Los ojos muertos de Tien miraban hacia arriba.
Kaladin continuó arrodillado junto al cadáver. Tendría que haberse vendado la herida, tendría que haber vuelto a lugar seguro, pero estaba demasiado anonadado. Tan solo permaneció allí de rodillas.
—Ya era hora de que llegara —dijo una voz.
Kaladin alzó la mirada y vio a un grupo de lanceros reunidos cerca, contemplando a la caballería.
—Quería que se agruparan contra nosotros —dijo uno de los lanceros. Tenía nudos en los hombros. Varth, su jefe de pelotón. El hombre tenía ojos penetrantes. No era un bruto. Delgado, pensativo.
«Debería sentir ira —pensó Kaladin—. Debería sentir…, algo.»
Varth lo miró, y luego miró a los cadáveres de los tres jóvenes mensajeros.
—Hijo de puta —susurró Kaladin—. Los pusiste al frente.
—Uno trabaja con lo que tiene —dijo Varth, indicando a su equipo, y luego a la posición fortificada—. Si me dan hombres que no saben luchar, tengo que encontrarles otro uso.
Vaciló mientras su equipo se retiraba. Parecía lamentarlo.
—Tienes que hacer todo lo posible por seguir con vida. Convertir un problema en una ventaja siempre que puedas. Recuérdalo, si vives.
Con esas palabras, se marchó corriendo.
Kaladin bajó la cabeza. «¿Por qué no pude protegerlo?», pensó, mirando a Tien y recordando la risa de su hermano. Su inocencia, su ilusión por explorar las montañas más allá de Piedralar.
«Por favor. Por favor, déjame protegerlo. Hazlo lo suficientemente fuerte.»
Se sentía muy débil. La pérdida de sangre. Se dejó caer a un lado, y con manos cansadas, se quitó las vendas de las heridas. Y entonces, sintiéndose enormemente vacío por dentro, se tendió junto a Tien y acercó el cadáver.
—No te preocupes —susurró. ¿Cuándo había empezado a llorar?
—Te llevaré casa. Te protegeré, Tien. Te llevaré…
Abrazó el cadáver hasta que llegó la noche, mucho después del final de la batalla, aferrándose a él mientras se enfriaba lentamente.
Kaladin parpadeó. No estaba en aquel hueco con Tien. Estaba en la meseta.
Podía oír a los hombres muriendo en la distancia.
Odiaba pensar en aquel día. Casi deseaba no haber ido a buscar a Tien. Entonces no habría tenido que verlo. No habría tenido que estar allí, impotente, mientras su hermano moría.
Estaba sucediendo otra vez. Roca, Moash, Teft. Todos iban a morir. Y él yacía ahí, otra vez impotente. Apenas podía moverse. Se sentía tan vacío.
—Kaladin —susurró una voz. Parpadeó. Syl flotaba ante él—. ¿Conoces las Palabras?
—Todo lo que quería era protegerlos.
—Por eso he venido.
Las Palabras
, Kaladin.
—Van a morir. No puedo salvarlos. Yo…
Amaram mató a sus hombres delante de él.
Un portador sin nombre mató a Dallet.
Un ojos claros mató a Tien.
«¡No!»
Kaladin rodó y se obligó a incorporarse, las piernas temblando.
«¡No!»
Los hombres no habían emplazado todavía el puente cuatro. Eso le sorprendió. Seguían empujándolo sobre el abismo, los parshendi al otro lado, ansiosos, su canción cada vez más frenética. Los delirios de Kaladin habían parecido durar horas, pero habían transcurrido solo unos segundos.
«¡No!»
Tenía delante la camilla de Lopen. Había una lanza entre las botellas vacías y las vendas gastadas, reflejando la luz del sol en su hoja de acero. Le susurró. Le aterrorizó, y la amó.
«Cuando llegue el momento, espero que estés preparado. Porque este grupo te necesitará.»
Agarró la lanza, la primera arma real que empuñaba desde su exhibición en el abismo tantas semanas atrás. Entonces echó a correr. Lentamente al principio. Fue ganando velocidad. Imprudente, su cuerpo exhausto. Pero no se detuvo. Presionó hacia delante, más fuerte, cargando hacia el puente, que solo había llegado a la mitad del abismo.
Syl volaba delante de él. Miró hacia atrás, preocupada.
—¡
Las Palabras
, Kaladin!
Roca gritó cuando Kaladin cruzó el puente mientras lo movían.
La madera tembló bajo su peso. Estaba extendido sobre el abismo, pero no había alcanzado el otro lado.
—¡Kaladin! —gritó Teft—. ¿Qué estás haciendo?
Kaladin gritó al llegar al extremo del puente. Tras encontrar un diminuto arrebato de fuerza en alguna parte, alzó su lanza y se lanzó desde la plataforma de madera, impulsándose en el aire por encima del cavernoso vacío.
