—Te estás volviendo débil, tío. No explotaré esa debilidad. Pero otros lo harán.
—No me estoy volviendo débil. —Una vez más, Dalinar se obligó a guardar la calma—. Esta conversación se ha desviado. Los altos príncipes necesitan un único líder que los obligue a trabajar juntos. Juro que si que me nombras alto príncipe de la guerra, me encargaré de protegerte.
—¿Como te encargaste de proteger a mi padre?
Dalinar cerró la boca.
Elhokar se volvió.
—No tendría que haber dicho eso. No era necesario.
—No —dijo Dalinar—. No, es una de las verdades más grandes que me has dicho, Elhokar. Tal vez tienes razón al desconfiar de mi protección.
Elhokar lo miró, curioso.
—¿Por qué reaccionas de esa forma?
—¿De qué forma?
—Antes, si alguien te hubiera dicho eso, habrías invocado tu espada y habrías exigido un duelo. Ahora lo aceptas.
—Yo…
—Mi padre empezó a rechazar duelos cerca del final. —Elhokar dio un golpecito a la barandilla—. Veo por qué sientes la necesidad de ser un alto príncipe de la guerra, y puede que tengas razón. Pero a los demás les gusta como están las cosas.
—Porque para ellos es cómodo. Si queremos vencer, tenemos que inquietarlos. —Dalinar dio un paso adelante—. Elhokar, tal vez ya haya pasado el tiempo suficiente. Hace seis años, nombrar a un alto príncipe de la guerra podría haber sido un error. ¿Pero ahora? Nos conocemos unos a otros y hemos trabajado juntos contra los parshendi. Tal vez sea hora de dar el siguiente paso.
—Tal vez —reconoció el rey—. ¿Crees que están preparados? Te permitiré demostrármelo. Si puedes mostrarme que están dispuestos a trabajar contigo, tío, entonces consideraré nombrarte alto príncipe de la guerra. ¿Te parece satisfactorio?
Era un compromiso sólido.
—Muy bien.
—Bien —dijo el rey, levantándose—. Entonces despidámonos por ahora. Se hace tarde, y todavía tengo que ver qué desea Ruthar de mí.
Dalinar se despidió y salió de los aposentos del rey, seguido por Renarin.
Cuanto más lo pensaba, más le parecía que era el camino adecuado. Retirarse no funcionaría con los alezi, sobre todo con su actual forma de pensar. Pero si pudiera arrancarlos de su complacencia, obligarlos a adoptar una estrategia más agresiva…
Todavía estaba perdido en sus consideraciones cuando salieron del palacio del rey y bajaron por las ramas hacia donde esperaban sus caballos. Montó en
Galante
, dándole las gracias con un gesto al mozo que había cuidado al ryshadio. El caballo se había recuperado de su caída durante la cacería y su pata volvía a estar bien.
Había poca distancia hasta el campamento de Dalinar, y cabalgaron en silencio. «¿A cuál de los altos príncipes debería abordar primero? —pensó Dalinar—. ¿A Sadeas?»
No. No, Sadeas y él ya habían sido vistos trabajando juntos demasiado a menudo. Si los otros altos príncipes empezaban a olerse una alianza más fuerte, se volverían contra él. Era mejor abordar primero a algún alto príncipe menos poderoso y ver si podía trabajar con él de algún modo. ¿Un ataque conjunto a una meseta, tal vez?
Tarde o temprano tendría que abordar a Sadeas. No le gustaba la idea. Las cosas eran siempre mucho más fáciles cuando los dos trabajaban distanciados el uno del otro. Le…
—Padre —dijo Renarin. Parecía inquieto.
Dalinar se irguió en la silla y miró alrededor, dirigiendo la mano al costado mientras se preparaba para invocar su espada esquirlada. Renarin señaló. Al este. De donde venían las tormentas.
El horizonte empezaba a oscurecerse.
—¿Esperábamos una alta tormenta para hoy? —preguntó Dalinar, alarmado.
—Elthebar dijo que era improbable —respondió Elhokar—. Pero se ha equivocado otras veces.
Todo el mundo podía equivocarse con las altas tormentas. Se podían predecir, pero nunca era una ciencia exacta. Dalinar entornó los ojos, el corazón latiéndole con fuerza. Sí, ahora podía sentir las señales. El polvo levantándose, los olores cambiando. Atardecía, pero todavía tendría que haber más luz. En cambio, oscurecía cada vez más rápidamente. El mismo aire parecía más frenético.
—¿Deberíamos ir al campamento de Aladar? —dijo Renarin, señalando. Era el campamento más cercano, tal vez a un cuarto de hora a caballo del de Dalinar.
