Después de seguir a Jasnah Kholin de ciudad en ciudad durante casi un año, Shallan estaba empezando a pensar que nunca alcanzaría a la princesa. ¿La estaba evitando? No, eso no parecía probable: Shallan no era lo bastante importante para esperarla. La brillante Jasnah Kholin era una de las mujeres más poderosas del mundo. Y una de las más tristemente célebres. Era la única miembro de una fiel casa real que era una hereje profesa.
Shallan intentó controlar su ansiedad. Lo más probable era que descubrieran que Jasnah se había vuelto a marchar.
El Placer del Viento
atracaría para pasar la noche, y Shallan negociaría un precio con el capitán (con un gran descuento, debido a las inversiones de su familia en el negocio de Tozbek) para que la llevara al siguiente puerto.
Ya habían pasado varios meses de la fecha en que Tozbek esperaba librarse de ella. Shallan no había sentido nunca el menor resentimiento por su parte: su honor y lealtad le obligaban a acceder a sus peticiones. Sin embargo, su paciencia no duraría eternamente, ni el dinero de ella tampoco. Ya había gastado la mitad de las esferas que había traído consigo. Tozbek acabaría por abandonarla en una ciudad desconocida, desde luego, pero tal vez insistiera en llevarla de regreso a Vedenar.
—¡Capitán! —dijo un marinero, subiendo la plancha a la carrera. Llevaba solamente un chaleco y pantalones bombachos, y tenía la piel bronceada de quien trabaja al sol—. Ningún mensaje, señor. El práctico del puerto dice que Jasnah no se ha marchado todavía.
—¡Bien! —exclamó el capitán, volviéndose hacia Shallan—. ¡La caza ha terminado!
—Benditos sean los Heraldos —dijo Shallan en voz baja.
El capitán sonrió; sus exageradas cejas parecían vetas de luz que surgieran de sus ojos.
—¡Debe de ser tu hermoso rostro el que nos ha traído este viento favorable! ¡Los propios vientospren se extasiaron contigo, brillante Shallan, y nos condujeron hasta aquí!
Shallan se ruborizó, y pensó una respuesta que no era la adecuada.
—¡Ah! —dijo el capitán, señalándola—. Puedo ver que tienes una respuesta…, ¡lo veo en tus ojos, joven señora! Escúpela. Las palabras no están hechas para quedárselas uno. Son criaturas libres, y si se encierran trastornan el estómago.
—No es educado —protestó Shallan.
Tozbek soltó una risotada.
—¡Meses de viaje, y sigues diciendo lo mismo! ¡Y yo te insisto en que somos marineros! Olvidamos nuestra educación en el momento en que pusimos por primera vez el pie en un barco, y ahora ya no hay redención posible para nosotros. Ella sonrió. Había sido educada por severas amas y tutoras para mantener la boca cerrada. Por desgracia, sus hermanos habían mostrado todavía más determinación en animarla a hacer lo contrario. Shallan había adoptado la costumbre de entretenerlos con comentarios mordaces cuando no había nadie cerca. Recordó con afecto las horas pasadas junto a la chisporroteante chimenea del gran salón, los tres más jóvenes de sus cuatro hermanos sentados a su alrededor, escuchándola mientras hacía comentarios del último adulador de su padre o un romance fugaz. A menudo inventaba versiones tontas de conversaciones para llenar las bocas de gente que podía ver, pero no oír.
Eso había establecido en ella lo que sus amas consideraban una «vena insolente». Y los marineros apreciaron aún más que sus hermanos un comentario mordaz.
—Bueno —le dijo Shallan al capitán, ruborizándose pero ansiosa por hablar de todas formas—, estaba pensando esto: dices que mi belleza sedujo a los vientos para que nos llevaran a toda prisa a Kharbranth. ¿Pero no implicaría eso que en otros viajes mi falta de belleza tuviera la culpa de que llegáramos tarde? —Bueno…, esto…
—Así que en realidad, lo que me estás diciendo es que soy hermosa exactamente una sexta parte de las veces.
