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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El camino de los reyes (53 page)

BOOK: El camino de los reyes
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«Por fin algo concreto.»

Oyó voces. El oscuro paisaje a su alrededor se tornó vago.

—¡No! —Extendió la mano hacia la mujer—. No me envíes de vuelta todavía. ¿Qué debo hacer con Elhokar, y la guerra?

—Te daré lo que pueda —la voz se volvía confusa—. Lamento no poder darte más.

—¿Qué clase de respuesta es esa? —gritó Dalinar. Se estremeció, debatiéndose. Unas manos lo sujetaron. ¿De dónde habían salido? Maldijo, apartándolas, retorciéndose, tratando de liberarse.

Entonces se quedó quieto. Se encontraba en el barracón de las Llanuras Quebradas, la suave lluvia tamborileaba sobre el tejado. El grueso de la tormenta había pasado. Un grupo de soldados lo sujetaba mientras Renarin lo miraba con preocupación.

Dalinar permaneció inmóvil, la boca abierta. Había estado gritando. Los soldados parecían incómodos, se miraban unos a otros sin encontrar su mirada. Si había sido como antes, habría actuado en su papel de la visión, hablando en galimatías, agitándose.

—Mi mente está despejada ya —dijo Dalinar—. No pasa nada. Podéis soltarme.

Renarin asintió, y los soldados obedecieron, vacilantes. Renarin tartamudeó alguna excusa, diciéndoles que su padre estaba simplemente ansioso por entrar en combate. No parecía muy convincente.

Dalinar se retiró al fondo del barracón y se sentó en el suelo entre dos petates recogidos, mientras inspiraba y espiraba y pensaba. Confiaba en las visiones, aunque la vida en el campamento había sido últimamente lo bastante difícil sin que la gente lo tomara por loco.

«Actúa con honor, y el honor te ayudará.»

La visión le había dicho que confiara en Sadeas. Pero nunca podría explicarle eso a Adolin, quien no solo odiaba a Sadeas, sino que pensaba que las visiones eran delirios de la mente de Dalinar. Lo único que podía hacer era seguir como hasta ahora.

Y encontrar un modo de que los altos príncipes trabajaran juntos.

SIETE AÑOS ANTES

—Puedo salvarla —dijo Kal, quitándose la camisa.

La niña solo tenía cinco años. La caída había sido grave.

—Puedo salvarla —murmuraba. Una multitud se había congregado a su alrededor. Habían pasado dos meses desde la muerte del brillante señor Wistiow, pero aún no tenían un nuevo consistor. Apenas había visto a Laral en todo ese tiempo.

Kal solo tenía trece años, pero había recibido una buena formación. El primer peligro era la pérdida de sangre: la niña se había roto la pierna, una fractura compleja, y sangraba donde el hueso había roto la piel. Kal notó que sus manos temblaban mientras presionaba los dedos contra la herida. El hueso roto era resbaladizo, incluso el extremo irregular, mojado por la sangre. ¿Qué arterias había roto?

—¿Qué le estás haciendo a mi hija? —El fornido Harl se abrió paso entre los mirones—. ¡Tú, cremlino, resto de tormentas! ¡No toques a Miasal! No…

Harl se interrumpió cuando varios hombres lo contuvieron. Sabían que Kal, que pasaba por allí por casualmente, era la mejor oportunidad que tenía la niña. Ya habían enviado a Alim para que trajera al padre de Kal.

—Puedo salvarla —dijo el muchacho. La cara de la niña estaba pálida, y no se movía. Esa herida de la cabeza, tal vez…

«No puedo pensar en eso.» Una de las arterias inferiores estaba cortada. Kal usó su camisa para atar un torniquete con el que detener la sangre, pero seguía resbalando. Apretando los dedos contra el corte, gritó:

—¡Fuego! ¡Necesito fuego! ¡De prisa! ¡Y que alguien me dé su camisa!

Varios hombres echaron a correr mientras Kal levantaba la pierna. Uno de los hombres le tendió rápidamente su camisa. Kal sabía dónde presionar para detener el flujo de la arteria; el torniquete resbaló, pero sus dedos, no. Mantuvo cerrada aquella arteria, presionando la camisa sobre el resto de la herida hasta que alguien volvió con una vela encendida.

Ya habían empezado a calentar un cuchillo. Bien. Kal cogió el cuchillo ardiente y lo aplicó a la herida, liberando el fuerte olor de la carne quemada. Un viento frío los barrió, llevándose el olor.

