El Caballero Templario (40 page)

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Authors: Jan Guillou

BOOK: El Caballero Templario
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Pero puesto que su padre conocía bien al viejo rey Sverker, habían maquinado que Rikissa fuese la responsable del nuevo convento de monjas que el linaje de Sverker pensaba instaurar en Gudhem. Naturalmente, no podía objetar ni contra rey ni contra padre y al año de novicia se convirtió en abadesa, y Dios sabía bien lo inexperta y aterrorizada que se había sentido ante esa gran responsabilidad. Pues si una familia quería controlar un convento seguramente querría mantener ese convento bajo su propio poder y no dejar caer la inversión en manos del enemigo. Había un estrecho punto de paso entre el poder de la Iglesia y el poder secular porque cuando alguien se convertía en abad o abadesa resultaba casi imposible para los seglares cambiarlo si por algún motivo no se sentían satisfechos. Por tanto, había tanto poder dinástico en el mundo del convento como extramuros, aunque éste resultaba menos visible. Y por eso le había sido imposible rechazar su llamamiento, pues procedía tanto del propio linaje como de Dios.

Tal vez una parte de la severidad que había mostrado hacia Cecilia Rosa al principio pudiese explicarse con el hecho de que en aquel tiempo había guerra en el exterior y que los Folkung y los Erik golpeaban fuerte contra el bando de Sverker. Claro que había sido injusto que Cecilia Rosa, por aquel entonces joven y delicada, tuviese que cargar sobre sus hombros el yugo de una guerra, incluso en el interior de un convento donde nunca debía llegar la guerra. La madre Rikissa reconoció que había cometido una gran injusticia con ella y agachó la cabeza casi llorando.

A lo largo de toda la confesión, Cecilia Rosa sintió cosas en su interior que jamás habría imaginado que sentiría. Sintió lástima por la madre Rikissa, sintió con gran intensidad el sufrimiento de la fea doncella cuando tanto los mozos como los hombres se reían a sus espaldas seguramente ya entonces, como más tarde hicieron la propia Cecilia Rosa, Ulvhilde y Cecilia Blanka, cuando señalaban cuánto se parecía Rikissa a una bruja. Debió de ser muy duro para la joven Rikissa, llena de las mismas esperanzas y los mismos sueños que otras doncellas de su misma edad, comprender poco a poco pero con implacable certeza que estaba condenada a llevar una vida diferente de la que ella misma había anhelado.

Y también era algo injusto, pensó Cecilia Rosa. Pues ningún hombre ni ninguna mujer podía elegir su propia apariencia. Las madres y los padres más bellos podían tener los hijos más feos y a la inversa, y fuese cual fuese la intención de Dios al crearla cual una bruja, ella no tenía la culpa.

Cuando ahora la madre Rikissa le solicitó de nuevo el perdón entre sollozos, Cecilia Rosa sintió primero que le gustaría abrazar a la desgraciada mujer y darle todo el perdón que le pedía. Pero se detuvo en el último instante e intentó imaginar cómo se lo explicaría luego a Cecilia Blanka y lo que ésta le diría. No serían palabras amables ni comprensivas.

Cecilia Rosa buscaba con desespero una salida e intentó imaginar cómo una persona sabia, como Cecilia Blanka o Birger Brosa, habría contestado. Al final halló una respuesta aceptable.

—Es triste la historia que me habéis contado, madre —empezó diciendo con cuidado—. Es cierto que habéis pecado gravemente, lo he sufrido en mi propia piel y durante largas noches de invierno. Pero Dios es bueno y conciliador y quien como vos se arrepiente de su pecado no está perdido. Mi perdón carece de importancia, mis heridas sanaron hace ya tiempo y el frío abandonó mi interior. Debéis buscar el perdón de Dios, madre. ¿Porque cómo podría yo, insignificante mujer pecadora, adelantarme a Dios en un asunto así?