—¡Tonterías! ¡Joven señora, eres como un amanecer soleado!
—¿Un amanecer? ¿Con eso quieres decir demasiado escarlata —se tiró del largo cabello rojo— y con tendencia a hacer que los hombres vuelvan la cara cuando me ven?
El se echó a reír, y varios de los marineros cercanos lo imitaron.
—Muy bien, pues —dijo el capitán Tozbek—, eres como una flor.
Ella hizo una mueca.
—Soy alérgica a las flores.
El capitán alzó una ceja.
—No, de verdad —admitió ella—. Creo que son cautivadoras. Pero si me regalaras un ramo, me daría un ataque tan fuerte que acabaría buscando en las paredes las pecas sueltas que pudieran haberse desprendido con la fuerza de mis estornudos.
—Bueno, si eso es cierto, sigo diciendo que eres tan bonita como una flor.
—Si lo soy, entonces los jóvenes de mi edad deben sufrir mi misma alergia…, pues mantienen las distancias muy claramente —dio un respingo—. Bueno, verás, te dije que esto no era educado. Las jóvenes no deberían actuar de forma tan irritante.
—Ah, joven señora —dijo el capitán, llevándose la mano a la gorra—, los muchachos y yo echaremos de menos tu lengua afilada. No estoy seguro de qué vamos a hacer sin ti.
—Navegar, probablemente —contestó Shallan—. Y comer, y cantar, y contemplar las olas. Todas las cosas que hacéis ahora, solo que tendréis más tiempo para hacerlas, ya que no tropezaréis con una muchacha sentada en cubierta haciendo dibujos y murmurando para sí. Pero te estoy agradecida, capitán, por un viaje tan maravilloso…, aunque algo exagerado en su duración.
Él volvió a llevarse la mano a la gorra, agradeciendo el cumplido.
Shallan sonrió. No había esperado que viajar sola fuera tan liberador. A sus hermanos les preocupaba que sintiera miedo. La consideraban tímida porque no le gustaba discutir y permanecía callada cuando había grupos grandes hablando. Y tal vez era tímida, en efecto: estar lejos de Jah Keved resultaba intimidatorio. Pero también era maravilloso. Había llenado tres libros de bocetos con las criaturas y gentes que había visto, y aunque su preocupación por las finanzas de su casa era una nube perpetua, se equilibraba con el puro placer de la experiencia.
Tozbek empezó a preparar el atraque. Era un buen hombre. Respecto a su alabanza a su supuesta belleza, ella le daba el valor que tenía. Una amable, aunque exagerada, muestra de afecto. Shallan era de piel pálida en una época en que el bronceado alezi se consideraba la marca de la auténtica belleza, y aunque tenía ojos celestes, su linaje familiar impuro se manifestaba en el pelo rojizo. No había un solo mechón de adecuado negro. Sus pecas habían ido desapareciendo a medida que se convirtió en mujer (benditos fueran los Heraldos), pero seguía habiendo algunas visibles, espolvoreando sus mejillas y su nariz.
—Joven señora —le dijo el capitán después de consultar con sus hombres—. La brillante Jasnah sin duda estará en el Cónclave.
—Oh, ¿dónde está el Palaneo?
—Sí, sí. Y el rey vive también allí. Es el centro de la ciudad, como si dijéramos. Excepto que está en lo más alto. —Se rascó la barbilla—. Bueno, de todas formas, la brillante Jasnah Kholin es hermana de un rey: no se alojaría en ningún otro lugar, no en Kharbranth. Yalb, aquí presente, te mostrará el camino. Podremos llevar tu equipaje más tarde.
—Muchas gracias, capitán —respondió ella—. Shaylor mkabat nour.
«Los vientos nos han traído a salvo.» Una frase de agradecimiento en el idioma thaylense.
