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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El camino de los reyes (159 page)

BOOK: El camino de los reyes
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Adolin dejó escapar un grito y avanzó entre los parshendi hasta situarse a la izquierda de Dalinar. La armadura del joven estaba arañada, agrietada y abollada, y su yelmo se había roto, dejando su cabeza peligrosamente expuesta. Pero su rostro estaba exultante.

—¡Id, id! —gritó Dalinar, señalando—. ¡Dadles apoyo, tormentas! ¡Si esos hombres caen, estamos todos muertos!

Adolin y la Guardia de Cobalto arremetieron.
Galante
y
Sangre Segura
, el ryshadio de Adolin, pasaron al galope, llevando cada uno a tres heridos. Dalinar odiaba dejar a tantos heridos en las pendientes, pero los Códigos eran claros. En este caso, proteger a los hombres que pudiera salvar era lo más importante.

Dalinar se volvió para atacar al cuerpo principal de parshendi a su izquierda, asegurándose de dejar un pasillo abierto para sus tropas. Muchos de los soldados corrieron hacia la seguridad, aunque varios pelotones demostraron su temple formando a los lados para seguir luchando, abriendo aún más el hueco. El sudor había empapado el pañuelo atado al yelmo de Dalinar y se le colaba por el ojo izquierdo. Maldijo, extendió la mano para abrir la visera…, y entonces se detuvo.

Las tropas enemigas abrían paso. Allí, alzándose entre ellos, había un parshendi gigantesco de más de dos metros de altura con una centelleante armadura esquirlada de color plateado. Le encajaba como solo podía hacerlo una armadura esquirlada, moldeándose a su gran estatura. Su hoja esquirlada era picuda y retorcida, como llamas convertidas en metal. La alzó hacia Dalinar en gesto de saludo.

—¿Ahora? —gritó Dalinar incrédulo—. ¿Ahora vienes?

El portador de esquirlada dio un paso adelante, las botas de acero resonaron contra la piedra. Los otros parshendi retrocedieron.

—¿Por qué no antes? —exigió Dalinar, colocándose rápidamente en la pose del viento, parpadeando contra el sudor que le molestaba el ojo izquierdo. Se hallaba cerca de la sombra de una gran formación rocosa oblonga con forma de libro puesto de lado—. ¿Por qué esperar toda la batalla solo para atacar ahora? Cuando…

Cuando Dalinar estaba a punto de escapar. Aparentemente el portador parshendi habría estado dispuesto a que sus camaradas se lanzaran contra Dalinar cuando parecía seguro que iba a caer. Tal vez dejaban que los soldados normales intentaran conseguir esquirladas, como se hacía en los ejércitos humanos. Ahora que Dalinar podía escapar, la pérdida potencial de una espada y una armadura era demasiado grande, y por eso habían enviado al portador de esquirlada a luchar con él.

El portador avanzó, hablando en la pastosa lengua parshendi. Dalinar no entendió ni una sola palabra. Alzó su espada y asumió la pose. El parshendi dijo algo más, luego gruñó y dio un paso al frente, blandiendo su hoja.

Dalinar maldijo para sus adentros, todavía con el ojo izquierdo cegado. Dio un paso atrás, blandió su espada y apartó el arma enemiga. El golpe sacudió a Dalinar por dentro de su armadura. Sus músculos respondieron con torpeza. La luz tormentosa escapaba aún por las grietas de su armadura, pero menguaba. No pasaría mucho tiempo antes de que la armadura dejara de responder.

El portador parshendi volvió a atacar. Su pose era desconocida para Dalinar, pero había en ella algo practicado. No era un salvaje que jugara con un arma poderosa. Era un portador entrenado. Dalinar se vio una vez más obligado a detener el golpe, algo que la pose del viento no contemplaba. Sus músculos cargados por el peso eran demasiado lentos para esquivar, y su armadura estaba demasiado resquebrajada para que se arriesgara a dejarse golpear.