Los hombres de Adolin los aceptarían. Nadie negaría refugio a un alto príncipe durante una tormenta. Pero Dalinar se estremeció al pensar en pasar la alta tormenta atrapado en un lugar desconocido, rodeado por los ayudantes de otro alto príncipe. Lo verían durante uno de sus ataques. Cuando eso sucediera, los rumores se extenderían como flechas sobre un campo de batalla.
—¡Cabalguemos! —exclamó, espoleando a
Galante
. Renarin y los guardias quedaron atrás, los cascos del caballo un trueno que preludiaba la inminente alta tormenta. Dalinar se agachó, tenso. El cielo gris se cubría de polvo, las hojas volaban por delante de la muralla de la tormenta y el aire se cargaba de húmeda expectación. El horizonte se hinchaba de gruesas nubes. Dalinar y los demás pasaron al galope ante los guardias del perímetro del campamento de Aladar, que rebosaban de actividad, sujetándose las levitas o las capas contra el viento.
—Padre —llamó Renarin desde atrás—. ¿Estás…?
—¡Tenemos tiempo!
Llegaron por fin a la irregular muralla del campamento Kholin. Aquí, los soldados restantes vestidos de azul y blanco saludaron. La mayoría se había retirado ya a sus refugios. Dalinar tuvo que refrenar a
Galante
para pasar por el punto de control. Sin embargo, habría que galopar todavía un poco hasta sus aposentos. Hizo volver grupas a
Galante
, preparándose para ponerse en marcha.
—¡Padre! —Renarin señaló hacia el este.
La muralla de la tormenta flotaba en el aire como una cortina corriendo hacia el campamento. La enorme pared de lluvia era gris plateada, las nubes negro ónice, iluminadas desde dentro por algún relámpago ocasional. Los guardias que los habían recibido corrían hacia un bunker cercano.
—Podemos lograrlo —dijo Dalinar—. Podemos…
—¡Padre! —dijo Renarin, alcanzándolo y cogiéndolo del brazo—. Lo siento.
El viento los azotaba, y Dalinar apretó los dientes y miró a su hijo. Los ojos protegidos por las gafas de Elhokar estaban muy abiertos de preocupación.
Dalinar miró de nuevo la muralla de la tormenta. Estaba solo a unos instantes de distancia. «Tiene razón.»
Le tendió las riendas de
Galante
a un ansioso soldado, que tomó también las del caballo de Renarin, y los dos desmontaron. El mozo se marchó, llevándose los caballos a un establo de piedra. Dalinar estuvo a punto de seguirlo (habría menos gente viéndolo en un establo), pero un barracón cercano tenía la puerta abierta y la gente que había dentro le hacía señas ansiosamente. Ese lugar sería más seguro.
Resignado, se unió a Renarin y corrió hacia el barracón de paredes de piedra. Los soldados les hicieron sitio. Dentro se apiñaba también un grupo de sirvientes. En el campamento de Dalinar, nadie era obligado a capear las tempestades en tiendas o débiles chozas de madera, y nadie tenía que pagar para hallar protección dentro de las estructuras de piedra.
Los ocupantes parecieron sorprendidos al ver a su alto príncipe y su hijo entrar. Varios palidecieron cuando la puerta se cerró de golpe. La única luz procedía de unos cuantos granates montados en las paredes. Alguien tosió, y fuera un puñado de fragmentos de roca empujados por el viento roció el edificio. Dalinar trató de ignorar los incómodos ojos que lo miraban. El viento aullaba en el exterior. Tal vez no sucedería nada. Tal vez esta vez…
La tormenta golpeó.
Y dio comienzo.
Tienen la más terrible y aterradora de todas las Esquirlas. Reflexiona sobre eso un momento, viejo reptil, y dime si tu insistencia en la no intervención es firme. Porque te aseguro que Rayse no se inhibirá del mismo modo.
Dalinar parpadeó. El barracón atestado y tenuemente iluminado había desaparecido. En cambio, estaba de pie en medio de la oscuridad. El aire apestaba a grano seco, y cuando extendió la mano izquierda notó una pared de madera. Estaba en una especie de granero.
La fría noche era tranquila y nítida: no había ni rastro de ninguna tormenta. Se palpó al lado con cuidado. Su espada había desaparecido, igual que su uniforme. En cambio, llevaba una túnica sujeta por un cinturón y un par de sandalias. Era el tipo de ropa que había visto en las estatuas antiguas.
«Vientos de tormenta, ¿dónde me habéis enviado esta vez?»
Cada una de las visiones era diferente. Esta sería la duodécima que había visto.
«¿Solo doce?», pensó. Parecían muchas más, pero esto solo había empezado a sucederle hacía unos pocos meses.
