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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El camino de los reyes (161 page)

BOOK: El camino de los reyes
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Con un suspiro de alivio, Dalinar cruzó al galope la plataforma de madera y llegó a la meseta adjunta. Adolin y sus últimos soldados lo siguieron.

Hizo volver grupas a
Galante
y miró al este. Los parshendi corrían hacia el abismo, pero no los perseguían. Un grupo trabajaba en la crisálida en lo alto de la meseta. En el frenesí de la batalla, todos la habían olvidado. No los habían seguido antes, pero, si cambiaban de opinión ahora, podrían acosar a las fuerzas de Dalinar por el camino hasta los puentes permanentes.

Pero no lo hicieron. Formaron filas y empezaron a cantar otra de sus canciones, la misma que cantaban casa vez que las fuerzas de Adolin se retiraban. Mientras Dalinar miraba, una figura con una agrietada armadura esquirlada de color plata y una capa negra avanzó al frente. Iba sin el yelmo, pero estaba demasiado lejos para distinguir ningún rasgo en la piel roja y negra. El antiguo enemigo de Dalinar alzó su hoja esquirlada en un movimiento inconfundible. Un saludo, un gesto de respeto. Instintivamente, Dalinar invocó su espada, y diez segundos más tarde la alzó para devolver el saludo.

Los hombres retiraron el puente, separando a los ejércitos.

—Preparad un hospital de campaña —gritó Dalinar—. No dejaremos atrás a nadie con posibilidades de sobrevivir. ¡Los parshendi no nos atacarán aquí!

Sus hombres dejaron escapar un grito. De algún modo, escapar parecía mejor victoria que ninguna gema corazón que hubieran ganado. Las cansadas tropas alezi se dividieron por batallones. Ocho habían marchado a la batalla, y ocho regresaban… aunque varios solo contaban con unos pocos centenares de miembros. Los que habían sido entrenados para actuar como cirujanos de campo examinaban las filas mientras los oficiales contaban a los supervivientes. Los hombres empezaron a sentarse entre los dolospren y agotaspren, ensangrentados, algunos sin armas, muchos con los uniformes desgarrados.

En la otra meseta, los parshendi continuaban con su extraña canción.

Dalinar estudió a la cuadrilla del puente. El joven que lo había salvado era al parecer su líder. ¿Había abatido a un portador de esquirlada? Dalinar recordaba confusamente un encuentro rápido y brusco, una lanza en la pierna. Estaba claro que el joven era habilidoso y afortunado.

La cuadrilla de hombres de los puentes actuaba con mucha más coordinación y disciplina de lo que Dalinar habría esperado de hombres tan viles. No pudo esperar más. Instó a
Galante
a avanzar, cruzó el terreno de piedra y pasó ante los soldados agotados y heridos. Eso le recordó su propia fatiga, pero ahora que había tenido una oportunidad de sentarse, se recuperaba, y la cabeza ya no le resonaba.

El jefe de la cuadrilla estaba atendiendo la herida de un hombre, y sus dedos trabajaban con experiencia. ¿Un hombre con formación médica, en los puentes?

«Bueno, ¿por qué no? —pensó Dalinar—, no es más extraño que saber luchar tan bien. Sadeas había confiado en él.»

El joven alzó la cabeza. Y, por primera vez, Dalinar advirtió las marcas en su frente, ocultas por el largo cabello. El joven se levantó, el gesto hostil, y se cruzó de brazos.

—Eres digno de alabanza —dijo Dalinar—. Todos vosotros. ¿Por qué se retiró vuestro alto príncipe, solo para enviaros a por nosotros?

Varios hombres se echaron a reír.

—No nos envió —respondió el líder—. Volvimos por nuestra cuenta. Contra sus deseos.

Dalinar descubrió que asentía, y se dio cuenta de que esa era la única respuesta que tenía sentido.

—¿Por qué? ¿Por qué volvisteis a por nosotros?

El joven se encogió de hombros.

—Tú mismo permitiste que te atraparan de forma bastante espectacular.

Dalinar asintió, cansado. Tal vez debería sentirse molesto por el tono del joven, pero era la pura verdad.

—Sí, ¿pero por qué vinisteis? ¿Y cómo aprendisteis a luchar tan bien?

—Por accidente —dijo el joven.

Se volvió hacia sus heridos.

—¿Qué puedo hacer para pagarte esto?

El joven lo miró.

—No lo sé. Íbamos a huir de Sadeas, a desaparecer en la confusión. Todavía podríamos hacerlo, pero seguramente nos perseguirá para matarnos.

—Podría llevar a tus hombres a mi campamento, hacer que Sadeas os libere.