Las manos de Kal dejaron de temblar. Sabía lo que había que hacer. Se movió con una pericia que incluso le sorprendió a él mismo, cauterizando a la perfección, dejando que su entrenamiento tomara el control. Todavía necesitaba suturar la arteria (una cauterización no contendría una arteria tan grande), pero las dos cosas juntas deberían valer.

Cuando terminó, la hemorragia había cesado. Se echó atrás sonriendo. Y entonces advirtió que la herida que Miasal tenía en la cabeza no sangraba tampoco. Su pecho no se movía.

—¡No! —Harl cayó de rodillas—. ¡No! ¡Haz algo!

—Yo… —dijo Kal. Había detenido la hemorragia. Había…

La había perdido.

No supo qué decir, cómo responder. Una náusea profunda y terrible se apoderó de él. Harl lo empujó a un lado, gimiendo. Kal cayó hacia atrás. Empezó a temblar de nuevo cuando Harl abrazó el cadáver.

A su alrededor, la multitud guardó silencio.

Una hora más tarde, Kal estaba sentado en los escalones delante de la sala de operaciones, llorando. Su pesar era un dolor suave. Un temblor. Unas cuantas lágrimas insistentes que corrían por sus mejillas.

Estaba sentado con las manos abrazadas a las rodillas, tratando de averiguar cómo detener aquel dolor. ¿Había algún ungüento? ¿Una venda para detener las lágrimas? Tendría que haber podido salvarla.

Unos pasos se acercaron, y una sombra se proyectó sobre él. Lirin se arrodilló a su lado.

—Inspeccioné tu trabajo, hijo. Lo hiciste bien. Estoy orgulloso.

—Fracasé —susurró Kal. Sus ropas estaban manchadas de rojo. Antes de lavarse la sangre de las manos, era escarlata. Pero empapada en su ropa, era de un marrón rojizo más oscuro.

—He conocido a hombres que practicaron durante horas y horas, y sin embargo no supieron reaccionar cuando se enfrentaron a una persona herida. Es más difícil cuando te toma por sorpresa. Tú no te quedaste inmóvil, acudiste a ella, le administraste ayuda. Y lo hiciste bien.

—No quiero ser cirujano. Soy terrible.

Lirin suspiró, rodeó los escalones y se sentó junto a su hijo.

—Kal, estas cosas pasan. Es una desgracia, pero no podrías haber hecho más. Ese cuerpecito perdió sangre demasiado rápidamente.

Kal no respondió.

—Tienes que aprender cuándo preocuparte, hijo —dijo Lirin suavemente—. Y cuándo dejarlo correr. Ya lo verás. Tuve problemas similares cuando era más joven. Desarrollarás callos.

«¿Y eso es bueno? —pensó Kal, mientras otra lágrima le corría por la mejilla—. Tienes que aprender cuándo preocuparte…, y cuándo dejarlo correr.»

En la distancia, Harl seguía llorando.

Solo hay que mirar las consecuencias de su breve visita a Sel para ver la prueba de lo que digo.

Kaladin no quería abrir los ojos. Si los abría, estaría despierto. Y si estuviera despierto, aquel dolor (la quemazón en el costado, el dolor de las piernas, el latido sordo en los brazos y los hombros) no sería solo una pesadilla. Sería real. Y sería suyo. Contuvo un gemido y rodó de costado. Le dolía todo. Cada trozo de músculo, cada centímetro de piel. Le latía la cabeza. Parecía que todos sus huesos estaban lastimados. Quería quedarse allí quieto, dolorido, hasta que Gaz se viera obligado a venir y a arrastrarlo por los tobillos. Eso sería fácil. ¿No se merecía hacer lo que era fácil, por una vez?

Pero no podía. Dejar de moverse, rendirse, sería lo mismo que morir, y no podía permitir que eso sucediera. Ya había tomado su decisión. Ayudaría a los hombres del puente.

«Maldito seas —Hav, pensó—. Puedes expulsarme del camastro incluso ahora.» Kaladin apartó la manta y se obligó a levantarse. La puerta del barracón estaba entreabierta para dejar entrar el aire fresco.

Se sintió peor de pie, pero la vida en los puentes no esperaría su recuperación. O te levantabas o te aplastaban. Kaladin se apoyó en la roca animada de la pared del barracón, tan innaturalmente lisa. Luego inspiró profundamente y cruzó la habitación. Era extraño, pero bastantes hombres estaban ya despiertos y se incorporaban. Miraron a Kaladin en silencio.

«Estaban esperando —comprendió—. Querían ver si me levantaría.»

Encontró a los tres heridos donde los había dejado en la parte delantera del barracón. Contuvo la respiración mientras comprobaba el estado de Leyten. Sorprendentemente, seguía todavía con vida. Su respiración era aún entrecortada, su pulso débil y sus heridas tenían mal aspecto, pero seguía vivo.