Los hombres del puente gritaron angustiados. Syl revoloteó preocupada a su alrededor. Los parshendi alzaron sorprendidos la cabeza al ver a un hombre solitario surcar el aire hacia ellos.
Su cuerpo agotado y exprimido apenas tenía fuerzas. En ese momento de tiempo cristalizado, contempló a sus enemigos. Parshendi de piel moteada de negro y rojo. Soldados que alzaban armas bellamente forjadas, como para abatirlo en el cielo. Desconocidos, rarezas con petos y cascos de caparazón. Muchos de ellos llevaban barba.
Barbas adornadas con brillantes gemas.
Kaladin inspiró.
Como el poder de la misma salvación, como rayos de luz surgidos de los ojos del Todopoderoso, la luz tormentosa explotó en aquellas gemas. Corrió por el aire, tirada por corrientes invisibles, como brillantes columnas de humo luminiscente. Retorciéndose, girando y trazando espirales como nubes diminutas hasta que chocaron contra él.
Y la tormenta cobró vida de nuevo.
Kaladin golpeó el saliente rocoso, las piernas súbitamente fuertes, la mente, el cuerpo y la sangre vivos de energía. Cayó agazapado, la lanza bajo el brazo, un pequeño anillo de luz tormentosa expandiéndose en una ola a su alrededor, impulsada contra las piedras por su caída. Aturdidos, los parshendi se retiraron, los ojos muy abiertos, la canción vacilante.
Un hilillo de luz tormentosa cerró las heridas de su brazo. Sonrió, la lanza ante él. Era tan familiar como el cuerpo de una amante largamente perdida.
«Las palabras», dijo una voz, urgente, como directa a su mente. En ese momento, Kaladin se sorprendió al darse cuenta de que las conocía, aunque nunca se las habían dicho.
—Yo protegeré a aquellos que no puedan protegerse —susurró.
El Segundo Ideal de los Caballeros Radiantes.
Un chasquido sacudió el aire, como un trueno enorme, aunque el cielo estaba completamente despejado. Teft retrocedió, tras terminar de colocar el puente en su sitio, y se quedó boquiabierto como el resto del Puente Cuatro. Kaladin explotaba de energía.
Un estallido de blancura brotó de él, una ola de humo blanco. Luz tormentosa. Su fuerza chocó contra la primera fila de parshendi, lanzándolos hacia atrás, y Teft tuvo que alzar la mano para protegerse de la vibración de la luz.
—Algo acaba de cambiar —susurró Moash, la mano en alto—. Algo importante.
Kaladin alzó la lanza. La poderosa luz empezó a menguar, retirándose. Un brillo más contenido empezó a brotar de su cuerpo. Radiante, como el humo de un fuego etéreo.
Cerca, algunos de los parshendi huyeron, aunque otros dieron un paso al frente, alzando desafiantes sus armas. Kaladin se volvió hacia ellos, una tormenta viviente de acero, madera y determinación.
«La llamaron la Desolación Final, pero mintieron. Nuestros dioses mintieron. Oh, cómo mintieron. La Tormenta Eterna se avecina. Oigo su susurros, veo su muralla, conozco su corazón.»
Tanatanes, 1173, 8 segundos antes de la muerte. Un trabajador itinerante azish. Muestra de particular valor.
Los soldados de azul gritaban, entonando cánticos de guerra para darse ánimos. Los sonidos eran como una avalancha que rugía detrás de Adolin mientras blandía su espada descargando salvajes manotazos. No había espacio para asumir una pose adecuada. Tenía que seguir moviéndose, despejando el camino entre los parshendi, guiando a sus hombres hacia el abismo al oeste.
El caballo de su padre y el suyo propio estaban aún a salvo, pues llevaban a algunos heridos a las filas de atrás. Sin embargo, los portadores de esquirlada no se atrevían a montar. Con tan poco espacio, los rizados serían abatidos y sus jinetes caerían.
Esta era la maniobra típica que sería imposible sin portadores. ¿Un ataque contra un enemigo superior en número? ¿Realizado por hombres agotados y heridos? Los habrían detenido y aplastado al momento.
Pero los portadores no podían ser detenidos tan fácilmente. Su armadura filtraba luz tormentosa, sus espadas de seis palmos destellaban trazando amplios arcos. Adolin y Dalinar aplastaban las defensas parshendi, creando una abertura, un hueco. Sus hombres, los mejor entrenados de los campamentos alezi, supieron aprovecharlo. Formaron una cuña tras sus portadores, abriendo los ejércitos parshendi, usando formaciones de lanceros para abrirse paso y seguir adelante.
Adolin se movía casi al trote. La inclinación de la colina obraba a su favor, dándole mejor terreno, dejando que bajaran la pendiente como chulls a la carga. La posibilidad de sobrevivir cuando lo habían dado todo por perdido dio a los hombres un arrebato de energía para efectuar un último ataque hacia la libertad.
