El Camino de las Sombras (38 page)

BOOK: El Camino de las Sombras
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Un guardia caminaba hacia él a medio pasillo de distancia. Kylar volvió a esconderse tras la esquina, donde las sombras eran más profundas, pero el hombre giró a un lado y bajó por la escalinata principal. Era su oportunidad. Avanzó con paso ligero, desentendiéndose del sigilo. Se le aceleró el pulso al pasar por la única zona del corredor que estaba bien iluminada. El rellano que remataba la escalinata estaba bañado de luz, pero lo cruzó con seis zancadas y la vista fija al frente.

El pasillo estaba jalonado de turbadoras esculturas y cuadros excelentes. Si Kylar no andaba desencaminado, el duque tenía una veta artística. Los brillantes y variopintos cuadros habían sido seleccionados a todas luces por alguien con buen ojo y una bolsa bien cargada. Aunque no menos llamativas, las estatuas eran producto inconfundible de un mismo gusto.

Unas figuras atormentadas parecían querer desgajarse de la roca. Una mujer tropezaba y miraba por encima del hombro con las facciones transidas de terror. Un hombre contemplaba enfurecido la nube de mármol negro que le envolvía las manos. Una mujer desnuda se recostaba eróticamente, con expresión de éxtasis, en la nube que la devoraba.

Aun con las prisas, una escultura paró en seco a Kylar. Era hermosa. Devastadora. Mezclaba la sensualidad con algo perturbador que no podía identificar. Y era, más allá de toda duda, Elene.

«Esto es lo que hay. —Kylar se sentía como si algo le desgarrara las paredes del estómago. Se sentía vacío, en carne viva—. Pues claro que se acuesta con él. Es un duque y ella, una sirvienta; cuesta decir que no. Eso si ella quisiera negarse, que a lo mejor no. Es muy habitual.»

Examinó la estatua con atención, con un vistazo de pasada a los miembros esbeltos, la cintura estrecha y los pechos altos, y descubrió lo que buscaba. Aunque el duque le había proporcionado una nariz perfecta, solo con un ligerísimo arañazo, sí había insinuado las cicatrices de su rostro. De modo que el hombre no las veía solo como imperfecciones. Le interesaban los misterios que ocultaban.

«No es momento para apreciar obras de arte, maldito seas.» Con un nudo en la garganta, Kylar siguió trotando pasillo abajo casi de puntillas. Echó mano de la bolsa que llevaba a la espalda y, cuando llegó a la puerta, ya tenía listas sus ganzúas. De la habitación no salía luz ni sonido alguno, de modo que forzó la cerradura con rapidez. Al tener solo tres pernos, la abrió en tres segundos. Entró y cerró la puerta a sus espaldas. Si Hu llegaba a la puerta, dispondría de tres segundos de ventaja.

Kylar sacó la daga testicular que se había sujetado con correas a la rabadilla. La hoja medía treinta centímetros y Kylar habría preferido algo diez veces mayor si debía enfrentarse a Hu, pero era lo mejor que había podido entrar a escondidas.

Registró la habitación con rapidez. La mayoría de las personas, conscientes de las muchas dificultades que complicaban ya la vida de un ladrón, tenían la amabilidad de usar siempre los mismos cuatro escondrijos. Kylar comprobó debajo del colchón, miró detrás de los cuadros y hasta buscó trampillas en el suelo bajo la cómoda y varias de las sillas. Nada. Abrió los cajones del escritorio en busca de dobles fondos. Nada.

La gente que guardaba objetos de mucho valor quería poder echarles un vistazo sin demasiadas molestias, así que ni siquiera se metió en el descomunal ropero. A menos que a la duquesa de Jadwin no le importase dejar su posesión más preciada en manos de las criadas, el Orbe estaría en algún lugar de fácil acceso.

Por desgracia, la duquesa parecía ser toda una coleccionista. Había baratijas por todas partes. Además, probablemente con motivo de la vuelta a casa del duque, todas las superficies planas estaban cargadas de flores que obstaculizaban su visión.

