El rey don Alfonso fue generoso con Nepociano. Así como el conde no había querido hacer daño a su rey, del mismo modo el rey quiso ser clemente. Gundesindo insistió en ejecutar a Nepociano de inmediato, pero Alfonso tenía otras razones:
—Cortarle la cabeza o sacarle los ojos solo servirá para manifestar que en el reino hay división. No podemos permitirnos eso. Ni por nosotros, ni por nuestro prestigio ante Carlomagno, ni por nuestra fama ante Córdoba. El emir no debe saber jamás que su oro ha sido capaz de corromper a uno de nuestros nobles. Es mejor que el asunto quede donde ha estado: entre nosotros. Y no se hable más. Ahora entraremos todos juntos en Oviedo, como si hubiéramos salido de caza. Que nadie ose pronunciar nunca más en mi presencia el nombre del traidor. Y punto final.
Nepociano abandonó Asturias. Me dijo Teudano que había terminado instalándose en algún lugar de la Aquitania, donde sin duda haría buenos negocios. Con él llevó a las dos Creusas, madre e hija, y también al lacayo que le había servido de mensajero durante esos días: el mismo cuya siniestra figura vi en la puerta de Creusa aquella noche de amor y embriaguez. En cuanto al único testigo del suceso, el hermano Marcial, fue oportunamente nombrado prior de un convento cerca de Braga.
El asunto del secuestro del rey no salió de los muros del palacio. Alfonso, en acción de gracias, llamó a dos orfebres lombardos del taller de Tioda, el arquitecto, y les encargó elaborar una cruz de oro y piedras preciosas.
—Se llamará —nos dijo el rey— Cruz de los Ángeles, porque como ángeles custodios habéis venido a rescatarme de mi encierro.
La pieza tardó varios años en verse acabada, pero cuando al fin salió del taller, asombró al mundo por su belleza. El rey la donó a la catedral de San Salvador.
Yo no volvería a ver a Creusa nunca más. Debí haber obedecido a Beato de Liébana.
Regresé a Espinosa con el ánimo quebrado, pero con un cierto espíritu de liberación y a la vez de penitencia. De liberación, porque nada me apetecía más que volver a mis campos abiertos, libres, solo cielo y tierra, caballo y espada y arado, cosas todas ellas ajenas a las servidumbres de la corte y a los sinsabores del amor. Y de penitencia, porque en mi voluntario encierro en la frontera veía una manera de redimir tanto dolor y tanto extravío. La vida de la frontera, con sus peligros y su aspereza, era mi purgatorio. Y caminé hacia él con la convicción de no merecer otra cosa.
Todo allí crecía sin pausa, tanto las aldeas como los campos. En el último año habían llegado numerosos grupos de refugiados mozárabes: huían de la intolerancia de Alhakán y los alfaquíes de la escuela malikí. Mi hermano Vítulo asentó en el valle de Espinosa a no menos de cincuenta familias. Supe que muchos huían desde Mérida hacia Galicia. Aquí, en Castilla, recibíamos a los que venían de Toledo y de Zaragoza.
En una ocasión tuve que dar personalmente escolta a uno de estos grupos de fugitivos. Lo divisaron mis exploradores que prestaban anubda en la sierra de la Tesla. En algún momento de su camino, los mozárabes se habían extraviado y terminaron en la vieja calzada que por Sasamón busca la vía del norte, la de Espinosa. Era un lugar extremadamente arriesgado, expuesto tanto a cuadrillas de bereberes como, sobre todo, a bandas de salteadores. Alerté a mis diez caballeros y marchamos al encuentro de los desdichados.
Interceptamos a la caravana en el Páramo de Masa, muy al sur de nuestras posiciones. Nunca había visto un cuadro tan lamentable como aquel: unos diez carromatos de aspecto destartalado avanzaban penosamente en el vacío. A su alrededor, un número indeterminado de hombres, mujeres y niños caminaba como si llevara sobre sus espaldas el peso de todos los pecados de la humanidad. Cuando nos vieron aparecer, los carros formaron un círculo y los hombres esgrimieron guadañas, horcas, hachas y cuchillos en actitud amenazante. Me di a conocer:
—Soy Zonio de Mena, caballero del rey don Alfonso de Oviedo. ¿Quiénes sois?
