Sus ropajes (pantalones de rayas rojas y negras con una camisola azul oscura a juego con el color de su gorra de lana) habían sido buenos en algún momento, pero ahora estaban hechos harapos. ¿Había sido alguna vez otra cosa que no fuera un tratante de esclavos? Esta vida (la indiferente compra y venta de carne humana) parecía tener un efecto en los hombres. Agotaba el alma, aunque llenara la faltriquera.
Tvlakv se mantuvo a distancia de Kaladin, y alzó su lámpara de aceite para inspeccionar al esclavo que tosía. Llamó a sus mercenarios. Bluth (Kaladin no sabía por qué se molestaba en aprender sus nombres) se acercó. Tvlakv habló en voz baja, y señaló al esclavo. Bluth asintió, el rostro pétreo recortado a la luz de la lámpara, y liberó el garrote de su cinto.
La vientospren tomó la forma de un lazo blanco, y luego voló hacia el hombre enfermo. Giró y se retorció unas cuantas veces antes de posarse en el suelo y convertirse de nuevo en una muchacha. Se inclinó para inspeccionar al hombre. Como una niña curiosa.
Kaladin dio media vuelta y cerró los ojos, pero todavía podía oír la tos. En el interior de su mente, la voz de su padre respondió con tono cuidadoso y preciso: «Para curar la tos chirriante, administra dos puñados de hiedra de sangre, en polvo, cada día. Si no la tienes, asegúrate de dar líquido en abundancia al paciente, preferiblemente con azúcar diluido. Mientras el paciente esté hidratado, lo más probable es que sobreviva. La enfermedad parece mucho peor de lo que es.»
«Lo más probable es que sobreviva…»
Las toses continuaron. Alguien abrió la puerta de la jaula. ¿Sabrían ayudar al hombre? La solución era tan sencilla. Dadle agua, y viviría.
No importaba. Era mejor no implicarse.
Hombres muriendo en el campo de batalla. Un rostro juvenil, tan familiar y querido, mirando a Kaladin en busca de salvación. Una espada abriendo un cuello. Un portador de esquirlada cargando a través de las filas de Amaram.
Sangre. Muerte. Fracaso. Dolor.
Y la voz de su padre. «¿De verdad puedes dejarlo, hijo? ¿Dejarlo morir cuando podrías haber ayudado?»
«¡Adelante!»
—¡Alto! —gritó Kaladin, poniéndose en pie.
Los otros esclavos retrocedieron. Bluth dio un respingo, cerró la puerta de la jaula y empuñó su garrote. Tvlakv se ocultó tras el mercenario, usándolo como escudo.
Kaladin inspiró profundamente, cerró una mano en torno a las hojas y luego se llevó la otra a la cabeza, para limpiar una mancha de sangre. Cruzó la pequeña jaula, los pies descalzos resonando sobre la madera. Bluth se quedó mirando mientras Kaladin se arrodillaba junto al hombre enfermo. La luz fluctuante iluminó un rostro alargado y demacrado y unos labios casi exangües. El hombre había tosido flema: era verdosa y densa. Kaladin palpó el cuello del hombre en busca de hinchazón, luego comprobó sus ojos marrón oscuro.
—Se llama tos chirriante —dijo Kaladin—. Vivirá si le dais un tazón extra de agua cada dos horas durante cinco días. Tendréis que obligarlo a tragarla. Mezcladla con azúcar, si tenéis.
Bluth se rascó su amplia barbilla, y luego miró al tratante de esclavos.
—Sácalo —dijo Tvlakv.
El esclavo herido despertó cuando Bluth descorrió el cerrojo de la jaula. El mercenario hizo un gesto a Kaladin con su garrote para que retrocediera, y Kaladin se retiró, reacio.
Tras guardar el garrote, Bluth agarró al esclavo por debajo de los brazos y lo sacó a rastras, mientras intentaba no apartar la mirada de Kaladin, cuyo último intento de huida había implicado a veinte esclavos armados. Su amo debería haberlo ejecutado por ello, pero dijo que Kaladin era «intrigante» y lo marcó con el
shash
, antes de venderlo por una miseria.
Siempre parecía haber un motivo para que Kaladin sobreviviera cuando aquellos a los que intentaba ayudar morían. Algunos hombres podrían haberlo considerado una bendición, pero él lo veía como una irónica especie de tormento. Cuando pertenecía a su anterior amo, había pasado algún tiempo hablando con un esclavo del oeste, un hombre de Selay que le había hablado de la Antigua Magia de sus leyendas y su capacidad para curar a la gente. ¿Podría ser eso lo que le estaba sucediendo a Kaladin?