El impacto casi rompió su pose. Apretó los dientes, apoyó su peso tras su arma e intencionadamente exageró el contragolpe. Las espadas se encontraron con un tañido furioso, levantando una lluvia de chispas, como un cubo de metal fundido lanzado al aire.

Dalinar se recuperó rápidamente y se lanzó adelante, tratando de dar un golpe con el hombro contra el pecho de su enemigo. Sin embargo, el parshendi rebosaba todavía de poder, con la armadura ilesa. Se apartó y estuvo a punto de alcanzar a Dalinar en la espalda.

Dalinar se retorció justo a tiempo. Entonces se volvió y saltó a una pequeña formación rocosa, luego pasó a un risco más alto y alcanzó la cima. El parshendi lo siguió, como esperaba. El precario asidero aumentaba el riesgo, cosa que le parecía bien. Un solo golpe podría destruir a Dalinar. Eso significaba correr riesgos.

Mientras el parshendi se acercaba a la cima de la formación, Dalinar atacó, usando la ventaja del terreno elevado y el asidero más seguro. El parshendi no se molestó en esquivar. Recibió un golpe en el yelmo, que se resquebrajó, pero tuvo la oportunidad de atacarle a las piernas.

Dalinar saltó atrás, sintiéndose dolorosamente lento. Apenas logró apartarse y no pudo descargar un segundo golpe mientras el parshendi subía a lo alto de la formación.

El parshendi hizo una finta agresiva. Apretando los dientes, Dalinar alzó el antebrazo para bloquear y se lanzó al ataque, invocando a los Heraldos para que la armadura desviara el golpe. La hoja parshendi lo alcanzó, rompiendo la armadura, enviando una descarga por todo el brazo de Dalinar. El guantelete de pronto le pareció un peso muerto, pero Dalinar siguió moviéndose, preparando su espada para atacar.

No a la armadura del parshendi, sino a la piedra que tenía detrás.

Mientras las esquirlas fundidas del antebrazo de Dalinar saltaban al aire, cortó el saliente de roca bajo los pies de su oponente. Toda la sección se soltó, enviando al portador a tumbos por el suelo. Golpeó con fuerza.

Dalinar descargó el puño (el que tenía la protección rota) contra el suelo y soltó el guantelete. Alzó al aire la mano libre, sintiendo que el sudor se helaba. Dejó el guantelete (no funcionaría bien ahora que la pieza del antebrazo estaba rota) y rugió mientras blandía la espada con una sola mano. Cortó otro trozo de roca y la envió rodando hacia el portador.

El parshendi se puso en pie, pero la roca le cayó encima, levantando un chorro de luz tormentosa y un grave sonido de ruptura. Dalinar bajó, intentando alcanzar al parshendi mientras todavía estaba quieto. Por desgracia, arrastraba la pierna derecha, y cuando llegó al suelo, cojeaba. Si se quitaba la bota, no podría sostener el resto de la armadura.

Rechinó los dientes y se detuvo al ver que el parshendi se incorporaba. Había sido demasiado lento. La armadura del parshendi, aunque agrietada en varios lugares, no estaba tan dañada como la de Dalinar.

Había conseguido retener su espada esquirlada, algo impresionante. Inclinó la cabeza, los ojos ocultos tras la rendija del yelmo. Alrededor de los dos guerreros, los demás parshendi observaban en silencio, formando un círculo, pero sin interferir.

Dalinar alzó su espada, empuñándola con una mano enguantada y la otra desnuda. Notaba la brisa helada en la mano expuesta y pegajosa.

No tenía sentido correr. Lucharía ahí.

Por primera vez en muchos, muchos meses, Kaladin se sintió plenamente consciente y vivo.

La belleza de la lanza, silbando en el aire. La unidad de cuerpo y mente, manos y pies reaccionando instantáneamente, más rápida de lo que podían formarse los pensamientos. La claridad y familiaridad de las viejas posturas de la lanza, aprendidas durante la época más terrible de su vida.

