El Caballero Templario (43 page)

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Authors: Jan Guillou

BOOK: El Caballero Templario
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Ulvhilde tenía un poco de miedo y tomó a Cecilia Blanka de la mano, pues cuando se hubieron adentrado un poco en el mar, algo que hicieron muy rápido, se imaginó a sí misma como en la cáscara de una avellana sobre un enorme y oscuro vacío.

Al cabo de un rato le preguntó preocupada si no existía el peligro de perderse y no llegar a ninguna parte en un mar tan grande. Cecilia Blanka no tuvo tiempo de contestar, pues el remero que estaba a sus espaldas había oído su pregunta y la repitió en voz alta a sus ocho compañeros, que rieron tanto que dos de ellos acabaron por caerse. Tardaron un rato en calmar su hilaridad.

—Nosotros, los noruegos, hemos navegado en mares más grandes que el Vättern —le explicó entonces el remero a Ulvhilde—, Y una cosa le puedo prometer, damisela. No nos vamos a perder en el pequeño Vättern, que sólo es un lago; algo así sería impropio de nosotros.

Al caer la tarde refrescó un poco, de modo que Cecilia Blanka y Ulvhilde se acurrucaron en sus mantos. Se acercaban ya al castillo que estaba en la punta sur de la isla de Visingsö. Justo ahí había riberas escarpadas que se prolongaban en forma de dos amenazadoras torres y el alto muro que las unía. De una de las torres pendía una gran bandera con algo bordado en oro que Ulvhilde imaginaba que debían de ser las tres coronas.

Le asustaba la amenazadora oscuridad del castillo, pero también la idea de que pronto estaría ante el asesino de su padre, el rey Knut. Hasta ahora no le había dedicado ni un solo pensamiento, como si hasta el último instante quisiera aferrarse únicamente a lo que había de bueno en la libertad. Si hubiese dependido de ella, habría preferido no tener que ver al rey Knut, pero no lo pensó hasta que fue demasiado tarde y la proa del barco remontó la orilla con un poderoso estruendo y todo el mundo se preparó para desembarcar.

Cecilia Blanka tomó con más fuerza la mano de su amiga como si le hubiese leído el pensamiento y le susurró que seguramente sería fácil verse con Knut y que no había por qué preocuparse.

El rey había bajado a la orilla para recibir a la reina, al canciller y a la joven invitada de los Sverker.

Cuando hubo saludado a su canciller y a su reina con toda la cortesía exigida, se dirigió hacia Ulvhilde y la miró, pensativo, mientras ésta bajaba la mirada llena de miedo y timidez. Lo que vio ante sí, y en contra de lo que pensaban todos menos su esposa, le cayó de inmediato en gracia. Dio un paso hacia Ulvhilde, tomó su barbilla con la mano y la alzó, y la observó con una mirada más llena de cariño que de odio. Todo el mundo pudo comprobar que le gustaba lo que veía.

Pero las palabras de saludo que dirigió a Ulvhilde sorprendieron incluso a Birger Brosa.

—Es un placer darte la bienvenida a nuestro castillo, Ulvhilde Emundsdotter. Lo que una vez hubo entre nos y tu padre está enterrado, pues entonces estábamos en guerra y ahora hay paz. Por eso debes saber que supone una gran alegría poder saludarte como señora de Ulfshem y sé que estarás segura entre amigos como invitada nuestra.

Retuvo unos instantes la mirada de Ulvhilde antes de ofrecerle de repente su brazo, tomando de inmediato a la reina por el otro, y acompañado por las dos se encaminó delante de todos los demás hacia el castillo.