«No seas necio», se dijo.
La puerta de la jaula se cerró de golpe. Las jaulas eran necesarias: Tvlakv tenía que proteger de las altas tormentas su frágil inversión. Las jaulas tenían costados de madera que podían ser levantados y cerrados durante las furiosas galernas.
Bluth arrastró al esclavo hasta la hoguera, junto al barril de agua sin abrir. Kaladin sintió que se relajaba. «Eso es —se dijo—. Tal vez puedas ayudar todavía. Tal vez haya un motivo para preocuparse.»
Kaladin abrió la mano y miró las hojas negras aplastadas que tenía en la palma. No las necesitaba. Dejarlas caer en la bebida de Tvlakv no habría sido difícil, pero sí inútil. ¿De verdad quería muerto al tratante de esclavos? ¿Qué conseguiría con eso?
Un grave chasquido sonó en el aire, seguido de un segundo, más sordo, como si alguien hubiera dejado caer una bolsa de grano. Kaladin alzó la cabeza y miró hacia el lugar donde Bluth había depositado al esclavo enfermo. El mercenario alzó su garrote una vez más, y entonces descargó un golpe que resonó al alcanzar el cráneo del esclavo.
El hombre no había murmurado un solo grito de dolor ni de protesta. Su cadáver se desplomó en la oscuridad. Bluth lo recogió con indiferencia y se lo cargó al hombro.
—¡No! —gritó Kaladin, saltando en la jaula y golpeando los barrotes con las manos.
Tvlakv se calentaba junto al fuego.
—¡La tormenta te lleve! —gritó Kaladin—. ¡Podría haber vivido, hijo de puta!
Tvlakv lo miró. Entonces, sin prisas, el tratante de esclavos se acercó, enderezando su gorra de lana azul oscuro.
—Os habría hecho enfermar a todos, ¿no lo ves? —su voz tenía un leve acento, y agrupaba las palabras sin darle énfasis a las sílabas adecuadas. Los thaylenses siempre parecía como si estuvieran murmurando—. No voy a perder un carromato entero por un hombre.
—¡Ha dejado ya la fase de contagio! —dijo Kaladin, golpeando de nuevo los barrotes con las manos—. Si alguno de nosotros fuera a pillar la tos, lo habría hecho ya.
—Espero que no lo hagáis. Creo que ya no puede salvarse.
—¡Te digo lo contrario!
—¿Y he de creerte, desertor? —dijo Tvlakv, divertido—. ¿Un hombre con ojos que arden y odian? Querrías matarme —se encogió de hombros—. No me importa. Mientras estés fuerte para cuando sea el momento de las ventas. Deberías bendecirme por salvarte de la enfermedad de ese hombre.
—Bendeciré tu túmulo cuando apile yo mismo las piedras —replicó Kaladin.
Tvlakv sonrió, y regresó junto al fuego.
—Conserva esa furia, desertor, y esa fuerza. Me pagarán bien cuando lleguemos.
«No si no llegas a vivir tanto», pensó Kaladin. Tvlakv siempre calentaba sobre el fuego los restos del agua del cubo que usaba para los esclavos. Se hacía un té con ella. Si Kaladin se asegurara de recibir el agua el último, y echaba las hojas en el…
Kaladin se detuvo, mirándose las manos. Con su frenesí, se había olvidado de que tenía en ellas el acónito negro. Había dejado caer los copos al golpear los barrotes. Solo unos pedacillos se le habían quedado pegados en las palmas, insuficientes para resultar potentes.
Dio media vuelta para mirar atrás: el suelo de la jaula estaba cubierto de mugre. Si los copos habían caído allí, era imposible recogerlos. El viento se levantó de pronto, expulsando polvo, migajas y tierra fuera del carromato, hacia la noche.
Incluso en esto Kaladin fracasaba.
Se derrumbó, de espaldas a los barrotes, e inclinó la cabeza. Derrotado. Aquella maldita vientospren siguió bailando a su alrededor, confusa.
«Un hombre se encontraba en lo alto de una montaña, contemplando su patria hundirse en el polvo. Las aguas se arremolinaban debajo, muy lejos. Y oyó a un niño llorar. Eran sus propias lágrimas. »
Recogido el 4 de Tanates, año 1171, treinta segundos antes de la muerte. El sujeto era un zapatero de cierto renombre.
Kharbranth, la Ciudad de las Campanas, no era un lugar que Shalian hubiera imaginado que visitaría nunca. Aunque a menudo había soñado con viajar, esperaba pasar los primeros años de su vida secuestrada en la mansión de su familia, donde solo los libros de su padre le permitían escapar. Esperaba casarse con uno de los aliados de su padre, y luego pasarse el resto de la vida secuestrada en la mansión de ese otro hombre.