El arma era una extensión de sí mismo: la movía con tanta facilidad y tan instintivamente como hacía con sus dedos. Se dio la vuelta y abatió a los parshendi, desquitándose de aquellos que habían matado a tantos amigos suyos. Venganza por todas y cada una de las flechas lanzadas contra su carne.

Con la luz tormentosa latiendo dentro de él, sentía el ritmo de la batalla. Casi al compás de la canción parshendi.

Y ellos cantaban. Se habían recuperado tras haberlo visto beber la luz tormentosa y pronunciar las Palabras del Segundo Ideal. Atacaban ahora en oleadas, intentando llegar al puente y empujarlo al abismo. Algunos habían saltado al otro lado para atacar desde esa dirección, pero Moash había dirigido a los hombres para que respondieran allí. Sorprendentemente, aguantaban.

Syl revoloteaba en torno a Kaladin, un borrón que cabalgaba las olas de luz tormentosa que brotaban de su piel, moviéndose como una hoja en los vientos de una tormenta. Embelesada. Él nunca la había visto así.

No hacía ninguna pausa entre sus ataques: en cierto modo, solo había un ataque, ya que cada golpe fluía directamente hacia el siguiente. Su lanza no se detenía nunca, y junto con sus hombres, hicieron retroceder a los parshendi, aceptando cada desafío cuando avanzaban en parejas.

Muerte. Masacre. La sangre volaba por el aire y los moribundos gemían a sus pies. Trató de no prestar demasiada atención a eso. Eran el enemigo. Sin embargo, la pura gloria de lo que hacía parecía compensada con la desolación que causaba.

Estaba protegiendo. Estaba salvando. Sin embargo, mataba. ¿Cómo podía algo tan terrible ser tan hermoso al mismo tiempo?

Esquivó el ataque de una hermosa espada plateada, luego desvió la lanza a un lado y aplastó las costillas del enemigo. La hizo girar, aplastando su longitud ya fracturada contra el costado del camarada del parshendi. Arrojó los restos a un tercer hombre, luego cogió una lanza nueva que le arrojó Lopen. El herdaziano las cogía de los alezi caídos y se las daba a Kaladin cuando las necesitaba.

Cuando te enfrentabas a un hombre, aprendías algo de él. ¿Eran tus enemigos cuidadosos y precisos? ¿Avanzaban de manera agresiva y dominante? ¿Te gritaban maldiciones para enfurecerte? ¿Eran implacables, o dejaban vivir a un incapacitado?

Le impresionaban los parshendi. Combatió a docenas de ellos, cada uno con un estilo de lucha ligeramente distinto. Parecía que le enviaban solo dos o cuatro cada vez. Sus ataques eran cuidadosos y controlados, y cada pareja luchaba como un equipo. Parecían respetarlo por su habilidad.

Lo más revelador era que parecían abstenerse de luchar contra Cikatriz o Teft, que estaban heridos, y se concentraban en Kaladin, Moash y los otros lanceros que mostraban más habilidad. No eran los salvajes incultos y bestiales que esperaban. Eran soldados profesionales que tenían una ética de batalla honorable que Kaladin no había visto en la mayoría de los alezi. En ellos encontraba lo que siempre había esperado encontrar en los soldados de las Llanuras Quebradas.

Esa comprensión lo hizo estremecerse. Se dio cuenta de que estaba respetando a los parshendi mientras los mataba.

En el fondo, la tormenta de su interior lo impulsaba hacia delante. Había elegido un rumbo, y estos parshendi masacrarían al ejército de Dalinar Kholin sin un momento de vacilación. Kaladin se había comprometido. Se encargaría de que sus hombres y él llegaran hasta el final.

