—Dos marcos de sangre por el frasco.
—¿Esto es lo que considera «barato»?
—El aceite de listre cuesta dos marcos de zafiro.
—¿Y la savia de matopomo? —preguntó Kaladin—. ¡He visto unos juncos creciendo justo delante del campamento! No puede ser tan rara.
—¿Y sabes cuánta savia se saca de cada planta? —preguntó el boticario, señalando.
Kaladin vaciló. No era verdadera savia, sino una sustancia lechosa que se sacaba de los tallos. O eso le había dicho su padre.
—No —admitió.
—Una sola gota —dijo el hombre—. Si tienes suerte. Es más barato que el aceite de listre, cierto, pero más caro que el moco. Aunque el moco apesta como el culo de la Vigilante Nocturna.
—No tengo tanto —dijo Kaladin. Cinco marcos de diamante componían un granate. Diez días de paga para comprar un frasquito de antiséptico. ¡Padre Tormenta!
El boticario arrugó la nariz.
—La aguja y la tripa te costarán dos marcoclaros. ¿Puedes permitirte eso, al menos?
—Apenas. ¿Cuánto por las vendas? ¿Dos esmeraldas enteras?
—Solo son tiras viejas que he blanqueado y hervido. Dos claro-chips una brazada.
—Te daré un marco por la caja.
—Muy bien.
Kaladin rebuscó en sus bolsillos para sacar las esferas mientras el viejo boticario continuaba:
—Los cirujanos sois todos iguales. Nunca os da por pensar de dónde vienen vuestros suministros. Solo los usáis como si no fueran a acabarse nunca.
—No se puede poner precio a la vida de una persona —dijo Kaladin. Era uno de los dichos de su padre. Era el principal motivo por el que Lirin nunca cobraba por sus servicios.
Kaladin sacó sus cuatro marcos. Sin embargo, vaciló al verlos. Solo uno brillaba con una suave luz esquirlada. Los otros tres eran oscuros, los trocitos de diamante apenas visibles en el centro de las gotas de cristal.
—Un momento —dijo el boticario, entornando los ojos—. ¿Intentas darme esferas opacas?
Cogió una antes de que Kaladin pudiera quejarse, y rebuscó bajo el mostrador. Sacó una lupa de joyero, se quitó las gafas y alzó la esfera hacia la luz.
—Ah, no. Es una gema de verdad. Deberías infundir tus esferas, joven. No todo el mundo es tan confiado como yo.
—Brillaban esta mañana —protestó Kaladin—. Gaz debe de haberme pagado con esferas gastadas.
El boticario apartó la lupa y se puso de nuevo las gafas. Seleccionó tres marcos, incluyendo el que brillaba.
—¿Puedo quedarme con ese? —preguntó Kaladin.
El boticario frunció el ceño.
—Ten siempre una esfera brillante en el bolsillo —dijo Kaladin—. Da buena suerte.
—¿Seguro que no quieres una poción de amor?
—Si te atrapan en la oscuridad, tendrás luz —dijo lacónicamente—. Además, como has dicho, la mayoría de la gente no es tan confiada.
Reacio, el boticario cambió la esfera infusa por la muerta…, aunque comprobó con la lupa para asegurarse. Una esfera opaca valía tanto como una infusa: lo único que había que hacer era dejarla fuera durante una alta tormenta y se recargaría y daría luz más o menos durante una semana.
Kaladin se guardó la esfera infusa y recogió su compra. Se despidió del boticario con un gesto. Syl se reunió con él mientras salía a la calle del campamento.
Había pasado buena parte de la tarde escuchando a los soldados en el comedor, y había aprendido unas cuantas cosas sobre los campamentos de guerra. Cosas que debería haber aprendido hacía unas semanas, pero había estado demasiado abatido para preocuparse. Ahora sabía de las crisálidas de las mesetas, las gemas corazón que contenían y la competición entre los altos príncipes. Comprendía por qué Sadeas presionaba tanto a sus hombres, y empezaba a ver por qué se daba media vuelta si llegaban a la meseta después de otro ejército. Eso no era muy común. Con frecuencia, Sadeas llegaba primero, y los otros ejércitos alezi que llegaban tras él tenían que volverse.
Los campamentos eran enormes. En total, había más de cien mil soldados en los diversos campamentos alezi, muchas veces la población de Piedralar. Y eso sin contar a los civiles. Un campamento de guerra móvil atraía a un gran número de seguidores; los campamentos fijos como estos que había en las Llanuras Quebradas atraían a muchos más.
Cada uno de los diez campamentos ocupaba su propio cráter y estaba lleno de una incongruente mezcla de edificios forjados con animistas, chabolas y tiendas. Algunos mercaderes, como el boticario, tenían dinero para construir una estructura de madera. Los que vivían en tiendas las desmontaban durante las altas tormentas y pagaban por refugiarse en cualquier otra parte. Incluso dentro del cráter, las tormentas eran fuertes, sobre todo cuando la pared exterior era baja o estaba rota. Algunos lugares, como el aserradero, estaban completamente expuestos.
