—¡Él observa! —susurró el muchacho—. El flautista negro en la noche. Nos tiene en su mano… ¡Y toca una canción que ningún hombre puede oír!
Los ojos de Cenn se vidriaron. Dejó de respirar.
Lyndel tenía la cara aplastada. Los ojos de Cyn humeaban, y tampoco respiraba. Kaladin se arrodilló en la sangre de Cenn, horrorizado, mientras Toorim y los dos subpelotones formaban a su alrededor, tan aturdidos como él mismo.
«Esto no es posible. Yo… yo…».
Gritos.
Kaladin alzó la mirada. El estandarte verde y burdeos de Amaram huía al sur. El portador de esquirlada se había abierto paso a través del pelotón de Kaladin y se dirigía hacia aquel estandarte. Los lanceros huían en desbandada, gritando, dispersándose ante el portador.
La ira ardió en el interior de Kaladin.
—¿Señor? —preguntó Toorim.
Kaladin recogió su lanza y se puso en pie. Tenía las rodillas empapadas de sangre de Cenn. Sus hombres lo miraron, confusos, preocupados. Permanecían firmes en medio del caos; por lo que Kaladin podía decir, eran los únicos que no huían. El portador de esquirlada había convertido las filas en nada.
Kaladin alzó la lanza al aire y entonces echó a correr. Sus hombres lanzaron un grito de guerra, ocuparon su posición tras él y cruzaron a la carga la llanura rocosa. Lanceros con uniformes bicolores se apartaron, arrojando lanzas y escudos.
Kaladin avivó el paso, de tal modo que su pelotón apenas pudo seguir el ritmo de sus piernas. Por delante, justo ante el portador, un grupo de verde se dispersó y echó a correr. Era la guardia de honor de Amaram. Al enfrentarse a un portador de esquirlada, abandonaron su puesto. El propio Amaram era un hombre solitario en un caballo que retrocedía. Llevaba una armadura plateada que parecía corriente comparada con la armadura esquirlada.
El pelotón de Kaladin cargó contra la riada del ejército, una cuña de soldados en dirección contraria. Los únicos que iban en dirección contraria. Algunos de los hombres que huían se detuvieron cuando pasó de largo, pero ninguno se le unió.
Por delante, el portador alcanzó a Amaram rebasándolo. Con un mandoble de la hoja, el portador cortó el pescuezo de la montura de Amaram, cuyos ojos ardieron convertidos en dos grandes pozos. El caballo se desplomó, entre estertores, con Amaram todavía montado en su silla.
El portador hizo volverse a su caballo en un apretado círculo, y luego desmontó a toda velocidad. Golpeó el suelo con un sonido rechinante, consiguiendo de algún modo permanecer erecto, hasta detenerse.
Kaladin redobló su velocidad. ¿Corría para obtener venganza, o intentaba proteger a su alto mariscal, el único ojos claros que había mostrado alguna vez una pequeña brizna de humanidad? ¿Importaba?
Amaram se debatió con su pesada armadura, el cadáver del caballo sobre su pierna.
El portador alzó su espada con las dos manos para acabar con él. Atacándolo desde atrás, Kaladin gritó y golpeó con la culata de su lanza, poniendo impulso y músculo tras el golpe. El asta de la lanza se rompió contra la pierna del portador con una lluvia de lascas de madera.
La sacudida derribó a Kaladin, los brazos temblando, la lanza rota aún entre las manos. El portador de esquirlada se tambaleó y bajó su espada. Volvió hacia Kaladin el rostro cubierto por el yelmo, indicando una sorpresa total.
Los veinte hombres restantes del pelotón de Kaladin llegaron un segundo después, atacando con vigor. Kaladin pudo ponerse en pie y corrió a por la lanza de un soldado caído. Arrojó la lanza rota después de sacar uno de sus cuchillos de su vaina, arrancó del suelo la nueva y se volvió entonces al ver que sus hombres atacaban como les había enseñado. Llegaron al enemigo por tres direcciones, embistiendo con las lanzas contra las juntas de la armadura. El portador miró alrededor, como un hombre puede ver con diversión a una carnada de cachorritos que ladra a su alrededor. Ni una sola de las lanzadas pareció penetrar su armadura. Sacudió la cabeza.
Entonces golpeó.
La hoja esquirlada trazó un amplio arco, descargando una serie de mortíferos golpes que alcanzaron a diez de los lanceros.
Kaladin se quedó paralizado de horror mientras Toorim, Acis, Hamel y siete más caían al suelo, los ojos ardiendo, las armas y armaduras completamente atravesadas. Los lanceros restantes retrocedieron, atónitos.
El portador atacó de nuevo y mató a Raksha, Navar, y cuatro más. Kaladin quedó boquiabierto. Sus hombres (sus amigos) muertos, así de sencillo. Los cuatro últimos echaron a correr. Hab tropezó con el cadáver de Torrim y cayó al suelo y soltó la lanza.
