Read El Caballero Templario Online
Authors: Jan Guillou
Mientras sus hombres y sus caballos intentaban cruzar el río, Arn reunió a los mejores arqueros en la orilla del río —Harald Øysteinsson era uno de ellos— para intentar mantener alejados a los arqueros a caballo y a los lanceros del enemigo mientras que a sus espaldas una desesperada y ensangrentada masa de gente a pie, caballos y caballeros heridos intentaban vadear el río.
Dispararon hasta que se les terminaron las flechas, luego tiraron las armas y los escudos y se lanzaron al río, Arn y Harald los dos últimos. Pero únicamente ellos sobrevivieron de quienes se quedaron hasta el final, debido a que ambos sabían sumergirse y dejar que la corriente los arrastrase un buen trecho por la parte central del río antes de alcanzar la orilla entre jadeos.
Sólo hubo un breve respiro al otro lado mientras intentaban poner de nuevo un poco de orden. Para la posiblemente poco apropiada alegría de Arn, apareció su caballo
Chamsiin
galopando en medio del barullo.
Jinetes e infantería de la orden de los sanjuanistas habían llegado al rescate al otro lado del río Litani y conducían al abatido grupo de templarios hacia la fortaleza de Beaufort, que estaba a tan sólo una hora de camino. Hacia allí se dirigían también muchos de los huidos del ejército del rey.
Pronto la fortaleza estuvo rodeada por las fuerzas de Saladino, pero eso no era preocupante, pues Beaufort era una de las pocas fortalezas inexpugnables.
Los sanjuanistas no eran amigos de los templarios, Arn no sabía por qué, sólo que siempre había habido tensión entre las dos órdenes. A menudo sucedía que si los sanjuanistas participaban en una batalla, los templarios se mantenían alejados, y a la inversa. Esta vez los sanjuanistas no habían participado más que con una pequeña fuerza simbólica mientras su contingente principal se mantenía a salvo en el interior de los muros de Beaufort.
Los templarios solían dar el apodo de samaritanos negros a los sanjuanistas, lo que se refería tanto a sus camisolas negras con una cruz blanca como a que el origen de la orden era el hospital y los cuidados médicos gratuitos. Pero ahora que había muchos heridos a quienes curar no se oían insultos entre los templarios rescatados y heridos que de la forma menos voluntaria se habían convertido en invitados de la orden competidora.
La primera noche en Beaufort fue dura, con muchos heridos que curar. Aun así, desvelado, con los ojos enrojecidos e invadido por una pena infinita, a la mañana siguiente Arn se obligó a dar un paseo por los muros de la fortaleza para ver y aprender. Beaufort estaba en una posición muy alta, al oeste se veía el brillante mar, al norte el valle de Bekaa y montañas cubiertas de nieve al este. La alta ubicación de la fortaleza hacía que fuese impensable imaginar cómo un enemigo podría construir unas torres de asedio para pasar por encima de los muros. Los escarpados peñones a su alrededor hacían casi igual de imposible acercar artefactos lanzadores y catapultas. Y que el enemigo se quedase como estaba ahora a las afueras profiriendo insultos era completamente inútil. Ni siquiera un asedio muy largo tendría efecto, pues la fortaleza tenía su propio manantial y las cisternas estaban tan llenas que había que dar salida al agua por un canal artificial que llevaba hacia el oeste. Los graneros estaban siempre llenos y tenían capacidad para alimentar a quinientos hombres durante un año.
El lado negativo de los peñones escarpados era que posiblemente sería difícil sorprender a un asediante con ataques relámpago de la caballería. Ahora mismo había más de trescientos caballeros en la fortaleza y otros tantos sargentos y ése era un ejército que en terreno llano podría haber aniquilado en seguida a los bocazas que ahora rodeaban los muros. Si allí fuera supiesen el tamaño de la fuerza del interior, seguramente serían menos audaces. Pero eso era lo que tenían las fortalezas, que siempre guardaban un secreto. ¿Habría sólo veinte defensores allí dentro o mil? Más de una vez había sucedido que un enemigo superior pasaba de largo sin atacar las fortalezas por haber hecho una estimación equivocada de la fuerza de la guarnición. Y del mismo modo había sucedido lo de ahora, que el enemigo creía estar asediando una fortaleza casi vacía, se dejaba invadir por la seguridad y luego era destrozado con la primera ofensiva.
Arn fue a cuidar de nuevo de
Chamsiin
, lo cepilló y le habló de su gran pena mientras examinaba por tercera vez cada centímetro de su cuerpo para asegurarse de que ninguna flecha hubiese ocasionado una herida oculta. Pero
Chamsiin
estaba tan intacto como su dueño, sólo con algunos rasguños, algo con lo que ambos habían aprendido a vivir.
De
Chamsiin
se fue al cuartel de los sargentos invitados, habló con los heridos y celebró un tiempo de oración. Tras los rezos se llevó a Harald Øysteinsson arriba a los muros para enseñarle cómo funcionaba una fortaleza.