Las calles estaban repletas de la habitual multitud. Mujeres con faldas y blusas: las esposas, hermanas o hijas de los soldados, mercaderes o artesanos. Trabajadores con pantalones o monos. Gran número de soldados ataviados de cuero, llevando lanzas y escudos. Todos eran hombres de Sadeas. Los soldados de un campamento no se mezclaban con los de otro, y te mantenías apartado del cráter de otro brillante señor a menos que tuvieras algo que hacer allí.
Kaladin sacudió la cabeza, desazonado.
—¿Qué pasa? —preguntó Syl, posándose en su hombro.
—No esperaba que hubiera tanta discordia entre los campamentos. Creía que todo sería el ejército del rey, unificado.
—Las personas son discordantes —dijo Syl.
—¿Qué quiere decir eso?
—Todos actuáis y pensáis de forma diferente. No hay nada igual: los animales actúan igual, y todos los spren son, en cierto sentido, virtualmente el mismo individuo. Hay armonía en eso. Pero no en vosotros: parece que no hay dos que se puedan poner de acuerdo en nada. Todo el mundo hace lo que se supone que debe hacer, excepto los humanos. Tal vez por eso queréis con tanta frecuencia mataros unos a otros.
—Pero no todos los vientospren actúan igual —dijo Kaladin, abriendo la caja y guardándose algunas vendas en el bolsillo que había cosido en el interior de su chaleco de cuero—. Tú eres la prueba.
—Lo sé —dijo ella en voz baja—. Tal vez ahora comprendas por qué me molesta tanto.
Kaladin no supo cómo responder a eso. Poco después, llegó al aserradero. Unos cuantos hombres del Puente Cuatro descansaban a la sombra en la zona este de su barracón. Sería interesante ver hacer uno de esos barracones. Eran animados forjándolos directamente del aire y luego eran convertidos en piedra. Por desgracia, la animación sucedía de noche, y bajo guardia estricta para evitar que el sagrado ritual fuera visto por nadie que no fueran los fervorosos u ojos claros del más alto rango.
La primera campanada de la tarde sonó justo cuando Kaladin llegaba al barracón. Vio que Gaz lo miraba con mala cara por haber estado a punto de empezar tarde el servicio del puente. La mayor parte de ese «servicio» sería estar sentado, esperando a que sonaran los cuernos. Bueno, Kaladin no pretendía malgastar el tiempo. No podía arriesgarse a agotarse cargando el tablón, no cuando podía ser inminente una carga con el puente, pero tal vez podría hacer algunos estiramientos o…
Un cuerno sonó en el aire, claro y nítido. Era como el cuerno místico que se decía que guiaba a las almas de los valientes al campo de batalla del cielo. Kaladin se detuvo. Como siempre, esperó a la segunda llamada, pues una parte irracional de él necesitaba escuchar la confirmación. Se produjo una pauta que indicaba la localización del abismoide que pupaba.
Los soldados empezaron a dirigirse a la zona de preparación junto al aserradero; otros corrieron al campamento para recoger sus cosas.
—¡Alineaos! —gritó Kaladin, corriendo hacia los hombres del puente—. ¡Por la tormenta! ¡Todos en fila!
Ellos lo ignoraron. Algunos de los hombres no tenían puestos sus chalecos, y se atascaron en la puerta del barracón al intentar entrar todos a la vez. Los que tenían los chalecos puestos corrieron hacia el puente. Kaladin los siguió, frustrado. Una vez allí, los hombres se reunieron en torno al puente de un modo cuidadosamente preestablecido. Cada uno tenía la oportunidad de estar en la mejor posición: correr delante hacia el abismo, luego moverse hacia la seguridad relativa de la parte posterior para el acercamiento final.
Había una estricta rotación, y ni se cometían ni se toleraban errores. Las cuadrillas de los puentes tenían un sistema brutal de autocontrol: si un hombre intentaba hacer trampas, los otros lo obligaban a correr delante el último tramo. Esas cosas se suponía que estaban prohibidas, pero Gaz se hacía el tonto. También rechazaba sobornos para permitir que los hombres cambiaran de posición. Tal vez sabía que la única estabilidad, la única esperanza que tenían los hombres de los puentes estaba en su rotación. La vida no era justa, ser un hombre de los puentes no era justo, pero al menos si corrías la línea de la muerte y sobrevivías, la próxima vez podías correr detrás.
Había una excepción. Como jefe del puente, Kaladin tenía que correr delante casi todo el tiempo, y luego pasar a la parte de atrás para el ataque. Su posición era la más segura del grupo, aunque ninguno estaba verdaderamente a salvo. Kaladin era como una corteza mohosa en el plato de un hombre hambriento: no era el primer bocado, pero estaba condenado de todas formas.
Ocupó su posición. Yake, Dunny y Malop eran los últimos rezagados. Cuando ocuparon sus puestos, Kaladin ordenó a los hombres levantar el puente. Casi le sorprendió que lo obedecieran, pero casi siempre había un jefe de puente que daba las órdenes durante una carrera. La voz cambiaba, pero las órdenes simples no. Levantar, correr, bajar.