De modo que el duque había comprado flores para su mujer. Y, a juzgar por el olor almizclado del aire y las sábanas revueltas, se diría que había recibido una calurosa bienvenida.

Entonces uno de los jarrones llamó la atención de Kylar. Estaba hecho de jade labrado, pero lo más importante era que tenía la base cuadrada. Lo levantó del escritorio. Rosas, florecillas silvestres, azucenas y bocas de sierpe asomaban en todas las direcciones. Sin hacer caso de las flores, llevó el jarrón a la repisa de la chimenea y apartó un joyero de madera noble.

Había una depresión en la piedra de la repisa. Una depresión cuadrada. Kylar sintió un brote de esperanza.

«El profeta tenía razón.»

La base encajaba con la marca y Kylar hizo girar el jarrón; se oyó un chasquido apagado. Quitó todas las baratijas de la repisa y las dejó en el suelo. La repisa entera se abrió a un lado sobre bisagras ocultas.

Tras apartar los documentos y el lingote de oro que había en el hueco, Kylar agarró el joyero. Era grande, lo bastante para contener el Orbe de los Filos. Lo abrió.

Vacío.

Con un rechinar de dientes, dejó el estuche en su sitio y cerró la repisa de la chimenea. Ahí tenía su lección de profecía. «Un jarrón cuadrado te dará esperanzas», había dicho Dorian. No había aclarado que resultarían ser falsas. «¡Maldita sea!» Se tomó el tiempo suficiente para colocar una aguja con veneno paralizante en una pequeña trampa, por si Hu entraba allí en lugar de seguir a la duquesa.

Mientras recolocaba las baratijas y devolvía el jarrón al escritorio, intentó pensar. ¿Dónde estaría el ka'kari? Todo lo que podía salir mal esa noche había salido mal. El único rayo de luz era que no se había cruzado con Elene.

¡Elene! El peso en su estómago confirmó a Kylar que sabía exactamente dónde estaba el ka'kari.

Capítulo 40

El príncipe notó que unas manos lo agarraban en cuanto puso el pie en el rellano. Un instante después, la duquesa de Jadwin apretaba unos labios cálidos contra su boca. Se pegó a él y lo hizo retroceder hasta que toparon con la puerta de los aposentos del duque.

Intentó apartarla, pero la duquesa estiró el brazo a su espalda y giró el picaporte. El príncipe estuvo a punto de caer de espaldas cuando se abrió la puerta. Su anfitriona cerró después de entrar y echó el pestillo.

—Mi señora —dijo el príncipe—, parad. Por favor.

—Uy, sí, pararé —replicó la duquesa—. Cuando me plazca. ¿O debería decir mejor «cuando me plazcáis»?

—Ya os lo dije, hemos terminado. Si mi padre se entera...

—Bah, que le den a vuestro padre. Es tan torpe fuera de la cama como dentro de ella. Nunca se enterará.

—Vuestro marido está abajo mismo... Bueno, da igual, Trudana. Ya sabéis para qué he venido.

—Si vuestro padre quiere su orbe, que venga él a buscarlo —espetó la duquesa, poniéndole la mano en la bragueta.

—Ya sabéis que no podía venir a veros aquí —insistió el príncipe—. Sería una bofetada a mi madre.

—Me lo dio a mí. Fue un regalo.

—Es mágico. Mi padre creía que no era más que una piedra, pero Khalidor se lo ha exigido. ¿Por qué iban a hacer eso si no fuera...? ¡No! —Le apartó la mano de una palmada cuando la duquesa empezaba a desatarle los lazos.—Sé que os gusta —dijo ella.

—Sí que me gusta, pero hemos terminado. Fue un error, y no se repetirá. Además, Logan me espera abajo. Le he dicho lo que venía a hacer.