Cuando caminaban a lo largo del parapeto del muro occidental descubrieron una espantosa procesión que subía hacia la fortaleza. Eran varios escuadrones de jinetes mamelucos que poco a poco iban subiendo las laderas. Cada uno de ellos llevaba una cabeza ensangrentada en la lanza y casi todas las cabezas tenían barba.
Permanecieron como petrificados, sin decir nada, sin alterarse lo más mínimo ni revelar lo que sentían, aunque a Harald Øysteinsson le resultó muy difícil, y tuvo que esforzarse mucho para actuar del mismo modo aparentemente indiferente que su canciller.
Los triunfantes mamelucos fueron colocándose fila tras fila a lo largó del muro occidental, agitando las lanzas ensangrentadas de modo que las barbas de las cabezas cortadas se movían arriba y abajo. Uno de ellos se adelantó más que los demás y alzó su voz en algo que a los oídos de Harald parecía una plegaria, una lamentación y un grito de victoria todo a la vez.
—¿Qué dice? —susurró Harald con la boca seca.
—Dice que da gracias a Dios el Todopoderoso por haber anulado la ofensa de Mont Gisard, que lo que sucedió ayer en Marj Ayyoun lo compensa de sobras, que todas nuestras cabezas acabarán también ensartadas en una lanza y otras cosas por el estilo —respondió Arn, inexpresivo.
En ese momento apareció corriendo el maestro de armas de Beaufort en el muro, acompañado por varios sanjuanistas. Gritó la orden de que no se disparase al enemigo, y los sargentos que ya estaban buscando a tientas sus arcos y ballestas bajaron las armas.
—¿Por qué no podemos disparar? —preguntó Harald—. ¿No deberían al menos morir algunos de ellos para poner fin a su jactancia?
—Sí —dijo Arn con el mismo tono inexpresivo que antes—. El que cabalga delante de todos debería morir, puedes ver por la cinta de seda azul en su brazo derecho que él es su mando y es él quien se proclama el gran vencedor, delfín de Dios y otras blasfemias. Preferiblemente debería morir, pero no hasta que hayamos cantado nona.
—¿No deberíamos vengarnos en lugar de cantar salmos? —murmuró Harald sin ocultar su impaciencia.
—Sí, eso puede parecer lo lógico —contestó Arn—. Pero ante todo no debemos precipitarnos. Como puedes ver, se han situado donde deben de pensar que están a una distancia segura de las flechas y…
—Pero yo puedo…
—¡Silencio! No debes interrumpirme, recuerda que eres sargento. Bien, yo sé que puedes alcanzarlo desde aquí; yo también puedo. Pero el fanfarrón de ahí abajo no lo sabe. Además, nosotros no decidimos aquí, en el templo de los sanjuanistas. Su maestro de armas dio la orden de que no se disparase, una sabia decisión.
—¿Por qué es tan sabio? ¿Cuánto rato vamos a tener que soportar este macabro espectáculo?
—Hasta que cantemos nona, ya te lo he dicho. Entonces el sol habrá empezado a ponerse por el oeste, tendrán el sol de frente y no verán tus flechas ni las mías hasta que sea demasiado tarde. El maestro de los sanjuanistas fue sabio porque nosotros de aquí arriba no debemos mostrarles nuestro desespero, no debemos disparar en vano y arriesgarnos a hacer el ridículo. Desde luego, no queremos alimentar su alegría. Por eso dio la orden.
Arn se dirigió junto con su sargento hacia el maestro de armas sanjuanista, que seguía arriba en los muros, lo saludó muy respetuosamente y solicitó que al atardecer los dejasen matar a algunos de los mamelucos, pero que nadie disparase hasta entonces—,
Al principio el maestro de armas dio, reacio, su consentimiento, pues opinaba que por el momento el enemigo estaba demasiado lejos.
Arn se inclinó con humildad y luego solicitó que a él y a su sargento les fueran prestados arcos del almacén de armas, pues habían perdido los suyos al cruzar el río Litani, y que además lo dejaran practicar con los arcos abajo, en el patio del castillo, hasta que llegase el momento.
Tal vez fue algo de la seriedad en el modo de preguntar de Arn, o tal vez fuera la raya negra de su manto que demostraba su alto rango, pero el maestro de armas sanjuanista cambió repentinamente tanto el tono de voz como la postura cuando dio su aprobación a todo lo solicitado por Arn.
Un poco más tarde, Arn y Harald probaron los arcos en la armería, tomaron dos cada uno y una gran aljaba con flechas y salieron al patio del castillo donde colocaron dos balas de paja a modo de blanco.
Practicaron en silencio hasta hallar los arcos que mejor se les adaptaban y aprendieron a qué altura por encima del objetivo debían apuntar. Los caballeros sanjuanistas que habían ido a ver cómo sus desesperados huéspedes intentaban algo demasiado difícil fueron al principio algo altaneros en sus gestos y comentarios, pero enmudecieron en cuanto vieron de qué eran capaces el alto hermano y su sargento.