El portador de esquirlada los ignoró, y se volvió de nuevo hacia el atrapado Amaram.
«No —pensó Kaladin—. ¡No, no. Nooo!». Algo lo impulsó hacia delante, contra toda lógica, contra todo sentido. Asqueado, dolorido, airado.
La hondonada donde luchaban estaba vacía, menos ellos. Los lanceros sensatos habían huido. Sus cuatro hombres restantes llegaron al risco cercano, pero no huyeron. Lo llamaron.
—¡Kaladin! —chilló Reesh—. ¡Kaladin, no!
Kaladin, en cambio, gritó. El portador lo vio, y se volvió de forma imposiblemente rápida, blandiendo su arma. Kaladin se agachó y golpeó con la culata de su lanza la rodilla del hombre.
Rebotó. Kaladin maldijo y saltó atrás justo cuando la espada cortaba el aire ante él. Saltó y se lanzó hacia delante. Lanzó una experta acometida contra el cuello de su enemigo. La gola repelió el ataque. La lanza de Kaladin apenas arañó la pintura de la coraza.
El portador se volvió hacia él, empuñando su hoja con ambas manos. Kaladin retrocedió, poniéndose fuera del alcance de aquella increíble espada. Amaram había conseguido liberarse, y trataba de alejarse reptando, arrastrando una pierna. Fracturas múltiples, por el ángulo.
Kaladin se detuvo, se dio la vuelta, observó al portador. Este ser no era ningún dios. Era todo lo que representaban los ojos claros más repugnantes. La capacidad de matar a personas como Kaladin con impunidad.
Todas las armaduras tenían un punto flaco. Todos los hombres, un defecto. A Kaladin le pareció ver los ojos del hombre a través de la ranura del yelmo. Esa ranura era lo suficientemente grande para una daga, pero el movimiento tendría que ser perfecto. Tendría que estar cerca. Letalmente cerca.
Kaladin cargó de nuevo hacia delante. El portador descargó su hoja con el mismo amplio barrido que había empleado para matar a tantos de los hombres de Kaladin, que se agachó, resbalando sobre sus rodillas e inclinándose hacia atrás. La espada esquirlada destelló sobre él, cortando la punta de su lanza, que saltó al aire, dando vueltas y más vueltas.
Kaladin se esforzó por ponerse de nuevo en pie. Alzó la mano, descargando el cuchillo contra los ojos que miraban desde dentro de aquella armadura impenetrable. La daga golpeó la visera un poco desviada, rebotó en los lados de la ranura y salió despedida.
El portador maldijo y descargó de nuevo su enorme hoja contra Kaladin.
El impulso todavía impelía a Kaladin adelante. Algo destelló en el aire junto a él y cayó al suelo. La hoja de la lanza.
Kaladin gritó desafiante y la agarró en el aire. Caía con la punta hacia abajo, y la capturó por los poco más de cinco centímetros de mango que quedaban, el pulgar en el muñón, la afilada punta extendiéndose bajo su mano. El portador apuró su arma cuando Kaladin se detuvo y lanzó el brazo a un lado, clavando la punta de la lanza justo en la ranura de la visera.
Todo quedó en silencio.
Kaladin permaneció en pie con el brazo extendido, el portador a su derecha. Amaram había conseguido llegar a la mitad de la estrecha hondonada. Los lanceros de Kaladin observaban la escena desde el risco. Kaladin se quedó allí, jadeando, todavía empuñando la punta de la lanza, la mano ante la cara del portador.
El portador chilló y cayó hacia atrás, estrellándose en el suelo. La espada cayó de entre sus dedos, golpeando el suelo en ángulo y clavándose en la piedra.
Kaladin retrocedió, sintiéndose agotado. Aturdido. Exhausto. Sus hombres corrieron a su encuentro, y se detuvieron en grupo ante el hombre caído. Mostraron sorpresa, incluso reverencia.
—¿Está muerto? —preguntó Alabet en voz baja.
—Lo está —dijo una voz al lado.
Kaladin se volvió. Amaram aún yacía en el suelo, pero se había quitado el yelmo; su pelo oscuro y su barba estaban empapados de sudor.
—Si todavía estuviera vivo, su espada se habría desvanecido. Su armadura se está desprendiendo de él. Está muerto. Sangre de mis antepasados… ¡Has matado a un portador de esquirlada!
Extrañamente, Kaladin no se sintió sorprendido. Solo exhausto. Contempló los cadáveres de los hombres que habían sido sus amigos.
—Tómala, Kaladin —dijo Coreb.
Kaladin se volvió a mirar la hoja esquirlada, que brotaba en ángulo de la piedra, la empuñadura hacia el cielo.
—Tómala —repitió Coreb—. Es tuya. Padre Tormenta, Kaladin. ¡Eres un portador de esquirlada!
