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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El camino de los reyes (13 page)

BOOK: El camino de los reyes
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La tormenta continuó soplando, sacudiendo la carreta. Estos vientos parecían en ocasiones seres vivos. ¿Y quién podía decir que no lo eran? ¿Eran los vientospren atraídos por las ráfagas de viento, o eran ellos mismos las ráfagas de viento? ¿Las almas de la fuerza que ahora querían con tanto ímpetu destruir la carreta de Kaladin?

Esa fuerza, sentiente o no, fracasó. Las carretas estaban encadenadas a los peñascos cercanos y sus ruedas trabadas. Las ráfagas de viento se fueron haciendo más letárgicas. Los relámpagos dejaron de destellar, y el enloquecedor tamborileo de la lluvia se convirtió en un suave repique. Solo una vez durante el viaje había volcado una carreta en una alta tormenta. Tanto el vehículo como los esclavos que transportaba habían sobrevivido con unas cuantas marcas y magulladuras.

El lado de madera a la derecha de Kaladin se estremeció de repente, y entonces se abrió cuando Bluth descorrió los cerrojos. El mercenario llevaba un jubón de cuero para protegerse de la lluvia, y del ala de su sombrero chorreó agua mientras exponía los barrotes, y sus ocupantes, a la lluvia. Estaba fría, aunque no era tan penetrante como durante el apogeo de la tormenta. Roció a Kaladin y los esclavos acurrucados. Tvlakv siempre ordenaba descubrir las carretas antes de que dejara de llover, pues decía que era la única forma de lavar el hedor de los esclavos.

Bluth colocó el lado de madera en su sitio bajo la carreta, y luego abrió los otros dos lados. Solo la pared de la parte delantera, detrás del asiento del conductor, no era abatible.

—Es un poco temprano para bajar los costados, Bluth —dijo Kaladin. No eran aún los coletazos, el periodo cerca del final de una alta tormenta en que la lluvia caía suavemente. La lluvia era pesada todavía, y el viento racheado ocasionalmente.

—El amo os quiere bien limpios hoy.

—¿Por qué? —preguntó Kaladin, levantándose, el agua corriendo por sus ajadas ropas marrones.

Bluth lo ignoró. «Tal vez nos acercamos a nuestro destino», pensó Kaladin mientras escrutaba el paisaje.

A lo largo de los últimos días, las colinas habían dado paso a irregulares formaciones rocosas, lugares donde los vientos desgastadores habían dejado atrás acantilados que se desmoronaban y formas irregulares. La hierba crecía en los lados rocosos que recibían más luz, y las otras plantas eran abundantes a la sombra. Después de una alta tormenta era cuando la tierra estaba más viva. Los pólipos de rocapullo se abrían y extendían sus enredaderas. Otros tipos de enredaderas surgían de las grietas, lamiendo el agua. Las hojas se desplegaban en árboles y matorrales. Bichitos de todo tipo se deslizaban por los charcos, disfrutando del banquete. Los insectos zumbaban en el aire; crustáceos más grandes (cangrejos y patosos) salían de sus escondites. Las mismas rocas parecían cobrar vida.

Kaladin advirtió a media docena de vientospren revoloteando, sus formas transparentes persiguiendo a (o tal vez viajando con) las últimas vaharadas de la tormenta. Luces diminutas se alzaban alrededor de las plantas. Vidaspren. Parecían motas de brillante polvo verde o enjambres de diminutos insectos transparentes.

Un patoso (sus espinas como vellos alzadas al aire para advertir los cambios del viento) subió por el lado del carro, su largo cuerpo cubierto de docenas de pares de patas. Era algo bastante familiar, pero nunca había visto un patoso con un caparazón púrpura oscuro. ¿Adónde llevaba Tvlakv la caravana? Estas colinas sin cultivar eran perfectas para la agricultura. Podías esparcir savia de tocón mezclada con semillas de lavis, y tendrías pólipos más grandes que la cabeza de un hombre creciendo por toda la colina, dispuestos para abrirse y entregar el grano que llevaban dentro.

Los chulls se dieron un atracón de rocapullos, gusanos y crustáceos más pequeños que habían aparecido después de la tormenta. Tag y Bluth ataron tranquilamente las bestias a sus arneses mientras un Tvlakv de aspecto refunfuñón salía de debajo de su refugio impermeable. El amo de esclavos se puso una gorra y una capa negra para protegerse de la lluvia. Rara vez salía hasta que la tormenta hubiera pasado por completo: estaba muy ansioso por llegar a su destino. ¿Estaban cerca de la costa? Era uno de los pocos sitios donde había ciudades en las Ciudades Irreclamadas.

Minutos después, las carretas volvieron a ponerse en marcha por el irregular terreno. Kaladin se acomodó mientras el cielo se aclaraba, la alta tormenta una mancha de negrura en el horizonte occidental. El sol trajo un calorcillo agradable, y los esclavos se regodearon en la luz mientras las gotas de agua chorreaban de sus ropas y la parte trasera de la bamboleante carreta.