El capitán sonrió de oreja a oreja.
—Mkai hade fortenthis!
Ella no tenía ni idea de lo que significaba aquello. Su thaylense era bastante bueno cuando lo leía, pero hablarlo era otro cantar. Le sonrió, lo que pareció ser la respuesta adecuada, pues él se echó a reír y señaló a uno de sus marineros.
—Esperaremos dos días en este muelle —le dijo—. Hay una alta tormenta mañana, así que no podemos zarpar. Si la situación con la brillante Jasnah no sale según lo esperado, te llevaremos de vuelta a Jah Keved.
—Gracias de nuevo.
—No es nada, joven señora —dijo él—. Es lo que haríamos de todas formas. Podemos pertrecharnos aquí y todo. Además, ese retrato de mi esposa que hiciste para mi camarote es muy bonito. Muy bonito.
Se acercó a Yalb para darle instrucciones. Shallan esperó, mientras guardaba su libreta en su carpeta de cuero. Yalb. Le resultaba difícil pronunciar el nombre en su lengua veden. ¿Por qué eran tan aficionados los thayleños a unir tantas letras, sin vocales adecuadas?
Yalb la llamó con la mano. Ella se dispuso a seguirlo.
—Ten mucho cuidado, muchacha —le advirtió el capitán al pasar—. Incluso una ciudad segura como Kharbranth oculta peligros. Mantén la cabeza en su sitio.
—Creo que no hay duda de que prefiero tener la cabeza sobre los hombros, capitán —respondió ella, pisando con cuidado la plancha—. Si no lo hago, entonces será que alguien se ha acercado demasiado con una maza.
El capitán se echó a reír, y se despidió de ella mientras Shallan bajaba por la plancha, agarrándose a la barandilla con la mano libre. Como todas las mujeres de Vorin, mantenía la mano izquierda (la mano segura) cubierta, revelando solo la mano libre. Las mujeres ojos oscuros corrientes solían llevar un guante, pero una mujer de su rango debía mostrar más recato. En su caso, mantenía la mano segura cubierta por la enorme manga de su vestido, que llevaba abotonado hasta arriba.
El traje era de estilo tradicional vorin, ajustado en el busto, hombros y cintura, con una falda amplia debajo. Era de seda azul con botones de concha de chull en los lados, y ella sujetaba con la mano segura la mochila contra su pecho, mientras se agarraba a la barandilla con la mano libre.
Desembocó en la furiosa actividad de los muelles, donde los mensajeros corrían de un lado a otro, y mujeres de vestidos rojos apuntaban los cargamentos en sus libros de cuentas. Kharbranth era un reino de vorin, como Alezkar y como Jah Keved, la tierra de Shallan. Aquí no había paganos, y escribir era un arte femenino: los hombres aprendían solamente glifos, dejando las letras y la lectura para sus hermanas y esposas.
Ella no lo había preguntado, pero estaba segura de que el capitán sabía leer. Lo había visto con libros, cosa que la hizo sentirse incómoda. Leer era una ocupación rara en un hombre. Al menos, en hombres que no fueran fervorosos.
—¿Quieres ir montada? —le preguntó Yalb, con su dialecto thayleño rural tan fuerte que ella apenas pudo distinguir sus palabras.
—Sí, por favor.
El asintió y se marchó, dejándola en los muelles, rodeada por un grupo de parshmenios que trasladaban laboriosamente cajas de madera de un embarcadero a otro. Los parshmenios eran duros de mollera, pero resultaban unos trabajadores excelentes. Nunca se quejaban, y hacían siempre lo que se les decía. El padre de Shallan los prefería a los esclavos corrientes.
¿De verdad que los alezi estaban combatiendo contra los parshmenios en las Llanuras Quebradas? A Shallan eso le parecía muy extraño. Los parshmenios no luchaban. Eran dóciles y prácticamente mudos. Naturalmente, por lo que había oído, los de las Llanuras Quebradas (los parshendi, los llamaban) eran físicamente distintos de los parshmenios corrientes. Más fuertes, más altos, más inteligentes. Quizás en realidad no eran parshmenios, sino parientes lejanos de algún tipo.