No permanecería así mucho tiempo sin antisépticos. Ninguna de las heridas parecía infectada de putrispren todavía, pero solo sería cuestión de tiempo en estos sucios parajes. Necesitaba alguno de los ungüentos del boticario. ¿Pero cómo conseguirlos?

Comprobó el estado de los otros dos. Hobber sonreía. Era delgado y de cara redonda, con una mella entre los dientes y el pelo negro y corto.

—Gracias —dijo—. Gracias por salvarme.

Kaladin gruñó mientras inspeccionaba la pierna del hombre.

—Te pondrás bien, pero no podrás caminar durante unas cuantas semanas. Te traeré alimentos del comedor.

—Gracias —susurró Hobber, cogiendo la mano de Kaladin y agarrándola. Parecía estar llorando.

Aquella sonrisa desterró la tristeza, hizo que los dolores y el malestar remitieran. El padre de Kaladin le había descrito ese tipo de sonrisa. Lirin no se había convertido en cirujano por aquellas sonrisas, pero había seguido siéndolo por ellas.

—Descansa y mantén limpia esa herida. No queremos atraer a ningún putrispren. Házmelo saber si ves alguno. Son pequeños y rojos, como insectos diminutos.

Hobber asintió ansioso y Kaladin pasó a Dabbid. El joven parecía igual que antes, mirando al frente con la mirada perdida.

—Estaba ya así cuando me quedé dormido, señor —dijo Hobber—. Es como si no se hubiera movido en toda la noche. Me da escalofríos.

Kaladin chasqueó los dedos delante de los ojos de Dabbid. El hombre se sobresaltó ante el sonido, se concentró en los dedos, los siguió mientras Kaladin movía la mano.

—Creo que ha recibido un golpe en la cabeza —dijo Hobber.

—No —repuso Kaladin—. Es la conmoción de la batalla. Se le pasará.

«Espero.»

—Si tú lo dices, señor —dijo Hobber, rascándose la cabeza.

Kaladin se levantó y abrió la puerta del todo, iluminando la habitación. Era un día claro, donde el sol apenas despuntaba sobre el horizonte. Ya se oían sonidos en el campamento, un herrero trabajando temprano, el martillo sobre el metal. Los chulls barritando en los establos. El aire era húmedo y frío, cargado con los vestigios de la noche. Olía a limpio y fresco. Tiempo de primavera.

«Ya que te has levantado, bien puedes seguir adelante» —se dijo Kaladin. Se obligó a salir y hacer sus ejercicios. Su cuerpo se quejaba ante cada movimiento. Entonces comprobó su propia herida. No era demasiado mala, aunque la infección podía empeorarla.

«¡Que los vientos de la tormenta se lleven a ese boticario!», pensó. Cogió un cazo lleno de agua del barril de los hombres del puente y la usó para lavarse la herida.

Lamentó de inmediato haber pensado así del viejo boticario. ¿Qué iba a hacer el hombre? ¿Darle el antiséptico gratis? Era al alto príncipe Sadeas a quien debería maldecir. Sadeas era responsable de la herida, y también era quien había prohibido a la dirección de los cirujanos dar suministros a los hombres de los puentes, los esclavos y los criados de los
nahn
inferiores.

Cuando terminó sus estiramientos, un puñado de hombres se habían acercado para beber. Estaban de pie alrededor del barril, observando a Kaladin.

Solo había una cosa que hacer. Apretando los dientes, Kaladin cruzó el aserradero y localizó el tablón que había cargado el día antes. Los carpinteros no lo habían añadido todavía al puente, así que lo cogió y regresó al barracón. Entonces empezó a practicar de la misma manera que lo había hecho el día antes.

No pudo ir tan rápido. De hecho, gran parte del tiempo solo pudo caminar. Pero, mientras trabajaba, sus dolores se mitigaron. El dolor de cabeza desapareció. Los pies y los hombros seguían doliéndole, y sentía un profundo y latente cansancio. Pero no quedó en ridículo desplomándose.

Mientras practicaba, pasó ante los otros barracones. Los hombres que había ante ellos apenas se diferenciaban de los del Puente Cuatro. Los mismos chalecos de cuero manchados de sudor sobre pechos desnudos o camisas mal abrochadas. Había algún extranjero ocasional, thayleños o vedenios casi siempre. Pero estaban unidos en su aspecto desarrapado, sus caras sin afeitar y sus ojos acosados. Varios grupos miraron a Kaladin con abierta hostilidad. ¿Les preocupaba que esta práctica animara a sus propios jefes de puente a obligarlos a realizarla?

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