El caballero del jabalí blanco (27 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

BOOK: El caballero del jabalí blanco
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—Hablas mucho de la ambición de Hisam —apuntó Teudano, que en ningún momento había olvidado el objetivo de su misión—. ¿Tan terrible es?

—A todos los hijos de grandes reyes les ocurre lo mismo: oscurecidos por la sombra gigante de sus padres, se esfuerzan en dejar su propia huella y no reparan en gastos. Abderramán fue un gran rey. Hisam quiere serlo. Solo puede conseguirlo si viste su poder con ropas de oro y de hierro. Anoche os hablaba de los malikíes. Parece que esta va a ser el arma secreta de Hisam.

—Explícame eso —pidió Teudano.

—Los musulmanes no tienen Iglesia ni papa ni obispos. Tienen un profeta que es Mahoma, un libro santo que es el Corán y una tradición que es la Sunna. Y el jefe político es el jefe religioso. A partir de ahí, cada cual construye su propia vía. Pero el jefe político, para no ser discutido por nadie, tiene que multiplicar los gestos de piedad, y al mismo tiempo, para no verse amenazado por otro más piadoso que él, tiene que manifestarse más riguroso que nadie. Hace unos años llegó aquí, a Córdoba, una escuela de Arabia que llaman «malikí» y que ofrece una rígida traducción política y jurídica del Corán y la Sunna. Una doctrina cerrada, en fin. Justo lo que un nuevo emir necesitaba si quería afianzarse como jefe político y religioso indiscutible. Y esto va a cambiar mucho las cosas.

—Pero eso afecta a los musulmanes —objeté yo—. ¿Por qué ha de afectaros a los cristianos?

—Porque los malikíes predican la islamización completa del estado, y eso nos deja fuera a los demás. Mira, Zonio, entiendo que las cosas no se vean del mismo modo desde vuestras montañas, pero aquí, en Córdoba, no hemos vivido mal hasta ahora. En vuestro camino habéis cruzado campiñas sin fin. ¿Creéis que a esa gente le importa mucho la religión del que manda? Primero trabajaron para los romanos, y terminaron haciéndose romanos. Después trabajaron para los godos, hasta que les dejaron mezclarse con los godos. Yo mismo soy hijo de una familia romana y otra goda. Ahora trabajan para los musulmanes y nadie ha notado un cambio significativo en sus vidas. El que estaba abajo sigue abajo, y el que ha podido escalar en la nueva situación, lo ha hecho. Lo asombroso es que haya todavía tanta gente que se mantiene cristiana, como estos que veis ahora en esta iglesia. Pero es precisamente eso lo que va a cambiar. Si el malikismo se convierte en doctrina de estado, y Hisam pretende hacerlo, ya no habrá aquí otro destino para los cristianos que la esclavitud y la servidumbre.

—Eso necesariamente disparará la rebeldía en las ciudades libres —señaló Teudano, que seguía a lo suyo—: en Toledo, en Mérida, en Zaragoza…

—Sin ninguna duda —confirmó el veterinario—. Y en la misma Córdoba.

Sisnando nos dio algunas explicaciones más, pero ya no presté gran atención. La iglesia había ido llenándose de una variopinta muchedumbre. Los mozárabes de Córdoba afluían al templo, ignorantes de su destino. El sacerdote se acercó al altar. Comenzaba la misa en San Vicente.

Fue una hermosa ceremonia, la de San Vicente. Más majestuosa que las de Asturias. También más melancólica, porque la derrota se respiraba en el aire. Cuando concluyó la eucaristía, salimos de la basílica y mezquita. Fuimos a parar al zoco. Sisnando compró unas pasas con las que nos desayunamos. De repente llamó nuestra atención un enorme griterío. El veterinario nos apremió para acudir al lugar del que procedían las voces.

—Vais a ver algo interesante —dijo.

Me crujió el alma cuando descubrí, aupados en un estrado que llamaban catasta, cubiertos de cadenas, a unos esclavos expuestos para su venta. Sería una docena de personas, hombres y mujeres, blancos y negros, semidesnudos, exhibidos como ganado. Un tipo envuelto en una túnica parduzca y tocado con un pequeño bonete voceaba las excelencias de la mercancía. De vez en cuando golpeaba con una vara las espaldas de un hombre, para avalar su fuerza, o manoseaba los senos de una mujer, para exaltar sus virtudes como ama de cría. Alrededor de la catasta, una miríada de compradores voceaba a su vez ofertas de compra. El tipo de la túnica regateaba los precios y discutía con el público. Cuando llegaban a un acuerdo, el esclavo bajaba del estrado y era entregado a su dueño, que se lo llevaba atado del cuello. Se me partía el corazón de imaginar a Deva y a mi hermano Tello vendidos de semejante manera.

