Elhokar rodó, pero logró apoyar una mano en el suelo y ponerse de rodillas, la otra mano al costado. Una vaharada de niebla apareció mientras invocaba su espada.
Dalinar le dio una patada en la mano justo cuando la hoja esquirlada aparecía en ella. El golpe soltó la espada, que volvió a convertirse en bruma.
Frenético, Elhokar le descargó un puñetazo a Dalinar, pero este lo detuvo y luego extendió la mano y puso al rey en pie. Empujó a Elhokar hacia delante y dio un puñetazo en el peto. Elhokar se debatió, pero Dalinar repitió el movimiento, aplastando su guantelete contra la armadura y quebrando el refuerzo de acero que envolvía sus dedos, lo que hizo que el rey gimiera.
El siguiente golpe quebró el peto de Elhokar, una explosión de esquirlas fundidas.
Dalinar tiró al rey al suelo. Elhokar pugnó por volver a levantarse, pero el peto era un foco de poder para la armadura esquirlada. Perderlo significaba que los brazos y las piernas se volvían pesados. Se arrodilló junto al rey, que intentaba resistir. La espada esquirlada de Elhokar volvía a formarse en su mano, pero Dalinar agarró la muñeca del rey y la aplastó contra el suelo de piedra, soltando de nuevo la hoja, que se desvaneció convertida en bruma.
—¡Guardias! —chilló Elhokar—. ¡Guardias, guardias, guardias!
—No vendrán, Elhokar —dijo Dalinar en voz baja—. Son mis hombres, y les he dado órdenes de no entrar, de no permitir la entrada a nadie, no importa lo que oigan. Aunque eso incluyera súplicas de ayuda por tu parte. —Elhokar guardó silencio—. Son mis hombres, Elhokar —repitió Dalinar—. Yo los entrené. Yo los coloqué aquí. Siempre me han sido leales.
—¿Por qué, tío? ¿Qué estás haciendo? Por favor, dímelo. —Estaba al borde del llanto.
Dalinar se agachó, acercándose tanto que podía oler el aliento del rey.
—La cincha de tu caballo durante la cacería —dijo en voz baja—. La cortaste tú mismo, ¿verdad?
Elhokar abrió todavía más los ojos.
—Las sillas fueron cambiadas antes de que llegaras a mi campamento —dijo Dalinar—. Lo hiciste porque no querías estropear tu silla favorita cuando se soltara del caballo. Lo planeaste, hiciste que sucediera. Por eso estabas tan seguro de que cortaron la cincha.
Estremeciéndose, Elhokar asintió.
—¡Alguien intentaba matarme, pero no me creías! Yo… ¡Me preocupaba que fueras tú! Así que decidí… Decidí…
—Cortar tu propia cincha para crear un atentado visible y aparente contra tu vida. Algo que haría que Sadeas o yo investigáramos.
Elhokar vaciló antes de volver a asentir.
Dalinar cerró los ojos, exhaló lentamente.
—¿No te das cuenta de lo que hiciste, Elhokar? ¡Hiciste que todos los campamentos sospecharan de mí! Le diste a Sadeas una oportunidad para destruirme. —Abrió los ojos y miró al rey.
—Tenía que saberlo —susurró Elhokar—. No podía confiar en nadie.
Gimió bajo el peso de Dalinar.
—¿Y las gemas rotas de tu armadura esquirlada? ¿Las colocaste tú también?
—No.
—Entonces tal vez descubriste algo —dijo Dalinar con un gruñido—. Supongo que no se te puede echar toda la culpa.
—¿Me dejarás levantarme?
—No —Dalinar se inclinó más. Colocó una mano contra el pecho del rey. Elhokar dejó de debatirse y lo miró aterrorizado—. Si aprieto, morirás. Tus costillas se quebrarán como ramitas, tu corazón se aplastará como una uva. Nadie me lo reprocharía. Todos susurran que el Aguijón Negro tendría que haber ocupado el trono hace años. Tu guardia me es leal. No habría nadie para vengarte. No le importaría a nadie.
Elhokar jadeó cuando Dalinar apretó ligeramente.
—¿Comprendes? —preguntó Dalinar en voz baja.
—¡No!
Dalinar suspiró. Entonces soltó al joven y se levantó. Elhokar tomó aire, jadeando.
—Tu paranoia puede ser infundada, o no —dijo Dalinar—. Sea como sea, tienes que comprender una cosa. No soy tu enemigo.
Elhokar frunció el ceño.
—¿Entonces no vas a matarme?
—¡Tormentas, no! Te quiero como a un hijo, muchacho.
Elhokar se frotó el pecho.
—Tienes…, unos instintos paternales muy raros.
—Me he pasado años siguiéndote. Te he ofrecido mi lealtad, mi devoción y mi consejo. Me juré a mí mismo que nunca ansiaría el trono de Gavilar. Me hice esa promesa, ese juramento. Todo por mantener mi corazón leal. A pesar de esto, no te fías de mí. Hiciste ese numerito con la cincha, implicándome, dando a nuestros enemigos la posibilidad de maniobrar contra ti sin saberlo.
