El Caballero Templario (37 page)

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Authors: Jan Guillou

BOOK: El Caballero Templario
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El conde Raimundo le pidió con sarcasmo a Arn que explicase qué había sucedido con los templarios que en teoría tenían que rescatar al ejército del rey en difíciles circunstancias.

Arn explicó brevemente y sin rodeos los errores que habían conducido a los templarios a la muerte. Añadió que él lo había visto todo porque en el momento decisivo se encontraba en una colina y veía lo que su Gran Maestre lamentablemente no había podido ver al dar la última orden en su vida.

Los hermanos sanjuanistas presentes en la sala agacharon las cabezas en oración, pues podían imaginarse mejor que nadie lo que había sucedido. También ellos eran conocidos por sus a veces irracionales e intrépidos ataques.

Pero el conde Raimundo no se dejó conmover por la triste historia ni por un instante. En voz alta y sin la menor de las cortesías, empezó a describir a los templarios como locos que alternativamente conducían a todo un ejército a la muerte o vencían de un modo que mejor habría sido prescindir de ellos. Locos irracionales, amigos de la maldita secta de los asesinos, palurdos ignorantes que nada sabían de los sarracenos y cuya ignorancia podía llevar a toda la población cristiana de Outremer a la muerte.

El conde era un hombre alto y muy robusto con el pelo largo y rubio que había empezado a encanecer. Su lenguaje era burdo y abrupto y hablaba el franco con el acento propio de los francos nativos del lugar, lo cual era conocido con el nombre de
subar
. Se decía que un
subar
era como la fruta del cactus que la palabra describía, punzante por fuera pero exquisitamente dulce por dentro. Su idioma, sin embargo, podía ser difícil de comprender para los francos recién llegados, pues tenían muchas palabras propias y muchas sarracenas.

Arn no respondió a los insultos del conde, pues no tenía la más remota idea de cómo manejar la incómoda situación en la que se hallaba. Era huésped de los sanjuanistas, pero huésped a la fuerza, y nunca había oído palabras tan agraviantes acerca de los templarios. Un templario podía recurrir a las armas en defensa de su honor, pero el Código también prohibía que cualquier templario matase o maltratase a un cristiano. El castigo era perder el manto. Así que con la espada no podría defenderse. Y tampoco con palabras.

Pero su silencio sumiso no frenó al conde Raimundo, que había perdido un hijastro en la batalla y, desesperado como todos los demás de la sala por la aplastante derrota, estaba ahora encendido por la presencia de un odioso joven templario sentado a la misma mesa.

Para derrumbar definitivamente a Arn repitió algo acerca de esas sucias bestias que no sabían ni siquiera lo que era el Corán y todavía menos comprendían a los sarracenos.

Arn tuvo entonces por fin una idea en su mente vacía, alzó su copa de vino hacia el conde Raimundo y le habló en el idioma de los sarracenos.

—En el nombre del Clemente y Misericordioso, honrado conde Raimundo, reflexiona sobre las palabras del Señor ahora cuando bebamos juntos: «Y de los frutos de las datileras y de las vides sacáis vino y alimento saludable; en eso hay una clara señal para la gente que utiliza su sentido común.»

Arn apuró pausadamente su vino, dejó con cuidado la copa de cristal sirio sobre la mesa y miró al conde Raimundo sin ira pero sin ceder con la mirada.

—¿Eran realmente palabras del Corán? ¿Beber vino? —preguntó el conde Raimundo tras un largo rato de tenso silencio en la sala.

—Sí, en efecto —respondió Arn con calma—. Era del sura decimosexto, verso sesenta y siete, y es algo que merece reflexión. Es cierto que el verso anterior dice que es preferible la leche, pero aun así merece la pena reflexionar sobre ello.

El conde Raimundo permaneció en silencio un momento mirando fijamente a Arn antes de hacer de pronto una pregunta en árabe:

—¿Dónde, templario, has aprendido el idioma de los fieles? Yo lo aprendí durante diez años de cautiverio en Alepo, pero no parece que tú hayas sido prisionero, ¿verdad?

—No, sabes bien que no lo he sido —respondió Arn en el mismo idioma—, He aprendido de quienes entre los creyentes trabajan para nosotros. Hoy pudimos ver a las afueras de los muros que gente como yo, a diferencia de personas como tú, no podemos ser hechos prisioneros. Por eso me duele, conde, que hayas hablado tan mal de mis hermanos. Ellos murieron por Dios, murieron por Tierra Santa y por el Santo Sepulcro. Pero también murieron por ti y por los tuyos.

—¿Quién es este templario? —preguntó entonces el conde Raimundo en franco. Su pregunta iba dirigida al comendador de los sanjuanistas.

—Ése, conde Raimundo —respondió éste en voz baja—, es el vencedor de Mont Gisard, donde doscientos templarios derrotaron a tres mil mamelucos. Ése es el hombre a quien los sarracenos llaman Al Ghouti. Con todos mis respetos, conde, te pido por eso que mientras seas nuestro huésped cuides mejor tu lengua.