No estaba seguro de cuánto tiempo luchó. El Puente Cuatro aguantó de manera notable. Sin duda, no lucharon mucho tiempo, pues de otro modo habrían sido abrumados. Sin embargo la multitud de parshendi heridos y moribundos alrededor de Kaladin parecía indicar que habían sido horas.

Se sintió aliviado y extrañamente decepcionado cuando una figura con armadura se abrió paso entre las filas parshendi, liderando un torrente de soldados de azul. Reacio, dio un paso atrás, el corazón redoblando, la tormenta en su interior contenida. La luz había dejado de brotar ostensiblemente de su cuerpo. El continuo suministro de parshendi con gemas en las trenzas lo había impulsado en la primera parte de la lucha, pero los posteriores lo habían atacado ya sin gemas. Otra indicación de que no eran los necios subhumanos que los ojos claros decían que eran. Habían visto lo que estaba haciendo, y aunque no lo hubieran comprendido, lo contrarrestaron.

Tenía suficiente luz como para no desplomarse. Pero mientras los alezi hacían retirarse a los parshendi, advirtió lo oportuna que había sido su llegada.

«Tengo que tener mucho cuidado con esto», pensó. La tormenta en su interior le hacía ansiar moverse y atacar, pero usarla secaba su cuerpo. Cuanto más la utilizaba, y más rápido, peor era cuando se quedaba sin ella.

Los soldados alezi formaron un perímetro de defensa a ambos lados del puente, y los agotados miembros de la cuadrilla se retiraron, muchos se sentaron y atendieron sus heridas. Kaladin corrió hacia ellos.

—¡Informe!

—Tres muertos —dijo Roca, sombrío, arrodillado junto a los cadáveres que había recuperado. Malop, Desorejado Jaks y Narm.

Kaladin frunció el ceño, apenado. «Alégrate de que los demás viven», se dijo. Era fácil de pensar, duro de aceptar.

—¿Cómo estáis los demás?

Cinco más tenían heridas graves, pero Roca y Lopen los habían atendido. Esos dos habían aprendido bien las lecciones de Kaladin. Había poco más que pudiera hacer por los heridos. Miró el cadáver de Malop. El hombre había recibido un hachazo en el brazo que le había cercenado y roto el hueso. Había muerto desangrado. Si Kaladin no hubiera estado luchando, habría podido…

«No. Nada de lamentos por ahora.»

—Cruzad. —Señaló a los hombres—. Teft, estás al mando. Moash, ¿eres lo bastante fuerte para quedarte conmigo?

—Claro —dijo Moash, con una sonrisa en el rostro ensangrentado. Parecía entusiasmado, no exhausto. Los tres muertos eran de su grupo, pero los otros y él habían luchado de manera notable.

Los otros hombres del puente se retiraron. Kaladin se volvió a inspeccionar a los soldados alezi. Era como mirar un puesto de socorro en campaña. Cada hombre tenía algún tipo de herida. Los del centro avanzaban a trompicones, cojeando. Los de los flancos todavía combatían, los uniformes ensangrentados y rotos. La retirada se había convertido en un caos.

Se abrió paso entre los heridos, indicándoles que cruzaran el puente. Algunos obedecieron. Otros lo miraron aturdidos. Kaladin corrió a un grupo que parecía en mejor forma.

—¿Quién está aquí al mando?

—Es… —El rostro del soldado tenía un corte en la mejilla—. El brillante señor Dalinar.

—Mando inmediato. ¿Quién es vuestro capitán?

—Está muerto —respondió el hombre—. Y mi jefe de compañía. Y su segundo.

«Padre Tormenta», pensó Kaladin.

—Cruzad el puente —dijo, y siguió adelante—. ¡Necesito un oficial! ¿Quién comanda la retirada?

Por delante pudo distinguir una figura con una armadura esquirlada azul llena de grietas que luchaba al frente. Debía de ser el hijo de Dalinar, Adolin. Estaba ocupado repeliendo a los parshendi. Molestarlo no sería oportuno.

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