—¿Esto pasa todos los días? —pregunté.

—Oh, no —contestó Sisnando—. Solo un par de veces al mes. Hoy hay poco género. Cuando esto se anima de verdad es en verano, después de las aceifas, con enormes cantidades de esclavos traídos del norte y también de África.

—Yo tengo algún amigo que ha sido capturado por los moros —aventuré—. Gente de mi pueblo. ¿Qué habrá sido de ellos?

—De los hombres, no lo sé. Si son jóvenes y fuertes, a muchos los mandan a África para que se conviertan en guerreros, porque allí los moros están en gresca permanente entre sí. Me han contado que otros terminan en oriente, en la otra esquina del mundo. El mundo mahometano es muy grande, tanto como el pie del diablo. No sé si habrá sido esa la suerte que han corrido tus amigos. A otros los compran aquí y los envían a las tierras de su dueño, ya sea en Zaragoza o en el Levante o en cualquier otro lugar. En cuanto a las mujeres… —Un escalofrío me recorrió la espalda. El veterinario siguió con su perorata—: A las mujeres es mucho más fácil seguirles la pista, sobre todo si son mozas y bonitas. A esas las suelen cuidar bien porque valen mucho dinero. Aún más las rubias y pelirrojas. Las recluyen en un serrallo y allí las tienen hasta que el propietario las coloca a buen precio. Después, pasan al harén del notable que las haya comprado. Oh, no pongas esa cara: muchas de ellas eran miserables campesinas; la vida de lujo que les espera termina gustándoles más que su anterior condición.

Toda la sangre se me subió a las sienes ante el cínico comentario de Sisnando. Se me revolvía el cuerpo solo de imaginar a mi Deva en manos de cualquiera de esos sucios gerifaltes sarracenos. Tenía que buscarla y liberarla de su encierro. Mataría por ello si hiciera falta. Pero no debía manifestar la menor emoción; nadie podía conocer mis intenciones. Tragué saliva.

—¿Dónde está ese serrallo? —pregunté.

Sisnando rió, malintencionado.

—¡Ja, ja, ja! ¿Tienes ganas de aventuras? La juventud aprieta en el vientre, ¿eh? Escucha, chico, si quieres ese tipo de placeres, tendrás que preguntar en otro sitio, porque yo no soy el hombre indicado. Pero sí puedo decirte que encontrarás lupanares mucho más accesibles que el serrallo de las esclavas valiosas.

—No es eso —traté de sacar a Sisnando de su error—. Simplemente, tengo curiosidad por saberlo. ¿Dónde puede guardarse una mercancía tan preciada?

—Dicen las gentes de la ciudad que el serrallo está junto al propio palacio, lindando con el barrio judío, pues no en vano los judíos suelen encargarse de este negocio. Pero yo, muchacho, jamás he estado allí. Y si en algo aprecias tu vida, te aconsejo que no te acerques: mercancías tan caras suelen estar muy bien guardadas.

Pasamos el resto de la mañana en la casa de Sisnando. Empleé varias horas en entender el sentido de aquel extraño tablero de cuadrados blancos y negros, con sus hermosas piezas de madera, que nuestro anfitrión tenía sobre la mesa. «Se llama ajedrez», me había dicho. Era un juego de guerra importado desde el más lejano oriente. El veterinario había salido para varias horas: le requerían en el barrio de la jarquía, al este de la ciudad, para examinar una nueva remesa de caballos. Teudano, por su parte, empleaba el tiempo en preparar el carro para el camino de regreso.

—Ya sabemos todo lo que necesitábamos saber. Hay que preparar la vuelta antes de que se nos eche encima el invierno. Partiremos mañana.

Me quedaban unas pocas horas para averiguar si Deva estaba en Córdoba.

No conté a nadie lo que iba a hacer: solo habría servido para entorpecer a mi compañero. Me envolví en las viejas ropas —ahora, al menos, limpias— con las que habíamos llegado a Córdoba. Me cubrí la cabeza con una suerte de turbante que yo mismo me confeccioné: quería parecer deliberadamente ridículo. Busqué un palo que me sirviera de muleta. Salí de la casa de Sisnando fingiendo joroba y cojera. De tal guisa me arrastré hasta la puerta de la Pescadería.

