El Caballero Templario (18 page)

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Authors: Jan Guillou

BOOK: El Caballero Templario
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Lo que quedaba de aquella jornada transcurrió en el interior de los muros al igual que cualquier otro día, aunque no pudiese ser como cualquier otro. Que el rey iría a parar en su camino de presentación precisamente a Gudhem era novedad para todas las doncellas y hermanas legas. La madre Rikissa había considerado mejor no decir nada acerca de lo que sabía desde hacía varias semanas. Tampoco le había dicho nada a Cecilia Blanka, a pesar de tener que hacerle llegar un saludo real, un saludo que habría vuelto indomable a Cecilia Blanka, y por tanto también habría producido gran desorden entre las otras doncellas mundanales.

El séquito del rey se había desviado de su camino habitual. Tras pasar Jönköping se habían dirigido hacia Erikberg, lugar de nacimiento del rey y donde también su padre, de quien ahora se hablaba cada vez más a menudo como Erik
el Santo
, había nacido y donde los de su linaje habían construido una iglesia con los murales más bellos de toda Götaland Occidental. El rey se encontraba ahora en la parte que a él le resultaba más grata de todo su viaje, en el corazón de las tierras de la casa de Erik.

Nadie del interior de los muros podía saber con demasiada certeza lo que sucedía fuera, pues tan sólo sonidos y olores lo podían explicar. Muchos viajeros llegaron y partieron, había un constante ajetreo de cascos de caballo. Los olores revelaban que habían empezado a rotar una buena cantidad de asados. En el
vestiarium
, las doncellas de Gudhem no trabajaron mucho, pues se pasaron el rato imaginando en voz alta lo que los olores y los sonidos explicaban acerca de lo que sucedía tan cerca pero a la vez tan lejos. Sin embargo, era como si en todo este charloteo hubiese surgido una distancia entre Cecilia Rosa y las demás. Ahora era la única dentro de Gudhem con un fino hilo azul alrededor de su brazo derecho, sola entre las hijas de los Sverker. Fue como si poco a poco estuviese volviendo la antigua hostilidad, mezclada con miedo o cautela pues ahora ella era, estando ella sola o no, la mejor amiga de la futura reina.

La madre Rikissa iba a salir después de vísperas al banquete a las afueras de los muros y se abstuvo sensatamente de acompañar a las demás al
refectorium
a tomar la cena compuesta por sopa de lentejas y pan de centeno. Pero apenas tuvo tiempo la priora de bendecir la cena cuando apareció de nuevo la madre Rikissa, provocando una ola de miedo a su alrededor, pues tenía la cara pálida por la furia contenida. Entre labios apretados ordenó a Cecilia Rosa que la siguiese inmediatamente. Parecía como si Cecilia Rosa fuese a ser castigada, en el peor de los casos con
carcer.

Se levantó de inmediato y siguió, cabizbaja, a la madre Rikissa, pues en lugar de sentir temor se había encendido una luz de esperanza en su interior. Y tal como había deseado, los pasos de la madre Rikissa no se dirigieron hacia el
carcer
, sino todo lo contrario, hacia el portón y luego hacia el
hospitium
, desde donde podían oírse voces alegres procedentes del banquete que se estaba celebrando. También en las tiendas de delante de la forja y el establo había muchos hombres bebiendo cerveza.

Sin embargo, el
hospitium
era demasiado pequeño para dar cabida a más huéspedes de los exigidos por honor. Sentado a la mesa de roble de la sala estaba el propio rey y su canciller Birger Brosa, el arzobispo y el obispo Bengt de Skara, otros cuatro hombres que Cecilia Rosa no conocía y, al final de la mesa, en la cabecera, estaba Cecilia Blanka con su manto azul con las tres coronas y ribete de armiño.

Cuando entraron en la sala, la madre Rikissa empujaba a Cecilia Rosa con brusquedad, la tomó del cuello y la obligó a hacer una reverencia ante los señores, como si esa idea no se le pudiera ocurrir a ella misma. Knut Eriksson frunció el ceño y le dirigió a la madre Rikissa una severa mirada, a la que ella hizo caso omiso. Luego él alzó la mano derecha de modo que la conversación y los susurros en la habitación cesaron.

—Te damos la bienvenida a nuestro banquete aquí en Gudhem, Cecilia Algotsdotter —dijo con una mirada cariñosa a Cecilia Rosa. Luego prosiguió dirigiendo una mirada menos amable hacia la madre Rikissa—: Te invitamos con especial placer, pues es el deseo de nuestra prometida, y al igual que podemos invitar a la madre Rikissa, si así nos place, nuestra prometida puede invitarte a ti.

Acto seguido, hizo un gesto hacia el lugar en el que estaba Cecilia Blanka y donde había suficiente espacio libre. Entonces la madre Rikissa condujo a Cecilia Rosa, agarrándola con fuerza, por toda la sala como si no fuese capaz de comprender que debía hacerlo por sí misma, y cuando se sentó la madre Rikissa arrancó furiosa el hilo de lana azul que Cecilia llevaba atado al brazo, dio media vuelta y caminó apresurada hacia su sitio, en la otra punta de la mesa.