Dalinar dio un paso hacia el rey. Elhokar se estremeció.
—Bien, ahora lo sabes —dijo Dalinar, con voz dura—. Si hubiera querido matarte, Elhokar, podría haberlo hecho más de una docena de veces. Más de un centenar de veces. Parece que no aceptas la lealtad y la devoción como prueba de mi sinceridad. Bueno, si actúas como un niño, hay que tratarte como a tal. Ahora sabes, con seguridad, que no te quiero muerto. ¡Porque, si quisiera, te habría aplastado el pecho y habría acabado de una vez! —Miró al rey a los ojos—. ¿Lo entiendes?
Lentamente, Elhokar asintió.
—Bien. Mañana vas a nombrarme alto príncipe de la guerra.
—¿Qué?
—Sadeas me traicionó hoy —dijo Dalinar. Se acercó a la mesa rota, apartando las piezas a patadas. El sello del rey salió rodando de su cajón. Lo recogió—. Casi seis mil de mis hombres fueron masacrados. Adolin y yo apenas logramos sobrevivir.
—¿Qué? —dijo Elhokar, obligándose a sentarse—. ¡Eso es imposible!
—Nada de eso —respondió Dalinar, mirando a su sobrino—. Vio una oportunidad de retirarse y dejar que los parshendi nos destruyeran. Así que la aprovechó. Una acción muy alezi. Despiadada, pero que le permitía fingir honor o moralidad.
—¿Entonces…, esperas que lo lleve a juicio?
—No. Sadeas no es peor, ni mejor, que los demás. Cualquiera de los altos príncipes traicionaría a sus camaradas si vieran una posibilidad de hacerlo sin correr riesgos. Pretendo encontrar un modo de unirlos y no solo de nombre. Ya veré. Mañana, una vez me nombres alto príncipe de la guerra, le daré mi armadura a Renarin para cumplir una promesa. Ya he dado mi espada para cumplir otra distinta. —Se acercó, miró de nuevo a Elhokar a los ojos, y luego empuñó el sello del rey—. Como alto príncipe de la guerra, aplicaré los Códigos en los diez campamentos. Luego coordinaré directamente los esfuerzos de guerra, decidiendo qué ejércitos han de participar en cada asalto a las mesetas. Todas las gemas corazón serán para el trono, y las repartirás como trofeos. Convertiremos esta competición en una guerra de verdad, y la utilizarás para convertir a estos diez ejércitos nuestros, y a sus líderes, en auténticos soldados.
—¡Padre Tormenta! ¡Nos matarán! ¡Los altos príncipes se rebelarán! ¡No duraré una semana!
—No les hará gracia, eso es seguro. Y, sí, esto implicará mucho peligro. Tendremos que ser mucho más cuidadosos con nuestra guardia. Si tienes razón, y alguien intenta matarte, deberíamos hacerlo de todas formas.
Elhokar lo miró, luego contempló los muebles rotos. Se frotó el pecho.
—Hablas en serio ¿verdad?
—Sí. —Le lanzó el sello a Elhokar—. Vas a hacer que tus escribas redacten mi nombramiento en cuanto salga de aquí.
—Pero creí que dijiste que era un error obligar a los hombres a cumplir los Códigos. ¡Dijiste que la mejor forma de cambiar a la gente era vivir de manera justa y dejar que tu ejemplo los influyera!
—Eso fue antes de que el Todopoderoso me mintiera —dijo Dalinar. Todavía no sabía cómo interpretar aquello—. Gran parte de lo que te he dicho lo aprendí de
El camino de los reyes
. Pero no comprendía una cosa. Nohadon escribió el libro al final de su vida, después de crear el orden…, después de obligar a los reinos a unirse, después de reconstruir las tierras que habían caído en la Desolación.
»El libro fue escrito para encarnar un ideal. Se entregó a una gente que ya tenía el impulso de hacer lo que era adecuado. Ese fue mi error. Antes de que nada de esto pueda funcionar, nuestra gente necesita tener un nivel mínimo de honor y dignidad. Adolin me dijo algo hace unas semanas, algo profundo. Me preguntó por qué obligaba a mis hijos a cumplir tan altas expectativas, pero dejaba que los demás fueran a su aire sin condenarlos.
»He estado tratando a los otros altos príncipes y sus ojos claros como a adultos. Un adulto puede coger un principio y adaptarlo a sus necesidades. Pero no estamos preparados para eso todavía. Somos niños. Y cuando se le enseña a un niño, se le exige que haga lo que está bien hasta que sea lo bastante mayor para tomar sus propias decisiones. Los Reinos Plateados no empezaron siendo bastiones de honor unificados y gloriosos. Fueron entrenados así, criados, como jóvenes nutridos hasta la madurez.
Dio un paso adelante y se arrodilló delante de Elhokar. El rey seguía frotándose el pecho, su armadura esquirlada parecía rara sin la pieza central.