Aprovechando el intenso tránsito de mercaderes me colé dentro de la medina. Por fortuna había muchos más mendigos, algunos de aspecto incluso más patético que el mío. Córdoba olía a aceite hervido, cuero y humanidad. Yo iba gritando indistintamente en árabe y latín: «¡
Sadka
,
sadka
! ¡Caridad, caridad!». Mi cabello revuelto bajo el turbante, mi rostro mal afeitado y el aspecto desastroso de mis ropas hacían más creíble mi papel. Alguien me arrojó unas monedas. Las guardé simulando avidez y mucho agradecimiento.

Seguí mi camino hasta el muro norte de la mezquita. Desde allí llegué a la esquina del barrio judío con el palacio. El serrallo debía estar cerca del barrio judío, me había dicho el veterinario. Sí, ¿pero dónde? Todos aquellos edificios pegados unos a otros, dispuestos como en un laberinto lleno de recovecos, se me hacían impenetrables. Recorrí la fachada norte del palacio gritando «
sadka
» y babeando. El mejor modo de pasar desapercibido era precisamente llamar la atención. Un guardia negro me pateó con grandes carcajadas. Yo seguí mi camino, siempre arrastrándome como el más miserable de los pordioseros.

La fachada norte del palacio terminaba en otra tapia. Hermosos árboles asomaban sus hojas sobre el muro. Era, sin duda, el jardín del alcázar. La calle corría encajonada entre la muralla de la ciudad y la tapia del jardín, e iba a terminar en una de las puertas de la medina. Mal sitio para escapar si las cosas se torcían. No circulaba mucha gente por allí, de manera que tampoco cabía disimularse entre la multitud. En el jardín se oía un rumor de agua y trinos de pájaros. Me detuve.

Me senté en el suelo como un auténtico mendigo. Desde mi posición podía ver, estáticos sobre las almenas de la muralla, a unos cuantos guardias del emir. Custodiaban la salida hacia Sevilla. Escudriñé aquel muro: si yo tuviera un harén, seguramente lo guardaría en un lugar como este, protegido y bien cubierto, resguardado de las miradas ajenas y, por otro lado, agradable como todo jardín. Comencé a cantar balbuceando, como si estuviera loco. En realidad lo estaba: loco de amor y de dolor por la suerte de Deva.

La tapia de los jardines mostraba algún tramo de lienzo enrejado. Al otro lado, matas de madreselva y arbustos. Pero el denso enramado dejaba pasar haces de luz, signo de que en algún lugar era posible vislumbrar el interior de aquel vergel. Intenté acercarme. En ese momento escuché con nitidez voces femeninas al otro lado del muro. Todos mis nervios se pusieron en tensión. Me aproximé. Pude ver lo que había dentro. Eran mujeres, sí. Jóvenes. Casi todas ellas lucían cabellos rubios o rojizos. El corazón se me iba a salir del pecho.

Un grupo de mujeres se movía dentro del jardín. Un brillo dorado me sacudió los sentidos. Ni siquiera me atrevía a dar forma a mis pensamientos. Algunas de aquellas mujeres se conducían con desenvoltura, como dueñas de la casa. Otras permanecían quietas, acurrucadas las unas junto a las otras, sentadas al borde de un estanque. Estas últimas debían de ser las esclavas dispuestas para la venta a algún magnate. Dos forzudos ataviados con exóticos ropajes custodiaban el gineceo. Sin duda estos eran los famosos eunucos, esclavos castrados para que pudieran vigilar a las mujeres sin que el propietario de la mercancía corriera riesgos. Una vez más el brillo dorado llamó mi atención. La ansiedad me estrangulaba. Aquellas risas eran su risa. Aquellos llantos eran su llanto. Aquellas voces eran su voz.

En ese momento sentí una fuerte patada en la espalda. Era un guardia. Me gritaba en su incomprensible jerigonza mientras me pinchaba en las piernas con un chuzo. De buena gana le hubiera roto el pecho, pero mi vida dependía de que supiera seguir hasta el final con mi papel. Me retiré del muro gritando como un lelo: «¡
Al-maraá
,
al-maraá
! ¡Mujer, mujer!». Más valía pasar por un mendigo lascivo y medio loco que por un enamorado y loco entero.

No, allí no estaba Deva.

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