Kaladin dio un paso adelante, deslumbrado, y extendió la mano hacia la empuñadura. Vaciló a menos de un par de centímetros.
Todo le pareció mal.
Si cogía esa espada, se convertiría en uno de ellos. Sus ojos, si las historias eran verdad, incluso cambiarían de color. Aunque la hoja destellaba a la luz, limpia de los asesinatos que había cometido, durante un momento le pareció roja. Manchada con la sangre de Dallet. Con la sangre de Toorim. La sangre de hombres que estaban vivos apenas un momento antes.
Era un tesoro. Los hombres cambiaban reinos por espadas esquirladas. El puñado de ojos oscuros que las habían conseguido vivían para siempre en las canciones y las historias.
Pero la idea de tocar aquella hoja lo asqueó. Representaba todo lo que había llegado a odiar en los ojos claros, y acababa de matar a un hombre a quien quería mucho. No podía convertirse en leyenda por una cosa así. Miró su reflejo en el metal perfecto de la hoja, y luego bajó la mano y dio media vuelta.
—Es tuya, Coreb —dijo Kaladin—. Te la doy.
—¿Qué? —dijo Coreb desde atrás.
La guardia de honor de Amaram regresó por fin, asomando aprensiva en lo alto de la pequeña hondonada. Parecían avergonzados.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Amaram cuando Kaladin pasó ante él—. ¿Qué…? ¿No vas a coger la espada?
—No la quiero —respondió Kaladin tranquilamente—. Voy a dársela a mis hombres.
Kaladin se marchó, emocionalmente exhausto, lágrimas en las mejillas mientras salía de la hondonada y se abría paso entre la guardia de honor.
Regresó solo al campamento.
«Se llevan la luz, donde quiera que acechan. Piel que se quema.»
Cormshen, página 104
Shallan permanecía en silencio, recostada en una cama de sábanas blancas en uno de los muchos hospitales de Kharbranth. Tenía envuelto el brazo en un limpio y claro vendaje, y tenía su tablero de dibujo delante. Las enfermeras le habían permitido a regañadientes que dibujase, mientras no se «cansara».
Le dolía el brazo: había cortado más profundamente de lo que pretendía. Su intención era simular una herida por la rotura de la jarra: no había pensado con la suficiente antelación para advertir cuánto podría parecerse a un intento de suicidio. Aunque había protestado diciendo que simplemente se había caído de la cama, se daba cuenta de que las enfermeras y fervorosos no se lo creían. No podía reprochárselo.
Los resultados eran vergonzantes, pero al menos nadie pensaba que pudiera tener una animista para crear tanta sangre. Merecía la pena pasar vergüenza para escapar de las sospechas.
Continuó su dibujo. Estaba en una gran habitación alargada en un hospital de Kharbranth, las paredes flanqueadas por muchas camas. Aparte de las molestias obvias, sus dos días en el hospital habían ido bastante bien. Dispuso de un montón de tiempo para pensar en aquella extrañísima tarde en que vio fantasmas, transformó cristal en sangre y un fervoroso se ofreció a abandonar el fervor para estar con ella.
Había hecho varios dibujos de esta habitación. Las criaturas acechaban en sus bocetos, permaneciendo en los rincones lejanos de la sala. Su presencia le había dificultado conciliar el sueño, pero se estaba acostumbrando lentamente a ellas.
El aire olía a jabón y aceite de líster: la bañaban regularmente y le lavaban el brazo con antiséptico para mantener alejados a los putrispren. La mitad de las camas alojaban a mujeres enfermas, y había divisores con ruedas y armazones de madera que podían colocarse alrededor de una cama para proporcionar intimidad. Shallan llevaba puesta una sencilla túnica blanca que se abría por delante y tenía una larga manga izquierda que se cerraba para proteger la mano segura.
Había trasladado su bolsa de seguridad a la túnica, abotonándola dentro de la manga izquierda. Nadie había mirado en esa bolsa. Cuando la lavaban, la desabrochaban y se la daban sin decir palabras, a pesar de su inusitado peso. No se miraban las cosas que llevaba una mujer en su bolsa segura. Con todo, la agarraba cada vez que podía.
En el hospital atendían todas sus necesidades, pero no podía marcharse, como si estuviera en casa o en las posesiones de su padre. Cada vez más, eso la asustaba tanto como las cabezas de símbolos. Había saboreado la independencia, y no quería volver a ser lo que había sido. Consentida, mimada, exhibida.
Por desgracia, era improbable que pudiera volver a estudiar con Jasnah. Su supuesto intento de suicidio le proporcionaba un motivo excelente para regresar a casa. Tenía que irse. Quedarse, enviar la animista sola, sería egoísta considerando esta oportunidad de marcharse sin levantar sospechas. Además, había usado la animista. Podría aprovechar el largo camino de regreso para descubrir cómo lo había hecho, y entonces estar preparada para ayudar a su familia cuando llegara.