A nadie se le escapó el despreciable trato que la madre Rikissa había dado al color azul y por eso hubo primero un silencio incómodo. Las Cecilias se cogieron de la mano por debajo de la mesa para reconfortarse. Todo el mundo podía ver lo furioso que estaba el rey con la madre Rikissa por su comportamiento.

—Si tú, madre Rikissa, sientes hostilidad hacia la lana azul, ¿supongo que no debes de sentirte muy cómoda aquí con nosotros esta noche?… —dijo con sospechosa suavidad aunque a modo de propuesta señalaba la puerta de salida.

—Tenemos nuestras propias normas en Gudhem, que ni siquiera los reyes pueden cambiarlas, y ninguna doncella lleva colores de linaje en Gudhem —respondió la madre Rikissa con rapidez y sin temor, de modo que parecía que había dejado sin respuesta al rey. Pero entonces el canciller Birger Brosa golpeó la mesa tan fuertemente con el puño que las jarras de cerveza saltaron, y se hizo un silencio como entre relámpagos y truenos, y todo el mundo se agazapó de forma inconsciente cuando se levantó y señaló a la madre Rikissa.

—Debes saber, Rikissa —empezó con un tono de voz mucho más bajo de lo que había esperado nadie en la sala—, que nosotros los Folkung también tenemos nuestras reglas. Cecilia Algotsdotter es una querida amiga y fue prometida a alguien más que querido tanto por mí como por el rey. Cierto es que fue condenada a una dura penitencia por un pecado por el que muchos de nosotros hemos salido impunes, pero debes saber que, a mis ojos, ¡es una de los nuestros!

Había alzado la voz hacia el final y ahora se dirigía con pasos lentos pero determinados a lo largo de la mesa y se colocó tras las dos Cecilias, dirigiendo una mirada dura hacia la madre Rikissa, mientras lentamente se quitaba el manto y lo colocaba con cuidado, casi con ternura, sobre los hombros de Cecilia Rosa. Echó una fugaz mirada hacia el rey y éste asintió igual de fugazmente con la cabeza en señal de consentimiento. Luego volvió hacia su sitio, agarró su jarra de cerveza y bebió unos tragos bruscos, dirigió la jarra hacia las dos Cecilias y se sentó con pesadez y un gran estruendo.

Durante un buen rato la conversación fue forzada. Entraron los asadores con ciervo, cerdo, cerveza, verduras dulces y pan blanco, pero los huéspedes se limitaron a tocar la poca comida que debían por obligación.

Difícilmente las dos Cecilias podían empezar a decir todo lo que se morían de ganas de decir. Lo que se llamaba parloteo de mujeres habría sido muy poco apropiado en la mesa, ahora que el ambiente estaba tan tenso. Permanecieron sentadas con las cabezas agachadas con decoro y picoteando de la comida con el mayor de los recelos sobre la que de otro modo se habrían abalanzado tras tan larga temporada a dieta de convento.

Los asadores le habían llevado una comida especial al arzobispo Stéphan, carne de cordero asada en col, y bebía vino a diferencia de los demás sentados a la mesa. No había dejado que la batalla entre la madre Rikissa y el canciller interrumpiese sus placeres mundanales y ahora alzó la copa de vino y escrutó su color antes de llevársela de nuevo, embelesado, a la boca.

—Es como volver a estar en casa, en la Borgoña —suspiró al dejar la copa sobre la mesa—,
Mon Dieu
! Este vino no ha sufrido ningún estropicio por su largo viaje. Pero, por cierto, majestad, ¿qué tal van sus negocios con Lübeck?

Tal y como pretendía el arzobispo Stéphan, aunque intentara disimularlo, el rostro de Knut Eriksson se iluminó al oír la pregunta y éste empezó en seguida a explicarse con gran alegría.

En este preciso momento, Eskil Magnusson, hermano de Arn y sobrino de Birger Brosa, se encontraba en Lübeck para sellar un acuerdo comercial con el mismísimo Enrique
el León de Sajorna
. La mayor parte posible del comercio de las tierras de Gota lo dirigirían ahora hacia el mar Báltico e iría entre Götaland Oriental y Lübeck. Si los propios barcos mercantes no daban abasto, los de Lübeck pondrían generosos los barcos a su disposición. El nuevo y gran producto que deseaban era pescado seco de Noruega, algo que Eskil Magnusson había empezado a comprar en grandes cantidades y transportaba desde el mar noruego al lago Vänern, a continuación por ríos y por el lago Vättern para finalmente poder salir desde un puerto en Götaland Oriental. Hierro de Svealand y peletería y arenque salado y salmón y mantequilla pronto serían enviados por el mismo camino y los productos que pudieran ofrecer los de Lübeck a cambio eran igual de buenos, y lo mejor de todo era la plata que había de por medio.