Cuando el sol alcanzó la altura adecuada al atardecer y se hubo cantado lo que había que cantar junto con los hermanos sanjuanistas en la gran iglesia de la fortaleza, Arn subió con Harald y algunos hermanos templarios a los muros y les pidió que caminasen un par de veces por el muro. Tal como había esperado, los mantos blancos provocaron a los enemigos de abajo, que de nuevo empezaron a alzar las lanzas con las cabezas ensartadas. Retomaron los gritos y las burlas en el mismo punto donde lo habían dejado anteriormente, tras no haber recibido ni un solo disparo perdido.
Los templarios permanecieron serios y en silencio y completamente visibles en los muros, mientras el enemigo burlón se atrevía a acercarse cada vez más. Pronto los templarios pudieron reconocer a algunos de sus hermanos que ahora se hallaban en el paraíso. Siegfried de Turenne era uno de ellos. Ernesto de Navarra, el gran espadachín, también era uno de ellos.
De nuevo se adelantó el emir que más había vociferado acerca de la protección de Dios y la gran victoria en Marj Ayyoun, alzando delante de él su ensangrentado trofeo.
—Ése será nuestro primer objetivo —afirmó Arn—, Le disparamos los dos, tu alto y yo bajo. Cuando esté muerto, ya veremos qué podemos hacer con los demás.
Harald asintió con la cabeza, en silencio, mientras tensaba su arco, lo alzó, y miró de reojo a Arn, que también levantó su arco tensado. El sol les hacía parecer siluetas y la sombra de sus cuerpos ocultaba el brillo de las puntas de flecha.
—Tú primero, luego yo —ordenó Arn.
En esos momentos el emir de abajo estaba pasando de una larga retahila de bravatas a invocar de nuevo a Dios, echó su cabeza un poco hacia atrás y cantó una oración todo lo fuerte que pudo.
Una flecha le entró por la boca y le salió por la nuca y otra le atravesó el pecho, justo donde se dividen las costillas. Cayó mudo de su caballo.
Antes de que los hombres que lo rodeaban tuvieran tiempo de comprender lo que había sucedido, otros cuatro de ellos cayeron atravesados por flechas y se creó un alboroto cuando todos intentaron retroceder simultáneamente.
Entonces un chaparrón de flechas cayó sobre ellos, pues todos los arqueros del parapeto habían recibido la orden de hacer cuanto pudiesen. Así, cayeron más de diez mamelucos por culpa de su soberbia y por su deseo de burlarse de los vencidos.
Luego Harald recibió muchos elogios tanto por parte de los templarios como de los sanjuanistas por su primera flecha, con la que había cerrado el pico al peor de los alborotadores del mejor modo imaginable. Ese flechazo viviría por mucho tiempo en la memoria de todos ellos.
Ante Arn, Harald reconoció que la flecha había ido demasiado alta, que su intención había sido dar en algún punto debajo de la barbilla. Arn dijo que no había ninguna necesidad de confesar ese error a nadie más. De cualquier modo, se podía interpretar como que Dios había dirigido la flecha a la boca del blasfemo. Con toda seguridad, se había puesto fin a las burlas de los mamelucos, eso era lo más importante. Ahora que sus hombres yacían muertos frente a los muros, a los mamelucos probablemente se les quitarían las ganas de seguir gritando.
Así fue. Los mamelucos se retiraron en espera de la oscuridad de la noche para poder ir a recoger sus muertos. A la mañana siguiente habían desaparecido.
El comendador de los sanjuanistas en Beaufort se había abstenido, por expresa solicitud del conde Raimundo III de Trípoli, que también se hallaba entre los vencidos tras los muros, de invitar a Arn a pan y a vino tras las completas. Era bien sabido que el conde Raimundo odiaba a los templarios.
Pero cuando el comendador se enteró de cómo su hermano de rango de los templarios había acallado a los gritones de extramuros, encontró que era absurdo no invitar a Arn a cenar el pan y el vino aquella misma noche.
Arn se presentó confiado, pues sabía que el conde Raimundo era el más importante de los caballeros seglares de Outremer, pero no sabía nada del odio que el conde guardaba a los templarios.
Lo primero que experimentó cuando al anochecer entró en los aposentos del comendador, en la parte noroeste de la fortaleza, fue que el conde era el único entre los caballeros mundanales y religiosos que se negaba a saludarlo.
Cuando todos se hubieron sentado y hubieron bendecido el pan y el vino, el ambiente era tenso. Bebieron y comieron un rato en silencio, hasta que el conde Raimundo con palabras mordaces preguntó en qué habían estado pensando los locos en Marj Ayyoun.
Arn fue el único de la sala que no comprendió a quién se refería el conde con eso de locos, y pensó que la pregunta no iba dirigida a él. Pero pronto descubrió que todo el mundo lo estaba mirando en espera de una respuesta; entonces dijo, tal y como él lo había entendido, que no había comprendido la pregunta, si es que ésta iba dirigida a él.