Al momento, un lazo de luz transparente se acercó a Kaladin. Estaba empezando a acostumbrarse a la presencia de la vientospren. Se había ido durante la tormenta, pero había regresado. Como siempre.

—Vi a otros de tu especie —comentó Kaladin.

—¿Otros? —preguntó ella, tomando la forma de una mujer joven. Empezó a rodearlo en el aire, girando de vez en cuando, danzando con un ritmo que él no oía.

—Vientospren —dijo Kaladin—. Persiguiendo a la tormenta. ¿Estás segura de que no quieres ir con ellos?

Ella miró hacia el oeste, añorante.

—No —dijo finalmente, continuando su baile—. Me gusta estar aquí.

Kaladin se encogió de hombros. Ella había dejado de gastarle bromas como antes, así que él había dejado de permitir que su presencia lo molestase.

—Hay otros cerca —dijo—. Otros como tú.

—¿Esclavos?

—No lo sé. Personas. No los de aquí. Otros.

—¿Dónde?

Ella volvió un dedo blanco y transparente hacia el este.

—Allí. Muchos. Montones y montones.

Kaladin se levantó. No podía imaginar que la spren supiera medir bien distancia y números… Kaladin entornó los ojos, estudiando el horizonte. «Eso es humo. ¿De chimeneas?» Notó su olor en el aire: de no ser por la lluvia, lo habría olido antes.

¿Debería importarle? No importaba dónde fuera esclavo: seguiría siendo esclavo. Había aceptado esta vida. Era su forma de ser ahora. No le importaba, no le preocupaba.

Sin embargo, contempló con curiosidad cómo su carreta remontaba la falda de una colina y permitía que los esclavos vieran bien adónde se dirigía. No era una ciudad. Era algo más grande, más amplio. Un enorme campamento militar.

—Gran Padre de las Tormentas… —susurró Kaladin.

Diez masas de tropa vivaqueaban siguiendo las familiares pautas alezi: circulares, por compañías, con los seguidores del campamento en las afueras, los mercenarios en un anillo interior, los ciudadanos soldados cerca del centro, los oficiales ojos claros en el centro mismo. Estaban acampados en una serie de enormes formaciones rocosas parecidas a cráteres, pero los lados eran más irregulares, más serrados. Como cascaras de huevos rotos.

Kaladin había dejado un ejército muy parecido a este ocho meses atrás, aunque las fuerzas de Amaram eran mucho más pequeñas. Este cubría kilómetros de piedra, extendiéndose a lo lejos tanto al sur como al norte. Un millar de estandartes con un millar de glifos de familias diferentes ondeaban orgullosos en el aire. Había algunas tiendas (principalmente en la zona exterior a los ejércitos), pero la mayoría de los soldados se albergaba en grandes barracones de piedra. Eso implicaba que había animistas.

El campamento que tenían directamente delante mostraba un estandarte que Kaladin solo había visto en los libros. Azul oscuro con glifos blancos:
khokh
y
linil
, estilizados y pintados con una espada ante una corona. La casa Kholin. La casa del rey.

Anonadado, Kaladin miró más allá de los ejércitos. Hacia el este, el paisaje era tal como lo había oído describir en una docena de historias diferentes que detallaban la campaña del rey contra los traidores parshendi. Era una enorme llanura hendida de piedra, tan amplia que no podía ver el otro lado, dividida y cortada a pico por abismos, grietas de ocho o diez metros de anchura. Eran tan profundas que desaparecían en la oscuridad y formaban un mosaico de mesetas irregulares. Algunas grandes, otras diminutas. La imponente llanura parecía un plato roto cuyas piezas hubieran sido vueltas a ensamblar con pequeñas aberturas entre los fragmentos.

—Las Llanuras Quebradas —susurró Kaladin.

—¿Qué? —preguntó la vientospren—. ¿Qué ocurre?

Kaladin sacudió la cabeza, divertido.

—Me pasé años intentando llegar a este lugar. Es lo que quería Tien, al final al menos. Venir aquí, combatir en el ejército del rey…

Y ahora Kaladin estaba aquí. Finalmente. «Accidentalmente.» Le entraron ganas de reír por el absurdo. «Tendría que haberme dado cuenta —pensó—; ni siquiera nos dirigíamos a la costa y sus ciudades. Veníamos hacia aquí. A la guerra.»

Este lugar estaría sometido a las leyes y normas alezi. Esperaba que Tvlakv quisiera evitarlas. Pero aquí probablemente encontraría también los mejores precios.

—¿Las Llanuras Quebradas? —dijo uno de los esclavos—. ¿De verdad?

Los demás se acercaron para asomarse. Con la súbita emoción, parecieron olvidar su miedo a Kaladin.