Veinte puentes cargaron desde el aserradero y corrieron hacia las Llanuras Quebradas. Kaladin advirtió que un grupo de hombres del Puente Siete los miraba con alivio. Habían estado de servicio hasta la primera campanada de la tarde: habían evitado esta carga por solo unos instantes.
Los hombres de los puentes trabajaban duro. No era solo por las amenazas de palizas: corrían con fuerza porque querían llegar a la meseta fijada como objetivo antes de que lo hicieran los parshendi. Si lo conseguían, no habría flechas, ni muerte. Y por eso correr con los puentes era la única cosa que hacían sin reservas ni pereza. Aunque muchos odiaban sus vidas, se aferraban a ella con uñas y dientes, enfervorecidos.
Cruzaron el primero de los puentes permanentes. Los músculos de Kaladin gruñeron de protesta al tener que esforzarse tan pronto, pero trató de no pensar en su fatiga. Las lluvias de la alta tormenta de la noche anterior querían decir que la mayoría de las plantas estaban todavía abiertas, los rocapullos extendiendo sus enredaderas, los branzhas floridos extendiendo en las grietas ramas como garras hacia el cielo. También había algunos espineros: los pequeños matorrales de miembros de piedra como agujas que Kaladin había advertido por primera vez en esta zona. El agua se acumulaba en las numerosas grietas y hondonadas que había en la superficie de la irregular meseta.
Gaz gritaba sus indicaciones, diciéndoles qué camino seguir. Muchas de las mesetas cercanas tenían tres o cuatro puentes, creando senderos entrelazados a través de las Llanuras. La carrera se convertía en rutina. Era agotadora, pero también familiar, y era bueno estar delante, donde Kaladin podía ver adonde iba. Se sumergió en su habitual mantra contando los pasos, como le había aconsejado que hiciera aquel hombre sin nombre cuyas sandalias todavía llevaba puestas.
Por fin, llegaron al último de los puentes permanentes. Cruzaron una corta meseta, dejando atrás las humeantes ruinas de un puente que los parshendi habían destruido durante la noche. ¿Cómo lo habían conseguido en medio de la alta tormenta? Antes, mientras escuchaba a los soldados, Kaladin había aprendido que estos sentían odio, admiración y no poco asombro hacia los parshendi, que no se parecían en nada a los perezosos y casi mudos parshmenios que trabajaban por todo Roshar. Estos parshendi eran guerreros habilidosos, cosa que a Kaladin seguía pareciéndole incongruente. ¿Parshmenios? ¿Luchando? Era muy extraño.
El Puente Cuatro y las otras cuadrillas bajaron sus puentes, cubriendo un abismo en su parte más estrecha. Sus hombres se desplomaron alrededor, relajándose mientras el ejército cruzaba. Kaladin estuvo a punto de imitarlos; de hecho, sus rodillas casi se doblaron de expectación.
«No, pensó, irguiéndose. No. Me quedo de pie.»
Era un gesto alocado. Los otros hombres del puente apenas le prestaron atención. Uno de ellos, Moash, incluso lo maldijo. Pero ahora que había tomado la decisión, Kaladin se aferró tozudamente a ella, uniendo las manos a la espalda y asumiendo la posición de descanso mientras veía cruzar al ejército.
—¡Eh, hombrecito! —llamó uno de los soldados que esperaban su turno—. ¿Sientes curiosidad por ver cómo son los soldados de verdad?
Kaladin se volvió hacia el hombre, un tipo fornido de ojos marrones con brazos del tamaño de muslos. Por los nudos que llevaba en la hombrera de su pelliza de cuero, era jefe de pelotón. Kaladin había llevado esos nudos en tiempos.
—¿Cómo tratas a tu lanza y tu escudo, jefe de pelotón? —replicó Kaladin.
El hombre frunció el ceño, pero Kaladin supo en qué estaba pensando. Los arreos de un soldado eran su vida: cuidabas de tus armas igual que cuidabas de tus hijos, encargándote a menudo de su atención antes de comer y descansar.
Kaladin señaló el puente con un gesto.
—Este es mi puente —dijo en voz alta—. Es mi arma, la única que se me permite. Trátalo bien.
—¿O harás qué? —replicó uno de los otros soldados, provocando una carcajada entre las filas. El jefe del pelotón no dijo nada. Parecía preocupado.
Las palabras de Kaladin eran una bravata. En realidad, odiaba el puente. Pero permaneció de pie de todas formas.
Unos instantes más tarde, el alto príncipe Sadeas en persona cruzó el puente de Kaladin. El brillante señor Amaram siempre había parecido tan heroico, tan distinguido, un caballero general. Este Sadeas era una criatura completamente distinta, con la cara redonda, el pelo rizado y la expresión altanera. Cabalgaba como si estuviera en un desfile, una mano sujetando ligeramente las riendas, la otra sujetando el yelmo bajo el brazo. Su armadura estaba pintada de rojo, y el yelmo tenía frívolos borlones. Había tanta pompa innecesaria que casi superaba a la maravilla del antiguo artefacto.