Pasaron poco tiempo en Näs, aunque para Ulvhilde se hizo largo, pues había miles de menudencias que debía aprender y de las que no tenía la más mínima idea. Comer no era sólo comer, sino algo con tantas normas como en Gudhem, aunque estas normas nuevas eran al revés, tanto en lo que se refería a la conversación como a los saludos. En Gudhem, Ulvhilde había aprendido a no hablar nunca a menos que le fuese dirigida la palabra y a saludar siempre ella primero. Aquí en Näs era al revés, excepto por lo que se refería al rey, a la reina y al canciller. Por eso hubo muchas situaciones embarazosas con cosas pequeñas y sencillas. Los primeros días, Ulvhilde fue creando mucha confusión entre los mozos de cuadra, los asadores y las doncellas de la reina, pues ella los saludaba con amabilidad antes de que ellos la hubieran saludado primero. Lo que más le costaba al principio era ser quien primero decía algo, pues parecía habérsele quedado grabada la costumbre de esperar con la cabeza agachada hasta que le dirigían la palabra.

La libertad no era sólo algo que estaba en el aire y en el agua; era algo que debía aprenderse.

En esos días, Cecilia Blanka se acordaba a menudo de una golondrina que de niña encontró en el patio en casa de su padre. La golondrina yacía sobre el suelo piando de forma lastimosa cuando Cecilia Blanka la recogió, pero dejó de piar cuando ella la calentó en el hueco de sus manos. Colocó la golondrina en una caja hecha de corteza de abedul, en cuyo interior había preparado un lecho de lana suave, y durmió dos noches con el pajarito a su lado. La segunda mañana se despertó temprano, salió con el pájaro al patio y lo lanzó al aire. Con un chillido, saludó la libertad, ascendió rápido hacia lo más alto del cielo y desapareció. Nunca comprendió cómo supo el modo de hacer que el pájaro volase de nuevo, sólo había sentido que estaba haciendo lo correcto.

Del mismo modo veía ahora a Ulvhilde, que a diferencia de ella y de Cecilia Rosa había llegado a Gudhem siendo más bien una niña que una doncella, seguro que no debía de tener más de once años. Por eso las perversas y enrevesadas normas del convento habían hecho tanta mella en su persona que ahí fuera, en el mundo libre, se sentía tan perdida como la golondrina en el suelo. Ni siquiera comprendía que era hermosa. Pertenecía a la línea de la casa de Sverker, de la que Kol y Boleslav habían sido cabezas de familia y las señoras y las doncellas de esa línea del linaje solían tener el mismo aspecto que Ulvhilde, cabello negro y ojos oscuros y un poco rasgados. Pero Ulvhilde no veía su propia belleza.

Cecilia Blanka no había tocado el tema de la situación de Ulfshem, adonde pronto acompañaría a Ulvhilde a pesar de que el rey refunfuñaba acerca de ese viaje. Pero ni hablar de abandonar a Ulvhilde sola ante los fauces de un Folkung camino de ser desahuciado y de sus dos hijos, probablemente bastante codiciosos. Conocía un poco a los dos mozos. El mayor se llamaba Folke y era un hombre con ese tipo de idioma tan violento que solía acortar la vida, pues la lengua acababa significando la muerte para el propietario. El más joven se llamaba Jon y había aprendido con su pariente Torgny Lagman, hombre de leyes. Era silencioso, de ese modo que indica que no debía de haberlo tenido muy fácil siendo el hermano menor de un futuro guerrero que seguramente practicaba, como acostumbraban a hacer los hermanos, la mayor parte de su futura vida de combatiente en su hermano pequeño y más débil.

Cecilia Blanka reflexionaba mucho sobre lo que podía sucederle a una mujer hermosa y rica pero también inocente como Ulvhilde cuando fuese a parar entre hombres que la desearían por más de dos motivos. ¿No sería como soltar a un cordero entre los lobos precisamente en Ulfshem, la Casa de los Lobos?

