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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El camino de los reyes (111 page)

BOOK: El camino de los reyes
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Con más suavidad, la voz respondió:

ODIUM REINA.

Kaladin despertó jadeando. Lo rodeaban figuras oscuras que lo sujetaban contra el duro suelo de piedra. Gritó, mientras los antiguos reflejos se hacían cargo. Por instinto, extendió las manos hacia los costados, agarrando con cada una un tobillo para desequilibrar a dos de sus atacantes.

Ellos maldijeron y cayeron al suelo. Kaladin usó el impulso para retorcerse mientras barría con un brazo. Se zafó de las manos que lo empujaban, se meció y se lanzó hacia delante, abalanzándose contra el hombre que tenía justo enfrente.

Kaladin le pasó por encima, lo esquivó y se puso en pie, ya libre de sus atacantes. Se volvió, salpicando el sudor de su frente. ¿Dónde estaba su lanza? Echó mano al cuchillo de su cinto.

No había cuchillo. Ni lanza.

—¡La tormenta te lleve, Kaladin!

Era Teft.

Kaladin se llevó una mano al pecho, jadeando con esfuerzo, dispersando el extraño sueño. El Puente Cuatro. Estaba con el Puente Cuatro. Los guardatormentas del rey habían predicho una alta tormenta a primeras horas de la mañana.

—No pasa nada —dijo al puñado de hombres del puente que lo habían estado sujetando y ahora maldecían y se retorcían en el suelo—. ¿Qué estabais haciendo?

—Trataste de salir a la tormenta —acusó Moash, librándose del lío. La única luz era una única esfera de diamante que uno de los hombres había colocado en un rincón.

—¡Ja! —añadió Roca, incorporándose y sacudiéndose—. ¡Abriste la puerta a la lluvia y te asomaste, como si te hubieran golpeado la cabeza con una piedra! Tuvimos que traerte a rastras. No es bueno que tengas que pasarte otras dos semanas en cama ¿no?

Kaladin se calmó. Los coletazos, la suave lluvia que seguía al final de una tormenta, continuaba fuera, y las gotas tamborileaban sobre el tejado.

—No te despertabas —dijo Sigzil. Kaladin miró al azishiano, sentado de espaldas a la pared de piedra. No había intentado sujetarlo—. Tenías una especie de sueño febril.

—Me encuentro bien —respondió Kaladin. Eso no era cierto del todo: le dolía la cabeza y estaba agotado. Inspiró profundamente y echó atrás los hombros, tratando de sacudirse la fatiga.

La esfera del rincón fluctuó. Entonces su luz se apagó, dejándolos a oscuras.

—¡Tormenta! —murmuró Moash—. Esa anguila de Gaz. Nos ha vuelto a dar esferas opacas.

Kaladin cruzó el barracón oscuro, pisando con cuidado. Su dolor de cabeza remitió mientras echaba mano a la puerta. La abrió, dejando entrar la leve luz de una mañana nublada.

Los vientos eran débiles, pero seguía lloviendo. Salió, y quedó empapado al momento. Los otros hombres del puente lo siguieron, y Roca le lanzó a Kaladin una pequeña pastilla de jabón. Como la mayoría, Kaladin solo llevaba un taparrabos, y se enjabonó bajo el frío aguacero. El jabón olía a aceite y arañaba por la arena que tenía pegada. No había jabones blandos y olorosos para los hombres de los puentes.

Kaladin le arrojó el trozo de jabón a Bisig, un tipo delgado de rostro anguloso. Él lo cogió agradecido (no hablaba mucho) y empezó a enjabonarse mientras Kaladin dejaba que la lluvia le enjuagara el cuerpo y el pelo. A su lado, Roca usaba un cuenco de agua para afeitarse y recortar su barba de comecuernos, larga por los lados y cubriendo las mejillas, pero despejada bajo los labios y el mentón. Era un extraño contrapunto a su cabeza, que se afeitaba por el centro, directamente por encima de las cejas y hacia atrás. El resto del pelo lo llevaba corto.