Pero las expectativas eran como la porcelana fina. Cuanto más fuerte te agarrabas a ellas, más probable era que se rompiesen.
Se sentía inquieta. Se apretó contra el pecho la libreta de dibujo encuadernada en cuero, mientras los estibadores llevaban el barco a puerto. Kharbranth era enorme. Construida en la falda de una pronunciada pendiente, la ciudad tenía forma de cuña, como si hubiera sido edificada en una amplia grieta, con un lado abierto que desembocaba en el océano. Los edificios eran recios, con ventanas cuadradas, y parecían haber sido construidos con alguna especie de barro o adobe. ¿Crem, tal vez? Estaban pintados de colores brillantes, rojos y anaranjados la mayoría, pero había también azules y amarillos de vez en cuando.
Pudo oír las campanas, tintineando al viento, resonando con sus voces puras. Tuvo que torcer el cuello para contemplar la zona más alta de la ciudad: Kharbranth era como una montaña que se alzaba sobre ella. ¿Cuánta gente vivía en un lugar como este? ¿Miles de personas? ¿Decenas de miles? Se estremeció de nuevo, asustada aunque emocionada al mismo tiempo, y entonces parpadeó con fuerza, fijando la imagen de la ciudad en su memoria.
Los marineros corrían de un lado a otro.
El Placer del Viento
era un navío estrecho, de un solo palo, apenas lo suficientemente grande para ella, el capitán, su esposa y la media docena de tripulantes. Al principio le había parecido muy pequeño, pero el capitán Tozbek era un hombre tranquilo y cauto, un marino excelente, aunque fuera pagano. Había guiado el barco con cuidado a lo largo de la costa, encontrando siempre una cala a cubierto para capear las altas tormentas.
El capitán supervisaba el trabajo mientras los hombres aseguraban las maromas. Tozbek era un hombre bajo que le llegaba a Shallan a la altura de los hombros, y mostraba sus largas cejas blancas thayleñas en una curiosa pauta en punta. Era como si tuviera dos abanicos sobre los ojos, de un palmo de largo cada uno. Llevaba una sencilla gorra de lana y una chaqueta negra con botones plateados. Shallan imaginaba que aquella cicatriz de su barbilla se la había hecho en una furiosa batalla marítima contra los piratas. El día antes, se decepcionó al enterarse de que había sido causada por un cabo suelto durante un temporal.
La esposa de Tozbek, Ashlv, bajaba ya por la plancha para registrar el barco. El capitán vio a Shallan observándolo, y se acercó a ella. Era uno de los contactos comerciales de la familia, en quien su padre confiaba ciegamente. Eso era buena cosa, ya que el plan que sus hermanos y ella habían trazado no tenía lugar para que la escoltara un ama o una dama de compañía.
El plan ponía a Shallan nerviosa. Muy, muy nerviosa. Odiaba ser hipócrita. Pero el estado financiero de su casa… Necesitaban una espectacular entrada de dinero u otro tipo de presión en la política local de Veden. De lo contrario, no sobrevivirían al año.
«Lo primero es lo primero —pensó Shallan, obligándose a conservar la calma—. Encuentra a Jasnah Kholin. Suponiendo que no se haya marchado de nuevo sin ti.»
—He enviado a un mozo de tu parte, brillante —dijo Tozbek—. Si la princesa sigue aquí, lo sabremos pronto.
Shallan asintió agradecida, todavía aferrada a su libreta de dibujos. En la ciudad, había gente por todas partes. Algunos llevaban ropas familiares: pantalones y camisas con encajes los hombres; faldas y blusas de colores, las mujeres. Podrían ser gente de su tierra, Jah Keved. Pero Kharbranth era una ciudad libre. Una ciudad-estado pequeña y políticamente frágil con poco terreno pero con muelles abiertos a todos los barcos que pasaban; allí no hacían ninguna pregunta referida a nacionalidades ni estatus. La gente acudía en masa.
Eso significaba que muchas de las personas que Shallan veía eran exóticas. Aquellas túnicas simples indicaban a un hombre o una mujer de Tashikk, muy al oeste. Las largas sayas hasta los tobillos, pero abiertas por delante como capas… ¿de dónde era esa gente? Rara vez había visto a tantos parshmenios como veía ahora trabajando en los muelles, cargando fardos a sus espaldas. Como los parshmenios que había poseído su padre, eran fornidos y de miembros gruesos, con su extraña piel jaspeada: algunas partes pálidas o negras, otras de un intenso escarlata. La pauta jaspeada era única en cada individuo.