La mentira le salió con facilidad. Cualquier cosa con tal de librarse de esa mujer. Lo peor era lo bien que se lo había pasado con ella. Tal vez no fuera una belleza, pero tenía más habilidades que casi cualquier otra con la que se hubiera acostado. Aun así, despertar y que ella fuera lo primero que veía por la mañana era algo en lo que preferiría no pensar.

—Logan es vuestro amigo. Lo entenderá.

—Es un gran amigo —dijo el príncipe—, pero ve las cosas en blanco y negro. No sabéis hasta qué punto le ha incomodado que lo dejara allí abajo mientras subía a ver a la amante de mi padre. Necesito la gema. Ya. —A veces daba gracias a los dioses de que Logan fuese un mojigato reconocido.

—Bien —cedió ella con tono malhumorado.

—¿Dónde está? Vuestro marido podría venir en cualquier momento.

—Mi marido ha llegado a casa hoy mismo.

—¿Y qué?

—Que, con todos sus defectos, el cerdo es fiel, así que prácticamente arde de pasión siempre que regresa de una misión diplomática. Se está recuperando en el piso de abajo. El pobre, creo que lo he agotado. —Se rió, y fue un sonido cruel y desagradable—. Todo el rato me imaginaba que erais vos... —Con lo que ella debía de tomar por una mirada seductora, encogió los hombros hasta dejar caer la parte superior del vestido. Se frotó contra el cuerpo del príncipe y volvió a afanarse con los lazos de sus calzas.

—Trudana, por favor. Dejaos eso puesto. ¿Dónde está? —Ni siquiera miró su cuerpo, y notó que eso la enfurecía.

—Como os decía —explicó la duquesa por fin—, sabía que vendríais esta noche, de modo que le di el orbe a mi doncella. Está dos puertas más allá. ¿Contento? —Se subió el vestido y caminó hacia el tocador. Se miró en el espejo.

El príncipe se volvió sin decir nada. Había creído que el asunto resultaría fácil, que iba a conseguir que su padre le debiera un favor enorme sin hacer prácticamente nada. En ese momento comprendió que Trudana de Jadwin sería una enemiga de por vida. «Nunca más —se prometió—. No volveré a acostarme con una mujer casada.»

Ni siquiera prestó atención al sonido de un cajón que se abría. No quería mirar a Trudana ni pensaba quedarse lo necesario para atarse las calzas. Hasta un segundo de más se le antojaba demasiado.

Tenía la mano sobre el pasador cuando oyó los pasos rápidos de la duquesa. Entonces algo caliente, como un aguijón de avispa, se le clavó en la espalda. El cuerpo de Trudana se aplastó contra el de él, y notó que el aguijón se hundía más. Se dio de cabeza contra la puerta, y volvió a sentir el pinchazo.

No podía ser un aguijón. Era demasiado profundo. Boqueó mientras un rugido le invadía los oídos. Le pasaba algo en uno de los pulmones. No respiraba bien. Aquello se le clavó aún más y los rugidos amainaron. El mundo cobró una asombrosa nitidez.

Lo estaban matando a puñaladas. Una mujer. En realidad resultaba embarazoso. Él era el príncipe, uno de los mejores espadachines del reino, y aquella vieja culona con las tetas caídas y tuertas estaba matándole.

La duquesa le echaba el aliento encima, prácticamente le jadeaba en la oreja, como la vez que hicieron el amor. Y le hablaba, llorando como si cada puñalada de algún modo la hiriese a ella. La muy zorra encima se autocompadecía.

—Lo siento, oh, oh, cuánto lo siento. No lo conocéis, no sabéis cómo es. He de hacerlo he de hacerlo he de hacerlo.

Continuaba apuñalándole, y eso lo irritó. Ya se estaba muriendo, tenía los pulmones encharcados. Intentó despejárselos tosiendo, y solo consiguió rociar la puerta de sangre; sus pulmones eran picadillo y la hemorragia los volvió a llenar enseguida.