Intentó discutir cuidadosamente con Ulvhilde lo que se le avecinaba. Insistió en que debían salir a montar juntas todos los días, porque por mucho que Ulvhilde se lamentase de sus doloridas nalgas, debía ser capaz de ir a caballo. En esos paseos a caballo, Cecilia Blanka intentaba retomar las conversaciones que habían tenido alguna vez las tres en Gudhem al hablar del amor que Cecilia Rosa sentía por Arn, o cuando fraguaban el rescate de la hermana Leonore y el hermano Lucien. Pero era como si Ulvhilde eludiese ese tipo de conversaciones, como si le asustasen, y hacía ver en esas ocasiones que le interesaba más la silla de montar o el paso del caballo que el amor y los hombres.

Parecía más abierta a ese tipo de conversaciones en los ratos que pasaban juntas todos los días con los dos hijos de Cecilia Blanka, que ahora tenían cinco y tres años. El amor entre madre e hijos parecía interesar a Ulvhilde infinitamente más que el amor entre hombre y mujer, por mucho que lo primero no fuese posible sin lo segundo.

Justo después de la misa de Lázaro, cuando finalizaba la siega tanto en Götaland Oriental como Occidental, Cecilia Blanka y Ulvhilde viajaron junto con sus escoltas hasta Ulfshem. Navegaron rápidamente con los noruegos hasta Alvastra, donde tomaron el gran camino hasta Bjälbo y luego siguieron en dirección Linköping, donde hallarían Ulfshem a medio camino.

Ulvhilde se había adaptado un poco más a la silla de montar y no se quejó demasiado durante el viaje, aunque la cabalgata duró dos días. Y cuanto más se acercaban a Ulfshem, más callada y más avergonzada parecía.

Al ver las casas de la finca, Ulvhilde las reconoció en seguida, pues las casas nuevas habían sido construidas justo donde habían estado las antiguas y más o menos del mismo modo. Los grandes fresnos que rodeaban la finca eran los mismos que los de su niñez, pero muchas otras cosas le parecían más pequeñas de lo que ella recordaba.

Naturalmente, las estaban esperando, pues una reina no podía ir de visita sin mandar un mensaje con gran antelación, y cuando su comitiva estuvo a la vista se produjo mucho movimiento y ajetreo en Ulfshem, donde los sirvientes, los guardias y los siervos se colocaron en el patio para recibir, saludar y servirles el primer pan a los invitados antes de que entrasen bajo techo.

Cecilia Blanka era una mujer perspicaz, aunque lo que ella notó lo habría notado la mayoría menos la inocente Ulvhilde. A los ojos de Cecilia Blanka, el señor Sigurd Folkesson y sus dos hijos Folke y Jon, que esperaban junto a él, se iban transformando a medida que ella y Ulvhilde iban entrando en el patio.

Si a la distancia los Folkung habían parecido reacios e incluso hostiles en sus poses, rápidamente se ablandaron y tuvieron que esforzarse por no manifestar su sorpresa al ver a Ulvhilde desmontar vestida con su opulento manto con los colores del adversario.

El señor Sigurd y el hijo mayor Folke se apresuraron a acercarse para asistir a Cecilia Blanka y a Ulvhilde cuando desmontaron y para entregar el pan y saludar.

Aunque habían sido más que compensados y que iban a trasladarse a unas fincas más grandes que Ulfshem con una parte de esa plata que Birger Brosa robó una vez en sus cruzadas, para ellos era una cuestión de honor. Nadie pensaría que era honroso que unos Folkung tuviesen que mudarse por culpa de una miserable doncella del linaje de los Sverker.

Pero Ulvhilde no era lo que habían esperado. Porque cuando los hombres se imaginan a las mujeres del enemigo, pocas veces suelen imaginárselas como hermosas.

Era posible que Sigurd Folkesson hubiera pensado saludar con palabras ariscas, pero lo que había pensado quedó en nada, pues ahora no hizo otra cosa que tartamudear y susurrar al darles la bienvenida, mientras sus dos hijos permanecían boquiabiertos, incapaces de dejar de mirar a Ulvhilde.

Cuando pareció llegar a su fin el confuso discurso de bienvenida,

Cecilia Blanka había pensado socorrer a Ulvhilde en la embarazosa situación y apresurarse a decir las palabras necesarias como respuesta. Pero Ulvhilde se le adelantó.

