotándose la barba.

—Roca no es mi verdadero nombre —admitió el comecuernos—. Es el que pueden pronunciar los llaneros.

—¿Cuál es tu verdadero nombre, entonces? —preguntó Teft.

—No podrás decirlo.

Teft alzó una ceja.

—Numuhukumakiaki'aialunamor —dijo Roca.

Teft vaciló, pero luego sonrió.

—Bueno, supongo que en este caso Roca valdrá.

Roca se echó a reír y se sentó.

—Nuestro jefe de puente tiene un plan. Algo glorioso y arriesgado. Tiene algo que ver con pasar la tarde moviendo piedras bajo el calor.

Kaladin sonrió y se inclinó hacia delante.

—Necesitamos recoger cierto tipo de planta. Un junco que crece en pequeños grupos fuera del campamento…

Por si no has reparado en ese desastre, has de saber que Aona y Skai están muertos, y que lo que tenían ha sido Roto. Presumiblemente para impedir que nadie se alce para desafiar a Rayse.

Dos días después del incidente con la alta tormenta, Dalinar caminaba con sus hijos cruzando el terreno rocoso para dirigirse al llano donde el rey celebraba sus banquetes.

Los guardatormentas de Dalinar preveían otras pocas semanas de primavera, seguidas por un regreso al verano. Era de esperar que no se convirtieran en invierno.

—He consultado a otros tres talabarteros —dijo Adolin en voz baja—. Tienen opiniones diferentes. Parece que incluso antes de que la cincha fuera cortada, si es que fue cortada, estaba gastada, así que eso interfiere en el tema. La idea general es que cortaron la correa, pero no necesariamente con un cuchillo. Podría haber sido un desgaste natural.

Dalinar asintió.

—Es la única prueba que apunta a que pudo haber algo raro en la rotura de la cincha.

—Así que admitimos que es solo resultado de la fantasía del rey.

—Hablaré con Elhokar —decidió Dalinar—. Le haré saber que nos hemos topado con un muro y preguntaré si hay otros asuntos que quiere que investiguemos.

—Muy bien. —Adolin pareció titubear—. Padre. ¿Quieres hablar de lo que sucedió durante la tormenta?

—No fue nada que no haya sucedido antes.

—Pero…

—Disfruta de la velada, Adolin —dijo Dalinar firmemente—. Estoy bien. Tal vez sea bueno que los hombres vean lo que está pasando. Ocultarlo solo ha inspirado rumores, algunos de ellos incluso peores que la verdad.

Adolin suspiró, pero acabó por asentir.

Los banquetes del rey se celebraban siempre al aire libre, al pie de la colina donde Elhokar tenía su palacio. Si los guardatormentas advertían de que iba a haber una alta tormenta (o si el clima más mundano empeoraba), el banquete se cancelaba. Dalinar se alegraba de que fueran al aire libre. Incluso con sus adornos, los edificios forjados con animistas parecían cavernas.

Habían llenado de agua la cuenca, convirtiéndola en un lago artificial de poca profundidad. Plataformas circulares donde cenar se alzaban en el agua como pequeñas islas de piedra. El elaborado paisaje en miniatura había sido construido por los animistas forjadores del rey, quienes habían desviado el agua de un arroyo cercano. «Me recuerda a los
Relatos de Sela
. Y el
Lagopuro
», pensó Dalinar mientras cruzaba el primer puente. Había visitado aquella región occidental de Roshar durante su juventud.

Había cinco islas, y las barandillas de los puentes que las conectaban estaban hechas de unas filigranas tan finas que después de cada banquete había que retirarlas para que no las estropearan las altas tormentas. Esta noche había flores flotando en la lenta corriente. Periódicamente, un barco diminuto, de solo una cuarta de ancho, pasaba navegando, transportando una gema4 infusa.

Dalinar, Renarin y Adolin subieron a la primera plataforma.

—Una copa de azul —le dijo Dalinar a sus hijos—. Después de eso, ceñios al naranja.

Adolin suspiró con fuerza.