—Me temo que no nos dejará ir —dijo el hombre del puente, los ojos tristes—. Y me temo que tu campamento no nos ofrecería ninguna seguridad. Esta maniobra de Sadeas… Significará la guerra entre vosotros dos, ¿no?

¿Lo significaría? Dalinar había evitado pensar en Sadeas (sobrevivir había ocupado su mente), pero su furia hacia el otro hombre era un pozo que ardía en su interior. Se vengaría de Sadeas por esto. ¿Pero podía permitirse una guerra entre los principados? Eso destruiría Alezkar. Más aún, destruiría la casa Kholin. Dalinar no tenía soldados ni aliados para enfrentarse a Sadeas, no después de este desastre. ¿Cómo respondería Sadeas cuando Dalinar regresara? ¿Intentaría completar su trabajo, atacando? «No, pensó Dalinar. No, lo hizo así por un propósito.» Sadeas no se había enfrentado a él personalmente. Había abandonado a Dalinar, pero, según los haremos alezi, esto era otra cosa muy distinta. No quería arriesgar tampoco el reino.

Sadeas no querría una guerra declarada, y Dalinar no podía permitírsela, a pesar de su ira. Cerró el puño y se volvió a mirar al lancero.

—No habrá guerra —dijo—. Todavía no, al menos.

—Bueno, si ese es el caso, entonces al aceptarnos en tu campamento cometerás un robo —respondió el lancero—. La ley del rey, los Códigos que según mis hombres dices defender siempre, exigirán que nos devuelvas a Sadeas. No nos dejará ir tan fácilmente.

—Yo me encargaré de Sadeas. Regresad conmigo. Juro que estaréis a salvo. Lo prometo por cada esquirla de honor que tengo.

El joven lo miró a los ojos, buscando algo. Era un hombre duro para ser tan joven.

—Muy bien —dijo el lancero—. Regresaremos. No puedo dejar a mis hombres del campamento y, con tantos heridos, no tenemos los suministros adecuados para huir.

El joven volvió a su trabajo, y Dalinar cabalgó en busca de un informe de bajas. Se obligó a contener su ira hacia Sadeas. Fue difícil. No, no podía permitir que esto se convirtiera en una guerra…, pero tampoco podía dejar que las cosas volvieran a ser como antes.

Sadeas había roto el equilibrio, y nunca podría ser recuperado. No del mismo modo.

«Me lo han quitado todo. Me enfrento a quien me salvó la vida. Protejo al que mató mis promesas. Alzo mi mano. La tormenta responde.»

Tanatanev, 1173,18 segundos antes de la muerte. Madre de cuatro hijos, ojos oscuros, de sesenta y dos años.

Navani se abrió paso entre los guardias, ignorando sus protestas y las llamadas de sus damas de compañía. Se obligó a conservar la calma. ¡Tenía que conservar la calma! Lo que acababa de oír era solo un rumor. Tenía que serlo.

Por desgracia, cuanto mayor se hacía, peor se le daba mantener la adecuada tranquilidad de una brillante dama. Avivó el paso mientras atravesaba el campamento de Sadeas. Los soldados alzaban las manos para ofrecerle su ayuda o para exigirle que se detuviera. Ella ignoró ambos casos: nunca se atreverían a ponerle un dedo encima. Ser la madre del rey proporcionaba unos cuantos privilegios.

El campamento estaba desordenado y mal trazado. Zonas de mercaderes, putas y obreros que vivían en casuchas construidas a sotavento de los barracones. Goterones de crem endurecido colgaban de la mayoría de los aleros, como rastros de cera vertidos de una mesa. Era un claro contraste con las ordenadas líneas y los limpios edificios del campamento de Dalinar.

«Estará bien —se dijo—, ¡será mejor que esté bien!»

Era indicativo de su inquietud que apenas considerara mentalmente construir un nuevo trazado de calles para Sadeas. Se encaminó directamente a la zona de reunión, y cuando llegó allí encontró un ejército que no parecía haber entrado en batalla. Soldados sin sangre en los uniformes, hombres charlando y riendo, oficiales caminando por las filas y mandando retirarse a los hombres pelotón tras pelotón.

Eso debería haberla aliviado. No parecía un ejército que acabara de sufrir un desastre. En cambio, la hizo sentirse más ansiosa.

Sadeas, con su armadura esquirlada roja e ilesa, hablaba con un grupo de oficiales a la sombra de un toldo cercano. Ella se dirigió al toldo, pero aquí un puñado de guardias consiguieron cerrarle el paso, formando hombro con hombro mientras uno iba a informar a Sadeas de su llegada.

