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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

El caballero del jabalí blanco (33 page)

BOOK: El caballero del jabalí blanco
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—Mi sitio está junto al rey, como caballero suyo que soy —proclamé solemne—, pero el ambiente de la corte me asfixia. He sabido que Nepociano ha sido nombrado conde de palacio. ¿Tú sabes cómo conocí a Nepociano?

—Sí, me lo has contado —dijo Teudano con fastidio—: aquella conversación tras la cortina en tiempos de Mauregato. Pero escucha, Zonio, los tiempos cambian y las gentes también. Quizá Nepociano ha ofrecido al rey algo especialmente importante. Ese hombre es un intrigante, es cierto, pero juega con muchas cartas en la mano. Acuérdate de Lutos: en realidad ganamos porque el guía de los moros era agente suyo. Quizás ahora Nepociano ha mostrado al rey más cartas como esa.

—Sea como fuere, Teudano, me cuesta aceptar que tengo que vivir con una víbora en el lecho.

—Y a propósito de lechos —atajó Teudano, burlón—, ¿no tendrá algo que ver la bella hijastra de Nepociano en todo esto?

—Eso no es asunto tuyo —repliqué sonrojado—. Lo de esa mujer solo complica las cosas. Nada más.

Teudano me miró fijamente unos instantes. Luego me dijo:

—Está bien, te sales con la tuya. Te dejaré salir de Oviedo. Pero solo porque tengo una misión para ti. ¿Has oído hablar de los castillos que Bermudo ordenó levantar al sur de las Bardulias y que tanto interesaban al rey Alfonso?

Por supuesto que había oído hablar de aquellos castillos. Además, buena parte de ellos bordeaban el valle de Mena, mi hogar. Contesté afirmativamente. Teudano prosiguió:

—Ya hay muchos levantados. Hay que visitarlos, comprobar sus defensas y verificar que los señores locales los tienen bien abastecidos de hombres y de víveres. Pensaba hacerlo yo, pero, puesto que te ofreces a salir de la ciudad, puedes encargarte tú.

—Te lo agradeceré eternamente —dije exultante.

—Ya tendrás ocasión. Ahora hablemos de lo que has de hacer. Esta misión no puedes cumplirla tú solo —continuó Teudano—. Te llevarás a una decena de hombres de la hueste. Ojo, que sean de los nuevos. Servirá para que aprendan un poco y para que se familiaricen con las cosas de la guerra. Tendrás que recorrer la frontera desde las tierras de Álava hasta la vieja Area Patriniani. Ya, ya sé que es tu casa. Tanto mejor. Así podrás ver a tu familia. Procura volver aquí para la primavera, en previsión de la próxima aceifa del emir de Córdoba. Y asegúrate de que esos castillos quedan bien defendidos. Te daré mensajes firmados por el rey para los señores de estos parajes. Y olvídate de Nepociano —dijo mi jefe y amigo en una última advertencia—: el rey sabe lo que hace.

Escogí a diez hombres de entre los guerreros que se habían sumado a la hueste del rey en los días de las Babias y el Quirós. Procuré que fueran de la zona: vascones y cántabros, porque conocerían mejor el terreno y porque se sentirían más predispuestos a hacer bien su trabajo. Recuerdo perfectamente sus nombres: Juanti, Zuría y Eneco venían del señorío de Mundaca, una, para mí, selvática tierra de Vizcaya; Azano y Fortún eran de Orduña; Munino, de Ayala; Armando, Hudelisco y Pedro habían salido de Sopuerta, donde los montes de hierro; Lope era de Carranza, como yo. Todos muy jóvenes, casi unos niños aún. Y valientes y despiertos. Ellos fueron mi primera mesnada.

Con mis diez muchachos cabalgué hasta la tierra de Ayala. Galopar libremente por el reino, lejos del ambiente de Oviedo y de los ojos de Creusa, me despejó la cabeza y los pulmones y me infundió un raro optimismo. En Ayala, por supuesto, acudí a ver a la dulce Argilo, la prima de Alfonso. No lejos de allí, en Iruña, cerca de una antigua ciudad romana, estaba el primer castillo que debíamos inspeccionar. El jefe local era un joven terrateniente llamado Munio Núñez. Al parecer, conservaba estrecha amistad con el rey Alfonso desde los tiempos de su exilio en estas tierras.

