El caballero del jabalí blanco (41 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

BOOK: El caballero del jabalí blanco
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En esos afanes anduve todo el año, hasta que, un día, recibí un apremiante mensaje de Teudano. Me ordenaba acudir a Oviedo sin demora. Y decía algo más: «La corona de Oviedo se tambalea. Han secuestrado al rey». Sentí como si el mundo entero se volviera cabeza abajo. Partí de inmediato hacia la capital.

20. El secuestro del rey Don Alfonso

Un fuerte aguacero de otoño caía sobre Oviedo. Teudano se movía nerviosamente de un lado a otro de la sala de armas. Caminaba a grandes zancadas, las manos a la espalda, moviendo enérgicamente la cabeza. Para un hombre resolutivo como él, acostumbrado a solucionar problemas a golpe de espada, este enigma era literalmente insoportable.

—¡Te juro que yo le vi esa noche y estaba aquí, en esta misma sala, vivo y en perfecto estado de salud! El rey y yo estuvimos conversando largo rato sobre la frontera del oeste, la de Galicia y el Bierzo. En ese mismo lugar donde tú estás ahora, se entretuvo él moviendo las piezas de ese ajedrez… Bah, ya sabes que ha puesto ajedreces por todas partes. ¡Maldito Sisnando! El hecho es que a la mañana siguiente ya no estaba en su cámara. Se le vio entrar, pero nadie le vio salir. Y sin embargo… Hace dos semanas ya de eso. El rey ha desaparecido.

—¿Por qué deduces que le han secuestrado, Teudano? ¿No puede haber marchado de caza? —traté de calmar a mi compañero.

—Imposible. Sería la primera vez que marcha solo. Y además, ¿de madrugada? No tiene sentido. Escucha, es muy simple: se le vio entrar; no se le vio salir, pero no está. Luego solo hay dos posibilidades: una, que se lo ha tragado la tierra; la otra, que alguien se lo ha llevado.

—Imagino que habrás interrogado al personal de palacio…

—Naturalmente.

—¿Algún sospechoso?

—A esas horas solo estaban aquí los fieles. Nadie de quien desconfiar: todos hemos jurado dar nuestras vidas por Alfonso. Y el que viole su juramento sabe a lo que se expone. No, no… No puede haber sido uno de los nuestros. Qué diablos, ¡conozco a nuestra gente!

—Y dices que no había nadie más en palacio…

—Solo dos viejos sirvientes. Dos ancianos. Demasiado decrépitos para doblegar a un hombre fuerte y aún joven como Alfonso.

—¿Y los condes de palacio? —pregunté súbitamente iluminado.

—Ninguno estaba aquí esa noche —refutó Teudano—. Fromestano estaba en San Vicente. Adulfo, en San Salvador. Froila y Basiliscus, cada cual en su casa. Nepociano, fuera de Oviedo…

—¿Nepociano…?

—Sí, yo también lo pensé —atajó mi compañero—, pero no es verosímil. En efecto, estaba fuera de la ciudad, resolviendo no sé qué cosas en Onís. De hecho, tuve que mandar a un mensajero para buscarle.

—¿Crees que podríamos ir a verle ahora? —sugerí.

—¿A Nepociano? Realmente tienes una especial manía contra ese hombre…

—No conozco a ninguna otra persona que pudiera estar interesada en la desaparición del rey —pretexté.

—¡Eres obstinado, Zonio de Mena! —porfió Teudano—. ¿Crees que podemos ir a verle y preguntarle, así, de sopetón, si él ha secuestrado al rey?

—No, evidentemente. Pero ahora él, como conde de palacio, queda en una posición muy delicada. Y hay que exigirle que remueva cielo y tierra si es preciso para encontrar al rey.

—Como quieras —concedió mi amigo.

Desde que recibí la nota de Teudano participándome la funesta noticia, mil ideas tortuosas habían cruzado por mi cabeza. Pensé en un complot de los magnates lubricado con oro de Córdoba. Pensé en una maniobra de Nepociano. Pensé también en una fuga del propio rey, tal vez sintiéndose acosado. ¿Qué habría podido ocurrirle? Alfonso no era de esos hombres que de repente se esfuman. Llevaba una vida extremadamente ordenada, entregado siempre a las obligaciones de su corona; cuando se ausentaba por algunos días, ya fuera para ir de caza o ya para buscar retiro espiritual, se aseguraba bien de llevar protección y de que el personal de palacio supiera dónde estaba, por lo que pudiera ocurrir. Por eso su súbita desaparición era tan alarmante.