La mano de Roca era hábil y cuidadosa, y no se hizo ni un solo corte. Una vez terminado, se irguió y llamó a los hombres que esperaban tras él. Uno a uno, fue afeitando a quienes querían. De vez en cuando se detenía para afilar la cuchilla usando la piedra de afilar y la correa de cuero.

Kaladin se frotó la barba. No se afeitaba desde que estuvo en el ejército de Amaram, tanto tiempo atrás. Se puso en la fila de los hombres que esperaban. Cuando le llegó el turno, el gran comecuernos se echó a reír.

—Aféitame del todo —dijo Kaladin, sentándose en el tocón—. Prefiero no tener una barba tan rara como la tuya.

—¡Ja! —exclamó Roca, afilando la cuchilla—. Perteneces a los llanos, mi buen amigo. No está bien que lleves una
humaka'aban
. Tendría que darte una buena tunda si lo intentaras.

—Creía que habías dicho que luchar es indigno de ti.

—Se permite en algunas excepciones importantes. Ahora deja de hablar, si no quieres perder un labio.

Roca empezó a recortar la barba, luego la enjabonó y lo afeitó, empezando por la mejilla izquierda. Kaladin nunca había dejado a otra persona afeitarlo antes: la primera vez que fue a la guerra era tan joven que casi no necesitaba afeitarse. A medida que se fue haciendo mayor, se afeitó él mismo.

El toque de Roca era diestro, y Kaladin no sintió ningún corte ni picotazo. En pocos minutos, Roca dio un paso atrás. Kaladin se llevó los dedos a la barbilla. Tocando la piel lisa y sensible. Sentía la cara fría, extraña al tacto. Lo devolvió, transformado (solo un poco) al hombre que fue.

Era extraña la diferencia que podía marcar un afeitado. «Tendría que haber hecho esto hace semanas.»

Los coletazos se habían convertido en llovizna que anunciaba los últimos susurros de la tormenta. Kaladin se levantó, dejando que el agua lavara los mechones sueltos de su pecho. Dunny, con su cara de niño, el último en la cola, se sentó para que lo afeitaran. Apenas lo necesitaba.

—El afeitado te viene bien —dijo una voz. Kaladin se volvió y vio a Sigzil apoyado contra la pared del barracón, justo bajo el alero—. Tu cara tiene líneas fuertes. Cuadrada y firme, con una barbilla orgullosa. En mi pueblo diríamos que tienes cara de líder.

—No soy ningún ojos claros —dijo Kaladin, escupiendo a un lado.

—Los odias mucho.

—Odio sus mentiras. Odio haber creído que eran honorables.

—¿Y estarías dispuesto a expulsarlo? —preguntó Sigzil, curioso—. ¿A gobernar en su lugar?

—No.

Esta respuesta pareció sorprender a Sigzil. Syl apareció por fin junto a Kaladin, después de haber terminado de mecerse con los vientos de la alta tormenta. A él siempre le preocupaba (solo un poco) que se marchara con ellos y lo dejara.

—¿No tienes ningún deseo de castigar a quienes te han tratado así? —preguntó Sigzil.

—Oh, me gustaría castigarlos. Pero no tengo ningún deseo de ocupar su lugar, ni quiero unirme a ellos.

—Yo me uniría a ellos en un segundo —dijo Moash, acercándose. Cruzó los brazos sobre su musculoso pecho—. Si estuviera a cargo, las cosas cambiarían. Los ojos claros trabajarían en las minas y campos. Cargarían los puentes y morirían por las flechas parshendi.

—No sucederá —dijo Kaladin—. Pero no te lo reprocho por pensarlo.

Sigzil asintió pensativo.

—¿Alguno de vosotros ha oído hablar de la tierra de Babazarnam?

—No —respondió Kaladin, mirando hacia el campamento. Los soldados habían empezado a moverse. Varios se estaban lavando también—. Pero es un nombre curioso para un país.

Sigzil arrugó a nariz.

—Personalmente, siempre he pensado que Alezkar era un nombre ridículo. Supongo que depende de dónde te hayas criado.

—¿Entonces por qué mencionas a Babab…? —dijo Moash.