Para mi frustración, no encontré a Argilo. En el viejo caserón de Ayala solo estaba el presbítero Juan, a quien el rey, según se rumoreaba, iba a hacer obispo. Juan me informó de los últimos sucesos: Argilo se había prometido en matrimonio al tal Munio Núñez. Confieso que la noticia me irritó sobremanera. Yo jamás había pensado en hacer mía a Argilo, y sin embargo… de algún modo, en el fondo de mí, latía la esperanza de que aquella dulcísima mujer me estuviera reservada. El pronto obispo Juan me entretuvo contándome sus planes de colonización en los valles cercanos del sur: Losa, Valpuesta, Valdegovía, Tobalina… Un gran proyecto, sin duda. A mayor escala que el de mi familia en Mena. Era muy interesante, sí. Pero, después de la desagradable nueva sobre Argilo, yo no tenía cuerpo para colonizaciones. De un humor de perros, abandoné el caserón para dirigirme al castillo de Iruña. Donde tendría que encontrarme con el tal Munio, para mi contrariedad.

Fue el propio Munio Núñez quien salió a recibirnos al frente de unos pocos hombres. De entrada sentí una hostilidad infantil hacia él: ese era el hombre que me había arrebatado a Argilo. No obstante, el tal Munio resultó ser un caballero de una pieza, resolutivo y despejado, de maneras cordiales y muy dueño de sí. Él mismo había dirigido las obras del castillo. Nos lo enseñó sin omitir un detalle. Se trataba de una sólida construcción con basamento de piedra y muros de fuerte madera, levantado sobre un promontorio del terreno a orillas del río Zadorra. Desde allí se podía divisar con ventaja cualquier penetración enemiga. Munio, en un despliegue de celo, había fortificado también los alrededores con estacas en erizo y con esas grandes rocas puntiagudas que llaman dientes de dragón. Tuve que aceptar que era un jefe excelente. No obstante, picado como estaba, hice algún comentario sobre su matrimonio:

—He sabido, señor Munio, que vas a casarte con la dama Argilo de Ayala. Tuve la dicha de conocer a esa dama. Fue cuando vine a estas tierras a buscar a nuestro señor el rey Alfonso —añadí para darme importancia.

—Doña Argilo —contestó Munio— es la dama más alta que un hombre puede imaginar. Me siento muy dichoso de hacerla mi esposa.

Era evidente que don Munio también se había enamorado. Y seguramente con mucha más conciencia, razón y mérito que yo.

Había más castillos en la región. Visitamos uno en Añana, junto a las salinas. Otro en Lantarón, sobre una peña que llamaban del Mazo. Y un tercero en Alcedo, ya cerca de la curva del Ebro. El señor de estas tierras se llamaba Tello y, después de conocerle, di gracias al cielo porque Argilo se hubiera prometido con Munio, y no con este otro. Cruzando el Ebro por el camino del sol poniente llegamos a Frías, primero, y después a Oña. En ambos lugares, un veterano caballero llamado García había reedificado las viejas fortalezas de lejanos tiempos. Y lo había hecho a conciencia.

Toda esta red de castillos cubría muy adecuadamente las vías de penetración hacia Álava y Cantabria. Si los moros venían por aquí, no lo tendrían fácil. Solo me preocupó una cosa: los tres señores locales, Munio, Tello y García, parecían vivir completamente al margen cada cual de los demás. Estos castillos, por otra parte, quedaban muy al sur de los territorios cultivados en cada comarca: si había un ataque, era perfectamente posible que la guarnición de la fortaleza pereciera sin que nadie más se enterara, con lo cual los campesinos estarían perdidos. Se hacía necesario que existieran puntos de enlace entra la línea fortificada y las tierras habitadas. Por ejemplo, monasterios que ordenaran el territorio. Ese, por cierto, era el propósito del presbítero Juan en los valles de Losa y Valpuesta.

Desde Oña atravesamos las gargantas hacia el norte buscando el río Trueba. Entramos en el pavoroso desfiladero de la Horadada, donde el Ebro fustiga la piedra con la violencia de su juventud. En un extremo del desfiladero, como colgado de un monte, había un viejo castillo. Al paraje lo llamaban Tedeja, y a la aldea cercana, Trespaderne. Nadie había allí ahora, salvo extrañas gentes de aire feroz que habitaban cuevas naturales; debían de ser pastores medio nómadas como los que Teudano y yo habíamos visto en Ventosa. El castillo de Tedeja no era hoy otra cosa que un montón de ruinas, pero mañana podría ser un baluarte excepcional. Lo retuve en mi memoria. Finalmente cruzamos el Ebro y dimos en el Trueba. Una gran llanura apareció ante nuestros ojos. Yo conocía bien ese paraje: eran los grandes llanos donde mi padre soñaba mares de cereal. Después de un día de camino, el llano quedaba cerrado al norte por la vieja calzada de Amaya a Flavióbriga, sobre las ruinas de Area Patriniani. Allí se estaba levantando otro castillo. Y yo sabía a quién iba a encontrar en Area Patriniani: a mi hermano Vítulo.