Encontramos a Nepociano en un gabinete que él mismo se había habilitado en una de las alas nuevas de palacio. Estaba despachando con Tioda, el arquitecto, no sé qué asuntos relativos a un cargamento de piedra. Me sorprendió su semblante: parecía verdaderamente torturado. Al vernos aparecer, se puso de inmediato en pie.

—¡Teudano! ¿Tenéis noticias? ¿Habéis sabido algo del rey? Zonio de Mena —se dirigió a mí en tono insólitamente afectuoso—, mil gracias por haber venido. Esto es desastroso. ¿No tenéis nada nuevo?

—Dios te guarde, Nepociano —saludé con toda la cortesía que pude—. No, no tenemos noticias nuevas. ¿Tú has averiguado algo?

—Nada —suspiró el conde; parecía un hombre derrotado—. Es como si se lo hubiera tragado la tierra. ¡Dos semanas ya! ¿Se os ocurre dónde buscar? Yo he mandado a unos soldados a husmear en el monte Naranco. Quizá haya marchado a cazar sin decir nada a nadie. Cosas más raras se han visto…

—Es una idea oportuna, Nepociano —concedió Teudano—. Nosotros trataremos de seguir otras pistas.

—Por cierto… —interrumpió Nepociano—. Creo que… Habría que intentar que esto no trascendiera. ¿Me entendéis? No hay por qué alarmar al pueblo. Y si esto se supiera…

—Entiendo —zanjó Teudano—. Descuida, que por nosotros no será. Mantendremos esto en secreto hasta resolver el misterio. Esa gente que has mandado al Naranco… ¿es de confianza?

—Yo respondo de ellos —aseveró firmemente el conde.

—Más nos vale a todos —comentó Teudano, ambiguo—. Vamos a seguir buscando. Quedad con Dios.

Y Teudano y yo nos marchamos de allí.

En los días siguientes efectuamos diversas pesquisas. En el castillo del Soto, en el de Gauzón, incluso en Pravia y en Cangas. Ni rastro. Acompañados de Fromestano y Adulfo investigamos en los monasterios cercanos; tampoco nadie sabía nada. Como había dicho Teudano, sí, parecía que al rey se lo hubiera tragado la tierra.

Llevaba ya tres semanas en Oviedo cuando algún duende maligno sopló en mi corazón. Acudí a misa en la iglesia de San Vicente con la seguridad de que allí estaría Creusa. Y efectivamente, estaba. Más bella que nunca. Los grandes ojos azul violáceo entornados bajo sus largas pestañas negras, los cabellos de azabache aureolando la alta frente bajo la caperuza, un manto de rojo oscuro sobre el cuerpo esbelto y fuerte… Como otras veces, la esperé a la puerta de la iglesia. Como otras veces, ella me había visto antes. Como otras veces, fingió no haberlo advertido.

—¡Zonio de Mena! ¡Qué sorpresa! ¿Cuántos años hace que no te veo? ¿Dos? ¿Tres? ¿Dónde has estado metido?

—Tres años, mi querida Creusa. Pero me sorprende verte sola. Te imaginaba ya casada con cualquier magnate de la corte —frivolicé—. O al menos, prometida…

—Ni una cosa ni otra —rió de buena gana—. No me gustan los caballeros de Oviedo. Los encuentro demasiado…

—¿Aburridos?

—En cierto modo. Insustanciales, más bien —señaló ella con un mohín despectivo—. Seguro que tu vida es más interesante.

—Te garantizo que mi vida, batallas aparte, se reduce a vigilar un páramo llano y asentar colonos en tierras vacías. Aquí os divertiréis más: hay música, hay mercados, hay…

—Hay demasiada gente —zanjó Creusa—. Ven, acompáñame. Vamos a mi casa. Mi madre no está. Lleva días fuera, arreglando no sé qué negocios. Tampoco está ahora mi padrastro, que se pasa los días y las noches en palacio. Cenarás y podremos hablar. Nadie nos molestará.

Caminamos unos minutos en silencio. Creusa me guió hasta un pequeño palacio; su palacio. Su padre le había construido una hermosa casa en la salida de la ciudad al Naranco. Pequeña de planta, pero con grandes habitaciones y amueblada con verdadero lujo.

—¡Aquí solo te faltan sedas de Córdoba! —comenté, admirado.

—Esas espero que me las traigas tú algún día —respondió ella, seductora—. Cada vez que oigo hablar de ti es por alguna sonada victoria. ¡Cuéntame eso de las Conchas de Arganzón! ¿Dónde está ese sitio?