Navani cruzó los brazos, impaciente. Tal vez debería haber venido en palanquín, como habían sugerido sus camareras. Varias de ellas, con aspecto inquieto, llegaban ahora a la zona de reunión. Un palanquín sería más rápido a la larga, explicaron, ya que permitiría que enviaran mensajeros para que Sadeas pudiera recibirla.

Antaño, Navani obedecía ese tipo de protocolos. Podía recordar cuando era joven y jugaba con experiencia, encontrando formas de manipular al sistema. ¿Qué le había deparado eso? Un marido muerto a quien nunca había amado y una posición «privilegiada» en la corte que era igual que ser sacada a pastar.

¿Qué haría Sadeas si empezaba a gritar? ¿La madre del mismísimo rey, aullando como un sabueso-hacha a quien hubieran retorcido las orejas? Lo consideró mientras el soldado esperaba el momento para anunciarla ante Sadeas.

Con el rabillo del ojo, advirtió a un joven de uniforme azul que llegaba a la zona de reunión, acompañado por una pequeña guardia de honor compuesta por tres hombres. Era Renarin, quien por una vez tenía una expresión diferente a la tranquila curiosidad tan habitual en él. Con los ojos desencajados y frenético, corrió hacia Navani.

—Mashala —suplicó en voz baja—. Por favor. ¿Qué has oído?

—El ejército de Sadeas regresó sin el de tu padre —dijo Navani—. Se habla de derrota, aunque no parece que estos hombres hayan sufrido ninguna. —Miró a Sadeas, pensando seriamente en montar un numerito. Por fortuna, él habló por fin con el soldado y lo envió de vuelta.

—Puedes acercarte, brillante —dijo el hombre, inclinándose.

—Ya era hora —gruñó Navani, y lo hizo a un lado y pasó bajo el toldo. Renarin la siguió, vacilante.

—Brillante Navani —dijo Sadeas, las manos a la espalda, impresionante con su armadura carmesí—. Esperaba llevarte la noticia en el palacio de tu hijo. Supongo que un desastre como este es demasiado grande para contenerlo. Te expreso mis condolencias por la pérdida de tu hermano.

Renarin contuvo un jadeo de sorpresa.

Navani se controló, cruzando los brazos y tratando de silenciar los gritos de negación y dolor que asomaban en el fondo de su mente. Esto era una pauta. A menudo veía pautas en las cosas. En este caso, la pauta era que nunca podía poseer durante mucho tiempo nada de valor. Siempre se lo arrebataban cuando empezaba a parecer prometedor.

«Tranquila», se ordenó.

—Explícate —le dijo a Sadeas, mirándolo a los ojos. Había practicado esa mirada durante décadas, y le satisfizo ver que lo incomodaba.

—Lo siento, brillante —repitió Sadeas, tartamudeando—. Los parshendi superaron al ejército de tu hermano. Fue una locura trabajar juntos. Nuestro cambio de táctica fue tan amenazador para los salvajes que trajeron a esta batalla todos los soldados que pudieron, y nos rodearon.

—¿Y por eso dejaste a Dalinar?

—Luchamos con fuerza por alcanzarlo, pero los números eran simplemente abrumadores. ¡Tuvimos que retirarnos para no condenarnos también! Yo habría continuado luchando, de no ser porque vi con mis propios ojos caer a tu hermano aplastado por los martillos de los parshendi. —Hizo una mueca—. Empezaron a llevarse trozos de armadura esquirlada como trofeo. Bárbaros monstruosos.

Navani sintió frío. Aturdimiento. ¿Cómo podía suceder esto? Después de que por fin (por fin) hiciera que aquel hombre testarudo la viera como mujer, en vez de como hermana. Y ahora…

Y ahora…

Apretó los dientes para no echarse a llorar.

—No lo creo.

—Comprendo que la noticia es dura —Sadeas le indicó a un auxiliar que le trajera una silla—. Ojalá no me hubiera visto obligado a comunicártela. Dalinar y yo… bueno, lo conozco desde hace muchos años, y aunque no siempre compartimos el mismo punto de vista, lo consideraba un aliado. Y un amigo. —Maldijo en voz baja, mirando al este—. Pagarán por esto. Me encargaré de que paguen.

Parecía tan sincero que Navani dudó. El pobre Renarin, pálido y con los ojos muy abiertos, estaba aturdido y era incapaz de hablar. Cuando llegó la silla, Navani la rechazó, así que Renarin la ocupó, ganándose de Sadeas una mirada de desaprobación. Renarin se sujetó la cabeza con las manos y miró al suelo. Estaba temblando.

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