—Os saludo, Folkung, Sigurd Folkesson, Folke y Jon, con alegría en el hogar de mi niñez —empezó Ulvhilde sin sentirse en absoluto incómoda. Su voz era alta y clara—. Lo que una vez hubo entre nosotros está enterrado, pues entonces estábamos en guerra y ahora hay paz. Por ello debéis saber que supone una gran alegría para mí saludaros en Ulfshem y que me siento segura con vosotros como mis amigos e invitados.

Sus palabras les impresionaron tanto que ninguno de los Folkung supo qué responder. Luego Ulvhilde ofreció su brazo a Sigurd Folkesson para que pudiese acompañarla al entrar en la morada de su propiedad. El hijo mayor, Folke, tuvo entonces aunque tarde la sensatez de ofrecerle su brazo a la reina.

Al entrar por el gran portón de roble de Ulfshem, Cecilia Blanka sonreía, aliviada y a la vez bastante divertida. Las respetables palabras con las que Ulvhilde había sorprendido a sus Folkung invitados las había tomado prestadas sin vergüenza alguna del rey. Habían sido casi literales las palabras con las que el rey Knut había recibido hacía poco a Ulvhilde como invitada en Näs.

Ulvhilde, al igual que todas cuantas se habían visto obligadas a sufrir en un convento, aprendía con facilidad, pensó la reina. Pero no llegaría lejos sólo aprendiendo, había que tener sentido común para hacer uso de lo que se aprendía. Y precisamente eso lo había demostrado Ulvhilde de una forma clara y sorprendente.

La golondrina alzaba el vuelo con rápidas y ligeras alas hacia el cielo.

IX

S
i era cierto que la voluntad de Dios fuese que los cristianos perdieran Tierra Santa, el camino que les marcó hacia la gran derrota contra Saladino fue tan largo y tan tortuoso que en cada uno de los pasos decisivos resultaba casi imposible escrutar Sus intenciones.

De ser así, el primer gran paso hacia la catástrofe fue la derrota de los cristianos al enfrentarse a Saladino en Marj Ayyoun en el año de gracia de 1179.

Tal y como el conde Raimundo III de Trípoli le había dicho a Arn al iniciar su amistad y cuando juntos intentaron ahogar sus penas en el castillo de Beaufort de los sanjuanistas, naturalmente se podía ver la derrota en Marj Ayyoun sólo como una batalla más de una infinita serie que se había sucedido durante lo que pronto serían cien años. Ninguno de los bandos podía contar con vencer siempre, además se dependía mucho de la suerte o de la mala suerte, del tiempo y de los vientos, de las reservas que llegaban o no llegaban según lo previsto, de buenas o malas decisiones por parte de uno de los bandos, y para quienes en serio sostenían que eso era algo decisivo, de la siempre inescrutable voluntad de Dios. Por mucho que se intentase explicar la suerte en la guerra y por mucho que se rezase al mismo dios, algunas veces se perdía y otras se vencía.

Pero entre los guerreros del ejército del rey Balduino IV que fueron capturados en Marj Ayyoun se hallaba uno de los barones más importantes en la clase dirigente de Outremer, Balduino d'Ibelin. Si justo este hombre se hubiese librado del cautiverio en ese preciso momento, toda la historia del imperio cristiano en Outremer se habría escrito de otro modo. Seguramente los cristianos podrían haber permanecido en el país otro centenar de años, posiblemente habrían resistido la invasión de los mongoles y en ese caso habrían dominado esa tierra durante mil años o tal vez para siempre.

Sin embargo, eso no parecía posible de imaginar tras la batalla de Marj Ayyoun, que de ningún modo fue decisiva. Claro que resultaba irritante y caro que un hombre de la posición de Balduino d'Ibelin cayera prisionero, pero en absoluto era algo de vital importancia.

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