Todos miraron ahora al conde Raimundo sin decir nada. Era el señor de Trípoli y el caballero más importante de los francos y estaba acostumbrado a mandar sobre toda mesa a la que se sentaba. El aprieto en el que ahora se había metido le era muy extraño; no obstante, era un hombre de gran experiencia en errores, tanto propios como de otros y por eso decidió arreglar cuanto antes la absurda gresca que él mismo había provocado.

—Esta noche me he comportado como un asno —dijo con un suspiro mientras sonreía—. Lo único que me salva como asno es que a diferencia de otros asnos comprendo cuándo me he equivocado. Voy a hacer ahora algo que no he hecho nunca en mi vida.

Y con esas palabras se levantó y cruzó la habitación con largas zancadas dirigiéndose hacia Arn, lo levantó y lo abrazó, y luego cayó de rodillas para pedir disculpas.

Arn enrojeció y farfulló que era incorrecto que un hombre seglar se humillase de ese modo ante un templario. Y de este modo tan curioso empezó una larga amistad entre dos hombres que en muchos aspectos estaban muy alejados, pero que estaban más cercanos a los sarracenos que otros cristianos.

Aquella noche fueron dejados pronto a solas en las tres habitaciones del comendador. El conde Raimundo se había sentado al lado de Arn y había insistido en que ellos dos hablaran únicamente árabe de modo que todos los demás se vieron excluidos de su conversación, lo cual había sido desde el principio su intención. Pero también luego, cuando fueron dejados solos, lo cual también había sido su intención, y hubo pedido más vino como si estuviese en casa en uno de sus castillos, el conde Raimundo quiso continuar la conversación en árabe. Porque, como él decía, en todas partes en Outremer había paredes con oídos y algunas de las cosas que él le explicaba serían calificadas por algunos malvados de traición.

Ahora el poder del reino de Jerusalén estaba en manos de personas con malas intenciones y eso podría llevar a la gran derrota. No una derrota como la que acababan de sufrir en Marj Ayyoun, ésa sólo era una más en una larga lista de miles de batallas que durante muchos años los sarracenos y los cristianos habían ganado y perdido más o menos por igual. El mismo Raimundo había ganado más de cien veces, pero había perdido casi otras tantas.

La peor de todos era la malvada madre del rey, Agnes de Courtenay, que ahora se había introducido en la corte en Jerusalén y en la práctica era quien gozaba de mayor poder. Sus diferentes amantes eran quienes recibían el poder, todos blandengues recién llegados y ninguno de ellos muy diferente del gallo que estaba encima del montón de estiércol, y tan sabios caballeros como él mismo. Se comportaban del mismo modo en que uno se comporta en la corte real de París o de Roma, se vestían en consecuencia y repartían su tiempo entre infames intrigas y pecados impronunciables con niños pequeños del mercado de esclavos. El último amante de Agnes de Courtenay era un petimetre que se llamaba Lusignan y él intrigaba para lograr que la hermana del rey, Sibylla, se casara con un joven hermano de Lusignan que se llamaba Guy. Un hermanito de Lusignan recién llegado podría convertirse pronto en rey de Jerusalén. Pues los días del joven leproso Balduino IV estaban contados.

Para Arn resultaban incomprensibles la mayoría de las cosas de las que se quejaba el conde Raimundo en voz cada vez más alta a medida que iba bebiendo, al tiempo que le insistía a Arn para que bebiese él también. Ése era un mundo diferente, un mundo en el que Dios no existía, en el que el Santo Sepulcro no era guardado por fieles devotos sino por conspiradores y usureros, un mundo de coitos con asnos y niños. Era como mirar hacia abajo, al infierno, tal como se decía que el Profeta, la paz lo acompañase, había hecho al subir la escalera que conducía al cielo desde la roca del Templum Domini.

Cuando el conde Raimundo al fin comprendió que estaba diciendo demasiadas cosas que el claramente infantil pero honesto joven templario no comprendía, pasó a discutir la última batalla fracasada en Marj Ayyoun.

Pronto estuvieron de acuerdo, ahora que nadie los oía, que lo decisivo no habían sido tanto los errores propios como la capacidad de Saladino. O bien Saladino había tenido una suerte extraordinaria, como los templarios en Mont Gisard, o bien lo había hecho todo con una tremenda seguridad. Había entretenido por completo al ejército seglar en una batalla insignificante, lo que le había dado espacio suficiente para enviar a su contingente principal a derrotar a los templarios. Luego había vencido con tanta facilidad y rapidez al ejército mundanal que la fuerza de rescate de Trípoli
no tuvo tiempo de llegar. Además, era probable que lo
tuviese todo pensado de antemano, porque cuando atacó anteriormente en primavera sólo había llevado un pequeño ejército, mientras que ahora había llegado con una fuerza cinco veces superior. Los cristianos no lo comprendieron hasta que fue demasiado tarde, por eso su victoria había sido completamente justa.