—Babazarnam —corrigió Sigzil—. Lo visité una vez, con mi amo. Tienen árboles muy peculiares. Toda la planta, con tronco incluido, se agacha cuando llega una alta tormenta, como si estuviera construida sobre goznes. Me metieron en prisión tres veces durante nuestra visita allí. Los babaz son muy quisquillosos respecto a cómo se habla. Mi amo se disgustó mucho con la cantidad que tuvo que pagar por liberarme. Naturalmente, creo que usaban cualquier excusa para encarcelar a los extranjeros, y sabían que mi amo tenía los bolsillos bien llenos —sonrió con melancolía—. Uno de esos encarcelamientos fue culpa mía. Las mujeres de allí, ya sabéis, tienen ese tipo de pauta de venas que se marcan bajo la piel. Algunos visitantes las encuentran desagradables, pero a mí me parecen hermosas. Casi irresistibles…

Kaladin frunció el ceño. ¿No había visto algo así en su sueño?

—He mencionado a los babaz porque tienen un sistema de gobierno muy curioso —continuó Sigzil—. Veréis, los mayores tienen cargos. Cuanto más mayor eres, más autoridad tienes. Todo el mundo tiene una oportunidad de gobernar, si viven lo suficiente. El rey se llama El Más Anciano.

—Parece justo —dijo Moash, acercándose para reunirse con Sigzil bajo el alero—. Mejor que decidir quién gobierna según el color de ojos.

—Ah, sí, los babaz son muy justos. Actualmente reina la dinastía Monavakah.

—¿Cómo puede haber una dinastía si eligen a sus líderes basándose en la edad? —preguntó Kaladin.

—Es bastante fácil —dijo Sigzil—. Ejecutas a todos los que son lo bastante mayores como para desafiarte.

Kaladin sintió un escalofrío.

—¿Eso hacen?

—Sí, desgraciadamente. Hay mucha inquietud en Babazarnam. Fue peligroso visitarla cuando lo hicimos. Los Monavakah se aseguran de que los miembros de su familia vivan más: desde hace cincuenta años, nadie fuera de su familia se ha convertido en El Más Anciano. Todos los demás han caído asesinados, exiliados o muertos en el campo de batalla.

—Eso es horrible —dijo Kaladin.

—Dudo que muchos estén en desacuerdo. Pero menciono estos horrores por algo: verás, en mi experiencia, no importa donde vayas, encontrarás a alguien que abusa de su poder. —Se encogió de hombros—. El color de ojos no es un método tan extraño, comparado con muchos otros que he visto. Si derrocaras a los ojos claros y pusieras en el poder a los tuyos, Moash, dudo que el mundo fuera diferente. Los abusos seguirían produciéndose. Simplemente, los sufriría otra gente.

Kaladin asintió lentamente, pero Moash negó con la cabeza.

—No. Yo cambiaría el mundo, Sigzil. Y lo digo en serio.

—¿Y cómo vas a hacerlo? —preguntó Kaladin, divertido.

—Vine a esta guerra para conseguirme una espada esquirlada. Y todavía quiero hacerlo, como sea. —Se ruborizó, y se dio la vuelta.

—¿Te enrolaste creyendo que te harían lancero? —preguntó Kaladin.

Moash vaciló antes de asentir.

—Algunos de los que se enrolaron conmigo se convirtieron en soldados, pero a la mayoría nos enviaron a las cuadrillas de los puentes. —Miró a Kaladin, la expresión sombría—. Será mejor que este plan tuyo funcione, alteza. La última vez que me escapé recibí una paliza. Me dijeron que, si lo intentaba de nuevo, acabaría con una marca de esclavo.

—Nunca he dicho que vaya a salir bien, Moash. Si tienes una idea mejor, adelante, compártela.

Moash vaciló.

—Bueno, si de verdad nos enseñas a manejar la lanza como prometiste, supongo que no importa.

Kaladin miró alrededor, comprobando con cautela que Gaz o los miembros de otras cuadrillas no estuvieran cerca.

—Habla más bajo —le murmuró a Moash—. No hables de eso fuera de los abismos.

Ya casi había dejado de llover. Las nubes pronto se abrirían.