Sus bajas fueron enormes. El ejército de Dalinar ya había perdido otros mil hombres, probablemente más. Pero no importaba. Los parshendi luchaban para matar, pero los alezi, esta vez, luchaban para vivir.
«Heraldos vivientes del cielo», pensó Teft, viendo a Kaladin luchar. Unos momentos antes, el muchacho parecía a punto de morir, la piel de un color gris apagado, las manos temblorosas. Ahora era un remolino brillante, una tormenta que empuñaba una lanza. Teft había conocido muchos campos de batalla, pero nunca había visto nada ni remotamente parecido. Kaladin defendía el terreno ante el puente él solo. La blanca luz tormentosa fluía de él como un ardiente incendio. Su velocidad era increíble, casi inhumana, y también su precisión: cada movimiento de la lanza golpeaba un cuello, un costado u otro objetivo de carne parshendi descubierto.
Era más que luz tormentosa. Teft solo tenía recuerdos dispersos de las cosas que su familia había intentado enseñarle, pero esos recuerdos coincidían todos. La luz tormentosa no te daba habilidad. No podía convertir a un hombre en algo que no era. Ampliaba, reforzaba, revigorizaba.
Perfeccionaba.
Kaladin se agachó, golpeando con la culata de la lanza la pierna de un parshendi y derribándolo. Se levantó para bloquear un hacha deteniendo el mango con el de su hacha. Soltó una mano, haciendo resbalar la punta de la lanza por debajo del brazo del parshendi y clavándosela en la axila. Mientras el parshendi caía, Kaladin liberó su lanza y golpeó la cabeza de un parshendi que se había acercado demasiado. La culata se rompió con una lluvia de, y el yelmo caparazón del parshendi explotó.
No, esto no era solo la luz tormentosa. Esto era un maestro de la lanza con su capacidad aumentada a niveles extraordinarios.
Sorprendidos, los hombres del puente se congregaron en torno a Teft, cuyo brazo herido no parecía dolerle como debería.
—Es como si fuera parte del mismo viento —dijo Drehy—. Bajado a tierra y encarnado. No es un hombre. Es un spren.
—¿Sigzil? —preguntó Cikatriz, los ojos muy abiertos—. ¿Has visto alguna vez algo igual?
El hombre de piel oscura negó con la cabeza.
—Padre Tormenta —susurró Peet—. ¿Qué…, qué es?
—Es nuestro jefe de puente —dijo Teft, saliendo de su embobamiento. Al otro lado del abismo, Kaladin esquivó por los pelos el golpe de una maza parshendi—. ¡Y necesita nuestra ayuda! Equipos uno y dos, encargaos del lado derecho. No dejéis que los parshendi lo rodeen. ¡Equipos tres y cuatro, conmigo por la derecha! Roca y Lopen, preparaos para recuperar a los heridos. Los demás, formación en muralla. No ataquéis, permaneced con vida y obligadlos a retroceder. ¡Y, Lopen, tírale una lanza que no esté rota!
Dalinar rugió al abatir a un grupo de espadachines parshendi. Pasó por encima de sus cadáveres, subió corriendo una pequeña pendiente y se lanzó de un salto contra los parshendi de abajo, barriendo con su espada. Su armadura era un peso enorme sobre su espalda, pero la energía de la lucha lo mantenía en movimiento. La Guardia de Cobalto, los pocos miembros que quedaban, rugieron y saltaron tras él.
Estaban condenados. Aquellos hombres del puente estarían ya muertos. Pero Dalinar los bendecía por su sacrificio. Podría no haber tenido sentido como fin, pero había cambiado el viaje. Así era como los soldados debían caer, no acorralados y asustados, sino luchando con pasión.
No se deslizaría en la oscuridad sin resistirse. No. Gritó de nuevo su desafío mientras cargaba contra un grupo de parshendi, girando y alzando su espada esquirlada en un amplio círculo. Se abrió paso entre los parshendi muertos, sus ojos ardiendo mientras caían.
Y Dalinar llegó a terreno descubierto.
Parpadeó, aturdido. «Lo logramos. Nos abrimos paso», pensó incrédulo. Tras él, los soldados rugían, sus voces cansadas parecían casi tan sorprendidas como él mismo. Justo delante, un último grupo parshendi se encontraba entre Dalinar y el abismo. Pero estaban de espaldas a ellos. ¿Por qué…?
Los hombres del puente.
Los hombres del puente estaban combatiendo. Dalinar se quedó boquiabierto y sus brazos entumecidos bajaron a Juramentada. Aquel pequeño grupo de hombres defendía el puente, luchando a la desesperada contra los parshendi que intentaban repelerlos.
Era la acción más asombrosa y gloriosa que Dalinar había visto en su vida.