Se hundió, cayó de rodillas ante la puerta y la duquesa por fin paró. Se le estaba nublando la vista, y su cara chocó contra la madera.

Lo último que vio, por el agujero de la cerradura, fue un ojo que, al otro lado de la puerta, contemplaba impasible su muerte.

Encontró la puerta sin problemas. Estaba cerrada con llave, pero la forzó en cuestión de segundos. «Que esté dormida, por favor.»

Lo primero que vio Kylar al abrir la puerta de la minúscula habitación fue un descomunal cuchillo de carnicero. Lo sostenía Elene, que estaba muy despierta.

A oscuras, la chica obviamente no lo reconoció. Parecía indecisa entre chillar o cortarle algo. Clavó la vista en la daga que llevaba en la mano y decidió hacer las dos cosas.

Kylar le dio un golpe seco en la mano con la parte plana de su daga para que soltara el cuchillo. Esquivó un puño y al instante estaba detrás de Elene, tapándole la boca con una mano.

—Soy yo. ¡Soy yo! —dijo mientras se veía obligado a retorcerse para esquivar una lluvia de codazos. No podía mantener una mano sobre su boca, inmovilizarle los dos brazos y detener las patadas que le daba—. ¡Quieta o tu señora morirá!

Cuando pareció que recobraba la cordura, Kylar la soltó.

—¡Lo sabía! —exclamó ella, furiosa pero sin alzar la voz—. Sabía que no podía fiarme de ti. Sabía que ibas a ser tú.

—Lo que quería decir es que tu señora morirá porque el escándalo que estás montando atraerá aquí al ejecutor.

Silencio, y luego:

—Ah.

—Sí. —Costaba estar seguro en aquella habitación en penumbra, apenas iluminada por el reflejo de la luna, pero Kylar creyó verla sonrojarse.

—Podrías haber llamado a la puerta —dijo Elene.

—Lo siento. La costumbre.

De repente incómoda, Elene recogió el cuchillo y lo escondió bajo la almohada de la cama. Al bajar la vista hacia su camisón, decepcionantemente casto, pareció avergonzarse. Cogió una bata y se dio la vuelta mientras se la ponía.

—Bueno —dijo Kylar cuando le dio la cara de nuevo—, un poco tarde para mostrarse tan recatada. He visto tu estatua. Estás guapa desnuda. —¿Por qué le había dado retintín a la última frase, como si quisiera insinuar que era una cualquiera? Aunque estuviera acostándose con el duque, ¿qué otra cosa podía hacer? Era una criada en la casa de su señor. No era justo, pero aun así se sentía traicionado.

Elene se dobló como si le hubiese pegado en el estómago.

—Le supliqué que no la expusiera —dijo Elene—. Pero estaba muy orgullosa de ella. Me dijo que yo también debería estarlo.

—¿Orgullosa? ¿Quién?

—La duquesa —respondió Elene.

—¿La duquesa? —repitió Kylar como un tonto. No el duque. ¿No el duque?

Sintió un alivio enorme y a la vez mayor confusión que nunca. ¿Por qué iba a sentirse aliviado?

—¿Te has creído que posaría desnuda para el duque? —preguntó Elene—. ¿Qué te crees que soy, su amante? —Abrió mucho los ojos al ver la expresión de su cara.

—Bueno... —Kylar se sintió como si la hubiese acusado injustamente, y entonces se enfadó porque ella lo avergonzaba por llegar a extraer una conclusión perfectamente razonable, y después se enfadó más aún por perder el tiempo hablando con una chica mientras probablemente en el pasillo le esperaba un ejecutor. «Esto es una locura»—. A veces pasa —dijo a la defensiva.

«¿Por qué estoy haciendo esto?»

«Por el mismo motivo por el que la he observado desde lejos. Porque me hace perder la cabeza.»

—A mí no —replicó Elene.

—Claro, ahora me dirás que eres... —La frase pretendía ser hiriente, pero la dejó a medias. ¿Por qué intentaba herirla?

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