Para su sorpresa, pudo ver signos de vida animal en los muelles. Unas cuantas anguilas aéreas ondulaban en las alturas, buscando ratas o peces. Cangrejos diminutos se escondían entre las grietas de los tablones del muelle, y un puñado de haspens colgaban de sus gruesos troncos. En una calle cercana, un visón vagabundo acechaba en las sombras, buscando un bocado que pudiera pillar.
Shallan no pudo resistirse a abrir su carpeta y empezar a abocetar una anguila aérea. ¿Es que no tenía miedo de toda aquella gente? Sostuvo la libreta con mano segura, los dedos ocultos engaritados en su parte superior mientras usaba un lápiz de carboncillo para dibujar. Antes de que terminara, su guía regresó con un hombre que tiraba de un curioso carruaje con dos ruedas grandes y un asiento cubierto por un dosel. Vacilante, ella guardó la libreta. Había esperado un palanquín.
El hombre que tiraba del vehículo era bajo y de piel oscura, con una amplia sonrisa y labios carnosos. Le indicó con un gesto a Shallan que se sentara, y ella lo hizo con la modesta gracia que sus amas le habían enseñado. El conductor formuló una pregunta en un lenguaje entrecortado y terso que no reconoció.
—¿Qué ha dicho? —le preguntó ella a Yalb.
—Quiere saber si te gustaría ir por el camino largo o por el corto. —Yalb se rascó la cabeza—. No estoy seguro de cuál es la diferencia.
—Supongo que uno tarda más tiempo que el otro.
—Oh, sí que eres lista.
Yalb le dijo algo al conductor en aquel mismo tono entrecortado, y el hombre le respondió.
—El camino largo ofrece una buena vista de la ciudad —dijo Yalb—. El corto va directamente al Cónclave. No hay muchas buenas vistas, dice. Supongo que se ha dado cuenta de que eres nueva en la ciudad.
—¿Tanto destaco? —preguntó Shallan, ruborizándose.
—Oh, no, por supuesto que no, brillante.
—Y con eso quieres decir que soy tan evidente como una verruga en la nariz de una reina.
Yalb se echó a reír.
—Eso me temo. Pero no puedes ir a ningún sitio una segunda vez hasta que lo hayas hecho una primera, supongo. ¡Todo el mundo tiene que destacar alguna vez, así que bien puedes hacerlo siendo tan bonita como eres!
Shallan había tenido que acostumbrarse al amable galanteo de los marineros. Nunca eran demasiado atrevidos, y ella sospechaba que la esposa del capitán les había hablado severamente cuando se dio cuenta de cómo hacían que se ruborizara. En la mansión de su padre, los criados (incluso aquellos que eran ciudadanos plenos) temían salirse de su sitio.
El porteador seguía esperando una respuesta.
—El camino corto, por favor —le dijo Shallan a Yalb, aunque le habría gustado ver el camino panorámico. ¿Por fin estaba en una ciudad de verdad y elegía la ruta directa? Pero la brillante Jasnah había demostrado ser tan elusiva como un cantarín salvaje. Era mejor darse prisa.
La carretera principal subía por la falda de la montaña a trompicones, así que incluso el camino corto le permitió ver gran parte de la ciudad. Resultó ser embriagadoramente rica, con tanta gente extraña, vistas y campanas resonantes. Shallan se acomodó y lo contempló todo. Los edificios se agrupaban según su color, y ese color parecía indicar un propósito. Las tiendas que vendían los mismos artículos estaban pintadas del mismo tono: violeta para las ropas, verde para los alimentos. Las casas tenían sus propias pautas, aunque Shallan no pudo interpretarlas. Los colores eran suaves, con una tonalidad apagada y gastada.