—Asi que no quieres perdonarme —gimió la madre Rikissa, inclinándose como en espasmos y retorciéndose de modo que chirridos y crujidos recordaron el cilicio que llevaba bajo su ropa de lana.

—Ya me gustaría, madre —contestó Cecilia Rosa, aliviada por haber tomado la decisión de escabullirse de la trampa y además haberlo conseguido—. El día que sintáis que tenéis el perdón de Dios, venid a verme y con gran alegría rezaremos juntas la acción de gracias por su misericordia.

La madre Rikissa se irguió despacio de su postura encogida y asintió pensativa con la cabeza, como si encontrase sabias o incluso buenas las palabras de Cecilia Rosa, a pesar de no recibir el perdón que había solicitado. Se secó los ojos como si allí hubiese habido lágrimas y suspiró luego profundamente y empezó a explicar algo acerca del alboroto que se había armado a raíz de la huida de la hermana Leonore y el hermano Lucien. Tanto ella como el viejo padre Henri habían recibido una dura reprimenda por parte del arzobispo por este grave pecado, de cuya responsabilidad ellos mismos no se hallaban completamente exentos.

Pero la madre Rikissa no había tenido nada que decir en su defensa pues ella no había sabido nada acerca de lo que sucedía a sus espaldas. Ahora que había pasado ya tanto tiempo, ¿no podría Cecilia Rosa apiadarse y decir cuánto de verdad había en ese asunto? ¿No sería cierto que Cecilia Rosa sabía cómo habían ido las cosas?

Cecilia Rosa sintió cómo se helaba su interior. Escudriñó a la madre Rikissa y le pareció mirar a los ojos de una serpiente porque, ¿acaso no se habían estirado las pupilas de los ojos rojos de la madre Rikissa como los ojos de una serpiente o una cabra?

—No, madre Rikissa —contestó tensa—. No tengo más conocimiento en ese asunto que vos. ¿Y cómo iba yo, una simple pecadora en penitencia, a saber algo de los quehaceres de un monje y una monja?

Se levantó y se fue sin decir nada más y sin besar antes la mano de la abadesa. Se contuvo hasta que cerró las puertas y salió al hermoso claustro, por donde ahora trepaban los rosales a lo alto y a lo largo de todos los pilares a modo de un constante saludo de la hermana Leonore. No habían llegado noticias del hermano Lucien y la hermana Leonore, lo cual eran buenas noticias, puesto que no se había oído nada acerca de condenas, penitencia ni excomunión. Seguramente ya estarían al sur del reino franco, felices el uno con el otro, con su hijo y libres de pecado.

Cecilia Rosa caminó despacio pasando junto a los rosales trepadores del claustro, oliendo las rosas rojas y acariciando las blancas sin olor y todas ellas le enviaban a su modo un saludo de parte de Leonore y la feliz tierra de Occitania. Sin embargo, Cecilia Rosa temblaba de frío a pesar de la calurosa noche de verano.

Había estado ante la mismísima serpiente y la serpiente le había hablado con la bondad de un cordero y por un momento le había hecho creer a Cecilia Rosa que la serpiente en verdad era un cordero. ¡Qué gran desgracia y qué horribles castigos podrían haber venido a continuación si llega a confesar la verdad, embelesada por el canto de seducción, sintiendo una infantil compasión y con sus cegados ojos que por unos instantes vieron a otra persona distinta de la verdadera Rikissa.

En todo momento debería intentar pensar como un hombre poderoso, o al menos como Cecilia Blanka.

Durante los siguientes días, si hubo algo que pudo explicar mejor que nada la penitente actitud de la madre Rikissa, o más bien sus infructuosos intentos de engañar a Cecilia Rosa a delatarse como la más grave pecadora contra la paz del convento, fue el anuncio de que la reina Cecilia Blanka no iría sola en su próxima visita a Gudhem; la acompañaría el canciller Birger Brosa.