En efecto, la última vez que pasé por el valle de Mena me contaron que mi hermano Vítulo estaba haciendo presuras en Area Patriniani, que ahora se llamaba Berrueza o Espinosa. Había llegado allí con una pequeña comunidad monástica, había levantado una iglesia con sus propias manos, como lo hizo en Mena, y aquellos buenos monjes se pusieron a trabajar. A Vítulo le hicieron abad, lo cual era una promoción considerable. Y a la llamada de mi hermano acudieron no solo monjes, sino también otras gentes de Cantabria —labradores, artesanos, herreros, leñadores— dispuestos a inventar un mundo. No me sorprendió conocer que la autoridad sobre el castillo del lugar se le había conferido precisamente a mi hermano.

Cuando llegamos a Espinosa reinaba allí el silencio más absoluto. Se diría que no había nadie en el lugar. Espinosa era un pequeño enclave de prados encajonado a este y oeste por anchos cerros; al norte se dibujaba una lengua llana que iba a perderse en los montes varias leguas arriba. Un buen lugar para protegerse, en fin. Una pequeña iglesia se elevaba sobre el cerro del este. Bajo ella, prados y huertos. Al oeste se levantaba otra iglesia aún más pequeña. El castillo estaba un poco más al sur, desplazado a modo de vigía. A simple vista se observaba que no estaba terminado. Nos impresionó el silencio reinante. Recorrimos lentamente los alrededores del castillo. Después cabalgamos hacia la aldea. El humo de una chimenea delataba la presencia de humanidad. Enfilamos hacia la iglesia principal. Bajé de Sisnando y golpeé en la puerta. Por un instante temí que mi hermano y sus monjes hubieran sido víctimas de alguna aceifa mora. Pero no, Vítulo era demasiado inteligente como para dejarse atrapar. Golpeé de nuevo la puerta y voceé:

—¡En el nombre de Cristo! ¡Somos caballeros del rey Alfonso!

Tras un breve lapso, la puerta de la iglesia se abrió lentamente. Sus goznes chirriaron con un quejido espantoso. En la penumbra del interior distinguí, sin ningún género de duda, la figura de mi hermano.

—¡Vítulo! —me eché en sus brazos.

—¡Zonio! —exclamó él a su vez—. ¡Hermano! ¡Qué alegría! Cuando vimos a unos jinetes viniendo desde el sur pensé que erais moros. Pero déjame que te mire. Estás cambiado. Y esa cicatriz en el rostro… ¡Vaya tajo! ¿Fue en Quirós?

—Fue en aquella batalla, sí, pero…

—¿Y esa espada? —me interrumpió Vítulo—. ¡Te han hecho caballero! Nuestros padres bailarán de alegría cuando lo sepan.

—¿Cómo están? —pregunté.

—Cansados. Y tristes. Hace unos pocos meses murió nuestro hermano Esteban, el pequeño Esteban.

La noticia me golpeó. Esteban era un niño fuerte y alegre.

—¿Cómo fue? —pregunté.

—Unas fiebres —diagnosticó mi hermano—. De repente enfermó y no hubo manera de atajarle el mal. Una semana estuvieron nuestros padres junto a su lecho, día y noche. Perdió la conciencia. No la recuperó. Y murió. Yo mismo le di los santos óleos.

—Que Dios le haya acogido en su seno.

Mi hermano se dirigió a una campana fijada a la fachada principal de la iglesia y comenzó a tañerla con energía. Al poco fueron apareciendo, de entre las boscosas lomas de alrededor, decenas de monjes y campesinos. Al menos el sistema de seguridad había funcionado. Mi hermano me presentó a sus vecinos: una comunidad de hombres y mujeres bravos y buenos, en todo igual a la del valle de Mena.

Después Vítulo y yo hablamos largo tiempo sobre el castillo. La orden para edificarlo se la cursó su obispo, que tenía sede en Santillana. Para entonces mi hermano ya había empezado a colonizar la zona. La iglesia en la que nos hallábamos fue su primera construcción: San Martín. Después apareció otro sacerdote llamado Eugenio y a él se debía la segunda iglesia del lugar: San Andrés. Eugenio le debía obediencia jerárquica, pero cada cual actuaba con entera libertad: se habían repartido el control de las tierras y uno y otro desarrollaban dos colonizaciones simultáneas. En cuanto al castillo, Vítulo supo que tenía que levantarlo, pero no le dijeron ni cómo ni con quién.

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