Por toda respuesta, abrí mi capa y desplegué un paño.

—Esto es tuyo —le dije mostrando su pañuelo, ese que llevaba siempre anudado a mi azagaya; seguía sucio de la sangre enemiga vertida en las Conchas de Arganzón—. Me pediste que volviera con más: hela aquí.

—¡Te has acordado…!

La mujer sonrió. Debió de recibir aquello como una victoria personal. Pero ella también tenía una sorpresa guardada.

—Y esto es tuyo.

Del fondo del manto que cubría su cuerpo sacó un lienzo bordado. Lo abrió. Me quedé impresionado al ver el dibujo…

—¡Has bordado mi escudo!

En efecto, en el lienzo había bordado Creusa el jabalí blanco sobre campo azul, mi escudo de armas. Un torbellino de sentimientos contradictorios atravesó mi pecho: ese azul era de Deva, pero las manos que lo habían bordado eran las de Creusa.

—¿Te gusta? —preguntó ella con una sonrisa infantil.

—Me siento muy honrado. Inmerecidamente honrado. Es muy hermoso. Lo haré bordar en mi mejor túnica.

Unos criados de aspecto cansino sirvieron la mesa: pan, queso, miel, arenques, frutas, vino, un puchero humeante de hortalizas… Para mis austeros hábitos militares, un auténtico festín. Durante horas hablé de mi trabajo en la frontera, de mis pares en los castillos —Munio, Tello, García—, de mis muchachos —Juanti, Fortún y los demás—, del selvático Zaldún… De la batalla de las Conchas de Arganzón y del estandarte de Muawiya. Le hablé también de la corte de Carlomagno y de los caballeros del Pirineo.

—Es apasionante todo eso —decía ella, asomando a los dientes la punta de la lengua.

Yo recordé lo que me dijo Beato: «A las mujeres les gustan los guerreros, pero luego pretenden que se comporten como lacayos de cuadra». Por desgracia, eso fue lo único que recordé esa noche de todas las advertencias que me hizo el viejo monje de Liébana.

Llegado un determinado momento, y sin que yo lo percibiera, los sirvientes desaparecieron. Creusa se levantó de la mesa. Yo la acompañé. Se acercó a la chimenea. Frente a los leños ardiendo me besó. Y yo me perdí.

Soñé algo extraño. Estaba en el lecho de Creusa. Pero estaba solo. Me desperté, sobresaltado, y la vi allí, junto a mí. Pero miré su rostro y no era Creusa, sino Deva. Angustiado hasta el delirio, salté de la cama. Miré otra vez y no había nadie.

Por mi mente pasó, como un fogonazo, la imagen de la bruja del bosque arrojando polvos a la hoguera y haciendo surgir llamaradas de colores. De entre esas llamaradas surgían figuras de ajedrez. Sentí que me ahogaba y me asomé a la ventana: necesitaba aire.

Despejé el rostro en la noche fría y húmeda del otoño. Miré en torno a mí: estaba solo, sí. En la casa de Creusa. En su alcoba. Creí estar despierto, pero todo me daba vueltas. ¿El vino? Entonces escuché ruido fuera, en el campo. Me asomé nuevamente.

Alguien levantaba una linterna en la puerta de la casa. Era una figura pequeña y cubría su cabeza con un gran manto. Instintivamente, me aparté de la ventana: observar sin ser visto. Oí que alguien abría la puerta. Percibí voces: un hombre y una mujer. Traté de identificarlas, pero en vano. La mujer entregó algo a la figura, una especie de gran objeto cuadrado. Después la luz de la linterna desapareció.

Regresé a la cama. Estaba horriblemente mareado. Y me volví a dormir.

Cuando desperté, Creusa estaba allí, a mi lado, durmiendo profundamente, respirando tan apacible como una chiquilla. A mí me dolía la cabeza. Había perdido toda la noción del tiempo. La ventana a la que me asomé en mi sueño estaba ahora perfectamente cerrada. Con la violencia de un bofetón recordé que debía presentarme ante Teudano para continuar nuestras investigaciones. Me vestí en silencio y salí de allí a toda prisa. Recogí el paño que Creusa había bordado con mi escudo. No había nadie en la casa. Tampoco los sirvientes. Al cruzar el umbral de la puerta, noté que pisaba un pequeño objeto. Me acerqué a recogerlo. Quedé perplejo al descubrir que era una figura de ajedrez; una torre. La guardé en el bolso de mi túnica y salí a toda prisa de allí.

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