—¡Son las Llanuras Quebradas! —dijo otro hombre—. ¡Es el ejército del rey!

—Tal vez encontraremos justicia aquí —dijo otro.

—He oído decir que los sirvientes de la casa del rey viven tan bien como los mejores mercaderes —dijo otro—. Sus esclavos tienen que vivir también mejor. ¡Estaremos en tierras vorin, incluso ganaremos un salario!

Eso era cierto. Cuando trabajaban, había que pagar un pequeño salario a los esclavos: la mitad de lo que cobraría alguien que no lo fuera, que a menudo era ya menos de lo que obtendría un ciudadano pleno por el mismo trabajo. Pero era algo, y la ley alezi lo exigía. Solo los fervorosos (que no podían poseer nada de todas formas) no tenían que cobrar. Bueno, ellos y los parshmenios. Pero los parshmenios eran más animales que otra cosa.

Un esclavo podía aplicar sus ganancias a su deuda de esclavo y, después de años de labor, ganar su libertad. Teóricamente. Los otros continuaron charlando mientras las carretas empezaban a bajar por la pendiente, pero Kaladin se retiró al fondo. Sospechaba que la idea de pagar un salario a los esclavos era una mentira que pretendía mantenerlos dóciles. La deuda era enorme, mucho más de lo que valía un esclavo, y era virtualmente imposible cancelarla.

Bajo sus anteriores amos, había exigido que le pagaran sus salarios. Siempre habían encontrado un modo de engañarlo: cobrándole por la vivienda, la comida. Así eran los ojos claros. Roshone, Samaram, Katarotam… Todos los ojos claros que Kaladin había conocido, fueran esclavos u hombres libres, habían demostrado ser corruptos hasta el corazón, a pesar de toda su pose y belleza externa. Eran como cadáveres putrefactos vestidos con sedas hermosas.

Los otros esclavos siguieron charlando del ejército del rey, y de la justicia. «¿Justicia? —pensó Kaladin, apoyándose contra los barrotes—. No estoy convencido de que exista eso que llaman Justicia.» Con todo, se mantuvo en la duda. Esto era el ejército del rey (los ejércitos de los diez altos príncipes) que venían a cumplir el Pacto de la Venganza.

Si había una cosa que todavía ansiaba, era la oportunidad de empuñar una lanza. De luchar de nuevo, de intentar volver a ser el hombre que había sido. Un hombre a quien le importaban las cosas.

Si pudiera encontrarla en alguna parte, la encontraría aquí.

«He visto el final, y lo he oído nombrar. La Noche de las Penas, la Verdadera Desolación. La Tormenta Eterna.»

Recogido el 1 de Nanes, año 1172, 15 segundos antes de la muerte. El sujeto era un joven ojos oscuros de origen desconocido.

Shallan no esperaba que Jasnah Kholin fuera tan hermosa.

Era una belleza regia, madura, como la que podría encontrarse en el retrato de una erudita histórica. Shallan advirtió que ingenuamente había esperado que Jasnah fuera una solterona fea, como las severas matronas que habían sido sus instructoras hacía años. ¿Cómo si no podía una imaginarse a una hereje que tenía más de treinta años y seguía soltera?

Jasnah no era así. Era alta y esbelta, con la piel clara, finas cejas negras y denso pelo de color ónice. Lo llevaba alzado en parte, recogido en torno a un pequeño adorno dorado en forma de pergamino con dos pinzas para sujetarlo. El resto caía tras su cuello en pequeños y tensos rizos. Incluso rizado y combado como era, le llegaba hasta los hombros: suelto, sería tan largo como el de Shallan y le llegaría hasta la mitad de la espalda.

Tenía un rostro anguloso e inteligente, ojos violeta claro. Escuchaba a un hombre vestido con una túnica blanca y naranja fuerte, los colores reales kharbranthianos. La brillante Kholin era varios dedos más alta que el hombre: al parecer, la reputación de altura de los alezi no era ninguna exageración. Jasnah miró a Shallan, reparó en su presencia, y luego regresó a su conversación.

¡Padre Tormenta! Esta mujer era la hermana de un rey. Reservada, estatuaria, inmaculadamente vestida de azul y plata. Como el vestido de Shallan, el de Jasnah estaba abotonado por los lados y tenía un cuello alto, aunque Jasnah tenía mucho más pecho que Shallan. Las faldas eran sueltas bajo la cintura y caían generosamente al suelo. Sus mangas eran largas y majestuosas, y la izquierda estaba abotonada para ocultar su mano segura.

En su mano libre había una joya: dos anillos y un brazalete conectados por varias cadenas, sosteniendo un grupo triangular de gemas que cubría el dorso de su mano. Una animista: la palabra se usaba tanto para la persona que realizaba el proceso como para el fabrial que lo hacía posible.

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