—Vamos a hacer algo grande de Alezkar, sobrino —dijo Dalinar en voz baja—. Los altos príncipes hicieron su juramento a Gavilar, pero ahora lo ignoran. Bien, es hora de dejar de permitírselo. Vamos a ganar esta guerra, y vamos a convertir Alezkar en un lugar que los hombres volverán a envidiar. No por nuestra habilidad militar, sino porque aquí la gente estará segura y porque la justicia reinará. Vamos a hacerlo… o tú y yo vamos a morir en el empeño.
—Lo dices con avidez.
—Porque por fin sé exactamente lo que tengo que hacer —dijo Dalinar, irguiéndose—. Intentaba ser Nohadon el pacificador. Pero no lo soy. Soy el Aguijón Negro, general y caudillo. No tengo talento para la política de salón, pero soy muy bueno entrenando a las tropas. A partir de mañana, todos los hombres de este campamento serán míos. Por lo que a mí respecta, todos son reclutas pelones. Incluso los altos príncipes.
—Suponiendo que yo haga el nombramiento.
—Lo harás. Y a cambio prometo averiguar quién intenta matarte.
Elhokar hizo una mueca y empezó a quitarse la armadura pieza a pieza.
—Después de que haga ese nombramiento, descubrir quién intenta matarme será fácil. ¡Puedes poner todos los nombres de los campamentos en la lista!
Dalinar sonrió ampliamente.
—Entonces al menos no tendremos que hacer cábalas. No pongas esa cara, sobrino. Has aprendido algo hoy. Tu tío no quiere matarte.
—Solo quiere convertirme en blanco.
—Por tu propio bien, hijo —dijo Dalinar, dirigiéndose a la puerta—. No te inquietes demasiado. Tengo planes muy claros para mantenerte con vida.
Abrió la puerta y descubrió a un nervioso grupo de guardias manteniendo a raya a un nervioso grupo de criados y ayudantes.
—Se encuentra bien —les dijo—. ¿Veis?
Se hizo a un lado y los dejó pasar para que atendieran a su rey.
Dalinar dio media vuelta para marcharse. Entonces titubeó.
—Oh. ¿Elhokar? Tu madre y yo nos estamos haciendo la corte. ¿Querrás empezar a acostumbrarte a eso?
A pesar de todo lo demás que había sucedido en los últimos minutos, esto provocó una expresión de puro asombro en el rey. Dalinar sonrió y cerró la puerta, para marcharse con paso firme.
Casi todo lo demás estaba mal todavía. Seguía furioso con Sadeas, dolorido por la pérdida de tantos hombres, confuso respecto a qué hacer con Navani, aturdido por sus visiones e intimidado por la idea de unir a los campamentos.
Pero al menos ahora tenía algo en lo que trabajar.
FIN DE LA CUARTA PARTE
EL SILENCIO DE ARRIBA
Shallan * Dalinar * Kaladin * Szeth * Sagaz
Shallan yacía en silencio en la cama de su habitacioncita en el hospital. Había llorado hasta quedarse sin lágrimas, y luego había vomitado en la bacina por lo que había hecho. Se sentía desgraciada.
Había traicionado a Jasnah. Y Jasnah lo sabía. De algún modo, decepcionar a la princesa era peor que el robo mismo. Todo su plan había sido una locura desde el principio.
Además, Kabsal estaba muerto. ¿Por qué se sentía tan mal por eso? Era un asesino que intentaba asesinar a Jasnah y estaba dispuesto a arriesgar su vida para conseguir sus objetivos. Y sin embargo, lo echaba de menos. Jasnah no había parecido sorprendida de que alguien quisiera matarla; tal vez los asesinos eran parte común de su vida. Probablemente consideraba a Kabsal un encallecido asesino, pero él se había portado bien con ella. ¿Era posible que todo hubiera sido mentira?
«Tuvo que ser sincero hasta cierto punto. Si yo no le importaba ¿por qué insistió tanto en que tomara la mermelada?», se dijo, enroscada en la cama.
Le había tendido a ella el antídoto primero, en vez de tomarlo él mismo.
«Y sin embargo, acabó por tomarlo. Se metió en la boca ese dedo lleno de mermelada. ¿Por qué no lo salvó el antídoto?»
La pregunta empezó a abrumarla. Entonces advirtió otra cosa, algo en lo que tendría que haber reparado antes, si no hubiera estado distraída con su propia traición.
Jasnah había comido el pan.
Shallan se irguió, apretándose contra el cabecero de la cama, abrazándose. «Lo comió pero no se envenenó. Mi vida no tiene sentido últimamente. Las criaturas con las cabezas extrañas, el lugar del cielo oscuro, la animación…, y ahora esto.»
¿Cómo había sobrevivido Jasnah? ¿Cómo?
Con dedos temblorosos, Shallan cogió la bolsita de la mesilla de noche. Dentro encontró la esfera de granate que Jasnah había utilizado para salvarla. Desprendía una luz débil: la mayor parte había sido utilizada en la animación. Pero era suficiente para poder iluminar su libreta. Jasnah probablemente ni se había molestado en mirarla. Despreciaba las artes visuales. Junto a la libreta estaba el libro que le había dado.
El Libro de las páginas interminables
. ¿Por qué lo había dejado?