—¿No podríamos, por esta vez…?

—Mientras pertenezcas a mi casa, seguirás los Códigos. Mi voluntad es firme, Adolin.

—Bien —dijo Adoli—. Vamos, Renarin.

Los dos dejaron a Dalinar y se quedaron en la primera plataforma, donde estaban congregados los jóvenes ojos claros.

Dalinar pasó a la siguiente plataforma. La central era para los ojos claros menores. A su izquierda se encontraban las isletas para cenar, segregadas: la de los hombres a la derecha, la de las mujeres a la izquierda. Sin embargo, en las tres centrales los sexos se mezclaban.

A su alrededor, los invitados más afortunados aprovechaban la hospitalidad de su rey. La comida animada era inherentemente insípida, pero los lujosos banquetes del rey siempre servían especias y comidas exóticas provenientes de otros lugares. Dalinar podía oler el cerdo asado en el aire, e incluso pollos. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que comió una de las extrañas criaturas voladoras de Shin.

Un criado ojos oscuros pasó vestido con una brillante túnica roja y transportando una bandeja de anaranjadas patas de cangrejo. Dalinar continuó cruzando la isla, saludando a la gente. La mayoría bebía vino violeta, el más embriagador y sabroso de los colores. Casi nadie vestía ropas de combate. Unos pocos hombres llevaban ajustadas guerreras hasta la cintura, pero muchos habían abandonado toda pretensión y lo hacían con sedas sueltas y puños con encajes y zapatillas a juego. Los ricos tejidos brillaban a la luz de las lámparas.

Estas criaturas a la moda miraron a Dalinar, evaluándolo, sopesándolo. Dalinar podía recordar la época en que habría sido agasajado por amigos, conocidos (sí, e incluso aduladores) en un festín como este. Ahora nadie se le acercaba, aunque le dejaban paso. Elhokar podía pensar que su tío se volvía débil, pero su reputación aplastaba a los ojos claros menores.

Pronto se acercó al puente de la última isla, la isla del rey. Lámparas de gemas montadas en postes la rodeaban, brillando con luz tormentosa azul, y una hoguera dominaba el centro de la plataforma. Brasas rojo oscuro titilaban en sus entrañas, irradiando calor. Elhokar estaba sentado ante su mesa tras la hoguera, y varios altos príncipes comían con él. Las mesas situadas a lo largo de la plataforma estaban ocupadas por comensales de ambos sexos…, pero nunca ambos en la misma.

Sagaz estaba sentado en un taburete elevado en el extremo del puente que conducía a la isla. Iba vestido como debería hacerlo un ojos claros: riguroso uniforme negro, espada plateada al cinto. Dalinar sacudió la cabeza ante la ironía.

Sagaz hacía comentarios mordaces a todos los que llegaban a la isla.

—¡Brillante Marakal! Qué desastre de peinado, qué valiente por tu parte aparecer así ante el mundo. Brillante señor Marakal, ojalá nos hubieras avisado de que ibas a venir: me habría saltado la cena. Odio vomitar después de comer. ¡Brillante señor Cadilar! Me alego de verte. Tu cara me recuerda a alguien muy querido…

—¿De verdad? —picó Cadilar, vacilando.

—Sí, a mi caballo —replicó Sagaz, ignorándolo—. Ah, brillante señor Neteb, hoy hueles de forma peculiar…, ¿atacaste a un espinas-blancas mojado, o te estornudó encima? ¡Lady Alamil! No, por favor, no hables. Es mucho más fácil mantener mis ilusiones respecto a tu inteligencia de esa forma. Y Brillante Señor Dalinar —Sagaz saludó a Dalinar al pasar—. Ah, mi querido brillante señor Taselin. ¿Todavía implicado en tu experimento de demostrar un umbral máximo a la idiotez humana? ¡Bien por ti! Muy empírico por tu parte.

Dalinar vaciló ante el asiento de Sagaz mientras Taselin era despedido con un mohín.

—Sagaz, ¿es necesario que te prestes a esto?

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