A pesar de que a esas alturas el vino ya se le había subido a la cabeza a Arn, éste intentó refutar la idea de una victoria justa para el enemigo, pero no se le ocurrían objeciones muy sustanciales. Después de algunas copas más, estuvo de acuerdo con esa conclusión y cambió de tema. Preguntó al conde Raimundo por qué odiaba a los templarios.

El conde Raimundo se retractó un poco diciendo que había algunos pocos templarios, entre ellos y a partir de esta noche estaba Arn, o mejor dicho, Al Ghouti, a quienes tenía aprecio. El más importante de ellos era Amoldo de Torroja, el Maestre de Jerusalén. Si Dios, para variar, se inmiscuyese por una vez en sentido positivo en los asuntos de Tierra Santa, Amoldo de Torroja debería ser el próximo Gran Maestre, pues Odo de Saint Amand o bien estaba muerto o bien prisionero, lo que en el caso de los templarios solía ser lo mismo que la muerte. Según el conde Raimundo, Amoldo de Torroja era uno de los pocos templarios de alto rango que comprendía lo único imprescindible para un futuro cristiano en Outremer: había que hacer las paces con Saladino, había que repartir Jerusalén, por muy doloroso que fuera, de modo que todos los peregrinos, incluso los judíos, tuvieran igual derecho a los santuarios de la ciudad.

Sólo había otra alternativa: guerra contra Saladino hasta que venciese en lo importante y tomase Jerusalén a la fuerza. Pero no había mucha esperanza tal y como estaba la corte real de Jerusalén, llena de intrigantes y chapuceros.

Además, los templarios, cuyo poder había que reconocer a pesar de la opinión que se tuviese de ellos, tenían otros tantos amigos especialmente inútiles y amorales. El peor de ellos era ese canalla sin remedio de Reinaldo de Châtillon, que recientemente había logrado infiltrarse en la corte y rapiñar una viuda que le otorgaba un preocupante nivel de poder. Acababa de casarse con Stéphanie de Milly y con eso no sólo había obtenido los dos castillos de Kerak y Montreal. Peor aún era que había obtenido el apoyo de los templarios, tal vez porque Stéphanie era hija del anterior, o tal vez ahora debería decirse anterior del anterior Gran Maestre.

Los granujas se amontonaban como buitres en torno a la corte de Jerusalén. Posiblemente otro granuja tan peligroso como Reinaldo de Chátillon fuese Gérard de Ridefort. Era un nombre que Arn debía recordar, un amigo de los templarios tan peligroso como los asesinos.

Llegados a este punto, el conde Raimundo hizo una digresión para explicar cómo, cuando era niño, había presenciado la muerte de su padre en manos de los asesinos en el portón de la ciudad de Trípoli y que por eso jamás había sido capaz de perdonarles esta alianza a los templarios. Arn no tuvo nada que decir al respecto y el conde Raimundo retomó el hilo de la explicación acerca del granuja de Gérard de Ridefort.

Gérard había llegado como un aventurero más entre todos los que llegaban cada otoño en barcos a Trípoli. Había entrado al servicio del conde Raimundo y al principio todo parecía ir bien. Por eso, y en un momento de debilidad, el conde Raimundo le prometió en matrimonio a la heredera más apropiada que se presentase. Hablaron de una tal Lucia, pero más tarde un mercader de Pisa le ofreció al conde Raimundo su peso en oro si lo dejaba casarse con la heredera. Y puesto que era una joven señora bastante obesa le había resultado imposible al conde Raimundo no aceptar la proposición. Pero el ingrato de Gérard se enfureció y dijo que había ofendido su honor y que en absoluto pensaba conformarse con esperar a una próxima heredera. En lugar de eso, se unió a los templarios y juró que se vengaría del conde Raimundo.

Arn intervino con diligencia, era la primera vez en mucho rato que hablaba, diciendo que ésa debía de ser la razón más extraña que jamás había oído por la que alguien hubiera entrado a formar parte de la orden de los templarios.

Sin embargo, así prosiguió la conversación del conde Raimundo toda la noche hasta que salió el sol, que les punzó los ojos a través de los grandes ventanales en arco del lado este. La cabeza de Arn le daba vueltas, tanto por el vino como por los infinitos conocimientos del conde Raimundo acerca de todo lo que era malo en Tierra Santa.

Arn recordó que una vez, siendo muy joven, bebió demasiada cerveza en un convite y que se sintió muy mal y le dolió la cabeza al día siguiente.

Había logrado olvidar aquella condición, pero aquella mañana experimentó un severo recordatorio.

Una semana más tarde Arn bajó cabalgando solo con su sargento Harald a lo largo de la costa hacia Gaza. Habían logrado llevar a todos sus heridos de Beaufort hasta el cuartel de los templarios en San Juan de Acre, la ciudad que otros llamaban Akko o solamente Acre. Allí, Arn encargó un transporte más grande y más seguro para llevar a todos sus sargentos supervivientes y más o menos malparados a Gaza; quería poner cuanto antes a sus hombres heridos bajo los cuidados de los sarracenos. Él y Harald se adelantaron a caballo.

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