Era una noticia providencial. El canciller no era un hombre que viajase a conventos sólo para gastar su preciado tiempo hablando con una pobre penitente, por mucho que hubiese mostrado de más de una manera que Cecilia Rosa tenía su apoyo. Si el canciller iba a Gudhem era porque se estaba tramando algo importante.

También Cecilia Rosa lo intuyó al recibir la noticia. En la actualidad, a la madre Rikissa le era imposible guardarse un próximo acontecimiento así para ella misma, pues la
yconoma
tenía que saber con antelación qué tipo de hospitalidad se esperaba de Gudhem para que pudiese enviar a sus hombres a comprar todo aquello que no se consumía habitualmente. Las normas invitaban a todo hombre y mujer que hubiera entregado su vida a Dios a que se abstuviese de comer animales cuadrúpedos. Pero para los cancilleres desde luego no existían tales reglas. Tampoco en todos los conventos. Era bien sabido que los monjes burgundos de Varnhem, bajo la supervisión del padre Henri y su más que evidente consentimiento, habían creado la mejor cocina del norte. Birger Brosa podía llegar a Varnhem sin previo anuncio y, sin embargo, recibir mejor comida que incluso en su propia mesa. Pero cuando se trataba de Gudhem era por tanto más previsor.

Las intenciones que pudiera tener Birger Brosa no preocupaban a Cecilia Rosa de antemano. No tenía nada especial que esperar sino que su largo tiempo de penitencia llegase a su fin. Antes de eso no había rey ni canciller que pudiese hacer nada por ella excepto procurar mantener a la madre Rikissa atada, si no podía ser con disciplina y reprimendas del Señor, sería con disciplina mundanal. Y a diferencia de la madre Rikissa, Cecilia Rosa tampoco tenía nada que temer por parte del canciller y la reina. Para ella sólo existía una agradable expectación ante la visita de su querida amiga Cecilia Blanka, que esta vez sería diferente de lo habitual.

El canciller llegó con un gran séquito. Estaba más o menos satisfecho porque por precaución había pasado un día y una noche en Varnhem antes de que él y la reina recorriesen el corto tramo que quedaba hasta Gudhem.

Los cascos de caballo repicaban en el suelo nuevo empedrado de extramuros, se oían el burdo idioma y peleas de hombres y el chirrido de palos y cuerdas al alzarse el campamento de tiendas que ocuparían los hombres del canciller, y la emoción en el interior de Gudhem iba en aumento con cada uno de los extraños sonidos. Cecilia Rosa que, en los tiempos que corrían, podría haber salido al
hospitium
sin pedirle permiso a la madre Rikissa, permaneció tranquila con sus libros y su pluma de oca finalizando el trabajo de contabilidad que la grandiosa visita había comportado. Le hacía sentirse bien el no salir corriendo a aquello que más la alegraba todos los años, sino terminar primero su trabajo como hacía todo buen trabajador en el viñedo. Ocio y descanso eran premios por el buen trabajo, pensó. También pensó que de esa manera viviría un día fuera de Gudhem, pues ahora había cumplido tanto tiempo de su penitencia que era capaz de ver el final de ésta y finalmente había empezado a imaginar cómo sería la vida en el futuro. Sin embargo, no había podido ver con claridad ese momento en sus sueños, pues quedaba todavía un asunto por resolver que no estaba nada claro ni era tan evidente.

Habían pasado varios años desde que llegaron noticias de Varnhem y del padre Henri acerca de Arn Magnusson. Lo único que creía saber con seguridad era que no estaba muerto, pues según le había dicho el padre Henri a Cecilia Blanka, Arn había subido tanto de rango que ahora era un templario por quien se celebrarían misas en todo el mundo cisterciense en caso de caer en la guerra santa. De modo que sabía que estaba vivo, pero nada más.

Sin embargo, las novedades acerca de Arn fueron lo primero que Birger Brosa tenía que transmitirle cuando Cecilia Rosa salió al
hospitium
. La muchacha abrazó a Cecilia Blanka y luego se inclinó ante el canciller. No se atrevía a abrazarlo, pues sus años de clausura empezaban a dejar marcas en su personalidad de las que ni siquiera ella era consciente.