No tardaron todos los hombres, tanto mundanales como espirituales, en entablar un acalorado y alegre debate acerca de lo que implicaría el nuevo lazo comercial con Lübeck. Grandes eran sus esperanzas y todos estaban de acuerdo en que el comercio era algo vinculado a los nuevos y buenos tiempos. También parecían convencidos de que la riqueza que seguiría a un mayor intercambio también llevaría a una mayor concordia y paz, así como en la condición inversa los caballos muerden cuando está vacío el pesebre.

La conversación era cada vez más ruidosa y servían cada vez más cerveza, de modo que el banquete, aunque tarde, tomó un buen camino.

Las dos Cecilias pudieron ahora empezar a hablar con cuidado, pues nadie podía oír lo que se decían al final de la mesa. Antes de nada, Cecilia Blanka explicó que Knut Eriksson había mandado hacía mucho tiempo un mensajero diciendo que llegaría a Gudhem ese día y que llevaría consigo el manto de una reina. Por tanto, la madre Rikissa debía de saberlo desde hacía tiempo pero, cruel como era, había decidido callar. Pues la única verdadera alegría de esa mujer no era amar a Dios, sino atormentar al prójimo.

Cecilia Rosa sugirió con suavidad que la felicidad debía ser, pues, mayor ahora que todo había pasado. ¿Porque cuán difícil no habría sido ir contando los días durante más de un mes y preocuparse constantemente por que pudiese haber un cambio en uno u otro sentido?

No llegaron mucho más lejos en su conversación, puesto que las fantasías de los hombres acerca del oro y la plata en el comercio con Lübeck se hacían repetitivas y el obispo Bengt aprovechó para hablar de sí mismo. Explicó cómo había temido por su vida, pero cómo había suplicado a Dios para tener valor, y entonces se había atrevido a intervenir con sensatez para salvar a las dos Cecilias de ser secuestradas; además, un secuestro de convento, el peor de todos los secuestros de mujeres. Continuó su historia, algo pesada, sin excluir el más mínimo detalle.

Dado que las Cecilias no podían charlar sobre otras cosas mientras estuviese hablando un obispo, que además hablaba precisamente de ellas aunque más de sí mismo, agacharon con decoro sus cabezas y continuaron hablando con señas por debajo de la mesa.

Cierto es que espantó a unos zopencos, ¿pero dónde estaba la valentía en hacer eso?
, dijo Cecilia Rosa con señas.

Tanto mayor habría sido su valentía si los Sverker hubiesen vencido en los Campos de Sangre
—contestó Cecilia Blanka—,
Porque ahora sólo arriesgaba su propia vida si nos entregaba.

Es decir, que su valentía consistió en no arriesgar su propia vida
, concluyó Cecilia Rosa, y con ello ninguna de las dos pudo evitar soltar unas pequeñas risas.

Pero el rey Knut, que era un hombre de gran lucidez y aún no estaba demasiado borracho, vio por el rabillo del ojo esta hilaridad en las mujeres y de repente se volvió hacia las Cecilias y preguntó en voz alta si este asunto no había sucedido tal y como había explicado el obispo Bengt.

—Sí, es del todo cierto lo que el obispo ha explicado —contestó Cecilia Blanka sin dudar lo más mínimo—. Unos guerreros desconocidos vinieron y exigieron con tan groseras palabras, que aquí no puedo reproducir, que Cecilia Algotsdotter y yo misma fuésemos entregadas fuera de los muros de Gudhem. Entonces salió el propio obispo Bengt y les ordenó con severas palabras que se marchasen sin causar ningún daño.

El rey y los otros hombres consideraron estas palabras angelicales procedentes de la prometida del rey durante un breve silencio y entonces el rey prometió que este asunto no quedaría sin compensación. El obispo Bengt no tardó en señalar que no pedía compensación por tan sólo haber hecho lo que exigía la conciencia y el deber hacia el Señor, pero que si algo bueno recaía en la Iglesia, siempre se alegrarían los servidores de Dios, al igual que los cielos. Pronto la conversación tomó otro cariz.

Cecilia Rosa preguntó entonces por señas a su amiga por qué el obispo mentiroso iba a salirse tan fácilmente con la suya. Cecilia Blanka le respondió que habría sido imprudente por parte de una futura reina avergonzar a uno de los obispos del reino ante otros hombres. Pero que no por ello nada estaba olvidado y que el rey ya conocería la verdad aunque en una ocasión más apropiada. Pero ahora, cada vez más animadas, habían empezado a mostrar sus señas por encima de la mesa y de repente comprendieron que la madre Rikissa les dirigía a lo lejos miradas que eran de todo menos cariñosas.

Birger Brosa también había visto algo, pues en los banquetes no solía ser quien más hablaba, sino que prefería escuchar y observar. Estaba sentado a su modo habitual, un poco recostado con la sonrisa burlona que le había creado su apodo Brosa,
el sonriente
, y con la jarra de cerveza perezosamente apoyada sobre una rodilla. De pronto se inclinó y colocó la jarra sobre la mesa con un estruendo de modo que la conversación murió y todas las miradas se dirigieron hacia él. Todo el mundo sabía que cuando el canciller hacía eso era porque tenía algo que decir y cuando el canciller tenía algo que decir, lo escuchaba todo el mundo, incluido el rey.

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