Algo se movió en la oscuridad. Dalinar dio un respingo de sorpresa cuando algo vivo se apretujó contra él. Estuvo a punto de descargar un golpe, pero se detuvo al oír un gemido. Bajó con cuidado el brazo, palpando la espalda de la figura. Ligera y pequeña: una niña. Estaba temblando.
—Padre —su voz temblaba—. Padre, ¿qué está pasando?
Como de costumbre, lo veían como alguien de este tiempo y este lugar. La niña se abrazó a él, obviamente aterrorizada. Estaba demasiado oscuro para ver los miedospren que sospechaba ascendían a través del suelo.
Dalinar le puso una mano en la espalda.
—Silencio. Todo saldrá bien.
Parecía lo más adecuado que decir en aquel momento.
—Madre…
—Estará bien.
La niña se acurrucó contra él en la habitación oscura. Dalinar se quedó quieto. Algo iba mal. El edificio crujía con el viento. No estaba bien construido: la tabla bajo la mano de Dalinar estaba suelta, y tuvo la tentación de soltarla más para ver si podía asomarse. Pero la quietud, la niña aterrada… Había un olor extrañamente pútrido en el aire.
Algo arañó, muy suavemente, en la otra pared del granero. Como una uña que se arrastrara sobre la superficie de madera de una mesa.
La niña gimió, y el sonido cesó. Dalinar contuvo la respiración, el corazón latiéndole furiosamente. Por instinto, extendió la mano para invocar su hoja esquirlada, pero no sucedió nada. Nunca venía durante sus visiones.
La pared del fondo explotó hacia adentro.
Las astillas de madera volaron en la oscuridad mientras una forma enorme irrumpía. Iluminada solamente por el brillo de la luna y las estrellas, la negra criatura era más grande que un sabueso-hacha. Dalinar no pudo distinguir los detalles, pero parecía haber algo innatural en su forma.
La niña gritó, y Dalinar maldijo, agarrándola con un brazo y girando a un lado mientras la negra criatura saltaba hacia ellos. Casi alcanzó a la niña, pero Dalinar la apartó de su camino. Aterrorizada y sin aliento, su grito quedó interrumpido.
Dalinar se volvió y empujó a la niña tras él. Su costado chocó contra un puñado de sacos llenos de grano cuando empezó a apartarse. El granero estaba en silencio. La luz violeta de Sala brillaba en el cielo, fuera, pero la pequeña luna no era lo suficientemente brillante para iluminar el interior del granero, y la criatura se había agazapado en un hueco en sombras. Casi no podía verla.
Parecía parte de las sombras. Dalinar se tensó, los puños hacia delante. La criatura emitió un suave sonido sibilante, extraño y vagamente reminiscente al de un susurro rítmico.
«¿La respiración? —pensó Dalinar—. No. Nos está olfateando.»
La criatura saltó hacia delante. Dalinar alargó una mano hacia el costado y agarró uno de los sacos de grano y lo plantó delante. La bestia golpeó el saco, sus dientes se clavaron en él, y Dalinar tiró, rasgando la burda tela y provocando una fragante nube de polvo de lavis que flotó en el aire. Entonces se hizo a un lado y le dio una patada a la bestia con todas sus fuerzas.
Notó que era blanda bajo su pie, como si le hubiera dado una patada a un odre de agua. El golpe la derribó, y la criatura emitió un sonido sibilante. Dalinar lanzó la bolsa y su contenido restante hacia lo alto, llenando el aire de más lavis seco y polvo.
La bestia se incorporó y se dio la vuelta, la suave piel reflejando la luz de la luna. Parecía desorientada. Fuera lo que fuese, cazaba por el olor, y el polvo en el aire la confundía. Dalinar agarró a la niña y se la echó al hombro, y luego pasó corriendo ante la confusa bestia y atravesó el agujero en la pared rota.
Salió al exterior, iluminado por la luz violeta de la luna. Se encontraba en un pequeño lait, un amplio hueco en la piedra con drenaje lo bastante bueno para evitar inundaciones y un alto macizo de piedra para romper las altas tormentas. En este caso, la formación rocosa orientada al este tenía la forma de una ola enorme que procuraba refugio a una aldea.
Eso explicaba la fragilidad del granero. Las luces fluctuaban aquí y allá en el hueco, indicando un asentamiento de varias docenas de hogares. Se hallaba en el extrarradio. A su derecha había un pocilga, casas lejanas a la izquierda, y delante, contra la colina de roca, había una granja de tamaño mediano. La casita estaba construida con estilo arcaico, con ladrillos de crem por paredes.
Su decisión fue fácil. La criatura se había movido con rapidez, como un depredador. Dalinar no sería más rápido que ella, así que corrió hacia la granja. Detrás se oyó el sonido de la bestia atravesando el granero. Dalinar llegó a la casa, pero la puerta delantera estaba cerrada. Maldijo en voz alta y llamó con fuerza.