Cuando se hubieron saludado y él recibió la jarra de cerveza que había solicitado, se sentó cómodamente a la mesa, subiendo una pierna como solía, y miró con picardía a Cecilia Rosa mientras ésta se sentaba y se arreglaba la ropa.

—Bueno, querida amiga Cecilia —dijo sonriendo y alargando un poco más la espera como para atraer todavía más su atención—. Ahora tenemos, la reina y yo, muchas cosas que decirte. Algunas de gran importancia y otras no tan importantes. Pero creo que esto es lo que quieres oír primero, las últimas noticias acerca de Arn Magnusson. Ahora es uno de los grandes vencedores entre los templarios, recién ganó una gran batalla en algún lugar llamado monte Guisar, eso fue lo que dijo el padre Henri, me parece. Y no fue una batalla cualquiera, cayeron cincuenta mil sarracenos y él estuvo al mando de diez mil caballeros y cabalgó al frente. Que Dios conserve a un guerrero como ése y que nos lo manden pronto a casa, ¡ahora lo deseamos los Folkung tal vez tanto como tú, Cecilia!

Cecilia Rosa agachó de inmediato la cabeza en oración y pronto las lágrimas corrieron por sus mejillas. Birger Brosa y Cecilia Blanka intercambiaron una cálida mirada llena de intenciones.

—¿Podemos ahora pasar a otro asunto que también tiene ocupada nuestra mente? —preguntó el canciller al cabo de un rato, y esbozó su amplia y famosa sonrisa.

Cecilia Rosa asintió con la cabeza y se secó avergonzada las lágrimas pero sonriendo hacia Cecilia Blanka, como si ni con palabras ni signos silenciosos de convento tuviese que explicar nada de la felicidad que la noticia de Varnhem había significado para ella.

—Bueno, pues, pensaba hablarte acerca de Ulvhilde Emundsdotter, ya que ese asunto no fue fácil —prosiguió el canciller al ver que Cecilia Rosa se había tranquilizado lo suficiente.

Luego explicó tranquilamente, paso por paso y de buenas maneras, cómo habían ido surgiendo diferentes dificultades y qué había intentado hacer para solucionarlas.

Lo primero y más importante era decir que era cierto que Ulvhilde tenía la ley de Götaland Occidental de su lado. Tres hombres de leyes decían estar de acuerdo en ello. Ulfshem había sido el hogar de su niñez, su madre y sus hermanos habían sido asesinados. Realmente era la heredera legítima de Ulfshem.

Sin embargo, el asunto no había sido tan fácil. El rey Knut Eriksson no había sido para nada amigo de su padre Emund. Todo lo contrario, al surgir el asunto de la herencia había dicho con firmeza que si pudiese matar a Emund una vez al día como ese cerdo de los cuentos que siempre resucitaba se alegraría enormemente. Emund era un asesino real o incluso algo peor, pues había matado de forma cobarde y vergonzosa a San Erik, el padre del rey Knut. ¿Por qué, entonces, había dicho el rey Knut, iba a sentir la menor piedad por la descendencia del repugnante Emund?

Porque la ley lo exigía, había intentado explicarle entonces Birger Brosa. La ley estaba por encima de cualquier otro poder, la ley era la base sobre la que debía construirse un país y ningún rey debería poder decir lo contrario.

Sin embargo, las dificultades no acababan con la obstinación del rey. Ulfshem había sido quemada hasta los cimientos. Luego había sido regalada a los Folkung, que habían servido bien en la victoria de los Campos de Sangre. De modo que en Ulfshem vivían ahora Sigurd Folkesson y sus dos hijos solteros. Su madre había muerto en el parto y, por algún motivo, él nunca había vuelto a meterse en un nuevo lecho conyugal.

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