Moash lo miró, pero permaneció en silencio.

—No creerás de verdad que te dejarían quedarte con una espada esquirlada ¿no? —dijo Sigzil.

—Cualquier hombre puede ganar una espada esquirlada —dijo Moash—. Esclavo o libre. Ojos claros u oscuros. Es la ley.

—Suponiendo que cumplan la ley —dijo Kaladin con un suspiro.

—Lo conseguiré como sea —insistió Moash. Miró a Roca, que cerraba su cuchilla y se secaba la cabeza rasurada. El comecuernos se les acercó.

—He oído hablar de ese sitio que dices, Sigzil —dijo Roca—. Babazarnam. Mi primo primo primo lo visitó una vez. Tienen caracoles muy sabrosos.

—Está a mucha distancia para un comecuernos —advirtió Sigzil.

—Casi la misma distancia que para un azishiano —dijo Roca—. ¡En realidad, mucho más, puesto que tenéis las piernas cortas!

Sigzil hizo una mueca.

—He visto a los tuyos antes —dijo Roca, cruzándose de brazos.

—¿Qué? —preguntó Sigzil—. ¿Azishianos? No somos tan raros.

—No, no tu raza. Tu tipo. ¿Cómo los llaman? ¿Visitan las tierras y le cuentan a los demás lo que han visto? Cantamundos. Sí, esa es la palabra. ¿No?

Sigzil se detuvo. Entonces se puso súbitamente en pie y se alejó del barracón sin mirar atrás.

—¿Por qué actúa así? —preguntó Roca—. Yo no me avergüenzo de ser cocinero. ¿Por qué le avergüenza ser cantamundos?

—¿Cantamundos? —dijo Kaladin.

Roca se encogió de hombros.

—No sé gran cosa. Son gente rara. Dicen que deben viajar a cada reino y hablarle a la gente de los otros reinos. Es una especie de cuentacuentos, aunque se consideran mucho más.

—Probablemente será un brillante señor en su país —dijo Moash—. Por la forma en que habla. Me pregunto cómo ha acabado con nosotros los cremlinos.

—Eh —dijo Dunny, uniéndose a ellos—. ¿Qué habláis de Sigzil? Ha prometido hablarme de mi patria.

—¿Tu patria? —le dijo Moash al joven—. Pero si eres de Alezkar.

—Sigzil dijo que estos ojos violeta míos no son nativos de Alezkar. Cree que debo tener sangre veden.

—Tus ojos no son violeta.

—Claro que lo son. Se ve con la luz del día. Son realmente oscuros.

—¡Ja! —dijo Roca—. ¡Si eres de Vedenar, somos primos! Los Picos están cerca de Vedenar. ¡A veces allí la gente tiene el pelo rojo, como nosotros!

—Alégrate de que nadie confundiera tus ojos y pensara que son rojos, Dunny —dijo Kaladin—. Moash, Roca, id a reunir vuestros subpelotones y decídselo a Teft y Cikatriz. Quiero que los hombres engrasen los chalecos y sandalias para protegerlos de la humedad.

Los hombres suspiraron, pero obedecieron. El ejército proporcionaba el aceite. Aunque los hombres de los puentes eran sacrificables, el buen cuero y el metal de las hebillas no eran baratos.

Mientras los hombres se reunían, el sol asomó entre las nubes. Kaladin agradeció el calor de la luz sobre su piel mojada por la lluvia. Había algo reparador en el frío de una alta tormenta seguida por el sol. Diminutos pólipos de rocapullos se abrieron en los laterales del edificio, bebiendo el aire húmedo. Habría que rascarlos: los rocapullos se comerían la piedra de las paredes, creando grietas y agujeros.

Los capullos eran de un escarlata intenso. Era Chachel, tercer día de la semana. Los mercados de esclavos mostrarían nuevas mercancías. Eso significaría nuevos hombres de los puentes. Yake había recibido un flechazo en el brazo durante la última carga, y Delp otro en el cuello. Kaladin no pudo hacer nada por él, y con Yake herido, el equipo se había visto reducido a veintiocho miembros capaces.

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