Un tipo de aire desconfiado se adelantó sin dejar de esgrimir su guadaña. Parecía ser el jefe del grupo. Su apariencia era pura devastación: sucio, desgreñado, el rostro cubierto de polvo y sudor, las ropas harapientas… Aquella gente estaba sufriendo lo indecible. El hombre respondió:
—Cristianos que buscan refugio en tierra bendecida por la cruz.
—¿De dónde venís? —interpelé al sujeto devastado.
—De Toledo. Hemos tenido que huir después de la represión del renegado Amorroz.
Yo conocía aquella historia: Amorroz era el gobernador enviado por Alhakán, el mismo que había mandado asesinar a los notables de la ciudad en la Jornada del Foso; el mismo que había ordenado decapitar al obispo Elipando. Sin duda el toledano decía la verdad. Aun así, la edad me había hecho receloso.
—Estáis en un camino muy peligroso. ¿No habéis encontrado a nadie? —pregunté de nuevo.
—Sí. Salteadores. En Coca nos robaron la comida. Pero lo peor fue… Después nos atacaron algo más al norte, en Sasamón. Eso fue ayer mismo. Mira.
A una señal suya, se izó el toldo de uno de los carros y en su interior apareció un hombre herido. Traía la cabeza abierta y el cuerpo empapado en sangre.
—Vinieron a por nosotros. Seis jinetes. Los rechazamos, pero este, mi hermano Celedonio, sufrió un golpe terrible. Me temo que vivirá poco más.
—¿Cómo te llamas? —dije al hombre.
—Pedro. Y estos son…
El resto de los hombres del grupo, una docena, se arremolinaron junto a él. Detrás, las mujeres. Enseguida, los niños. Todos tenían la misma traza de haber afrontado sufrimientos sin fin. El tal Pedro me fue diciendo sus nombres, uno a uno. Había labriegos, artesanos, un herrero, un criador de ganado…
—Bien —interrumpí la ceremonia—. No podéis estar aquí mucho más tiempo. Venid conmigo al norte. Os instalaré en tierra de cristianos.
La doliente compañía de fugitivos multiplicó los gestos de agradecimiento. Por los puertos de Tamanzos y la Mazorra condujimos a aquella gente hasta nuestros valles. Expliqué a Pedro cómo había que hacer las cosas. De momento vivirían en el castillo de Espinosa. En cuanto se hubieran repuesto del viaje, podrían hacer presuras de tierras en el valle donde confluyen el Trueba y el Cerneja. Una vez realizado el escalio, todos deberían dar cuenta del resultado al abad Vítulo, mi hermano, que administraba aquella región en nombre del rey don Alfonso.
Vi el júbilo pintado en sus ojos cuando les informé de que las tierras serían suyas.
—¿Cómo se llama esta tierra de promisión? —preguntó Pedro.
—Se llama Castilla.
Sería el verano del año de Nuestro Señor de 803 cuando los mensajeros de Munio Núñez, señor del castillo de Iruña, llegaron a Espinosa portando noticias alarmantes: un ejército moro ascendía desde Calahorra, una vez más. Su objetivo solo podía ser Álava, también una vez más. Sin duda el emir se había propuesto tantear el terreno. Pedí detalles sobre la fuerza enemiga. No me extrañó escuchar que su general esgrimía un estandarte verde: era mi viejo conocido Abd al-Karim ibn Mugait.
Esta vez decidí no dar la batalla, sino hacer una demostración de fuerza. Envié recado a todos los caballeros de los castillos cercanos. Cité a don Munio, don Tello y don García en el paraje de Arganzón, que tan bien conocíamos. Allí les expuse mi plan:
—Podemos ganar la batalla sin darla. Abd al-Karim ya ha salido escarmentado de estas tierras en una ocasión. Y sabe lo que le pasó a Muawiya. Siendo un veterano general como es, no se arriesgará a correr la misma suerte. Sin ninguna duda esta expedición es una maniobra para reconocer el terreno y saquear cuanto pueda. No aspira a más. Ni nosotros debemos dárselo.
—No entiendo nada de lo que estás diciendo —se impacientó don Tello.
—Enseguida lo entenderás. Vamos a salir al paso de Abd al-Karim. Pero no vamos a combatirle, sino a intimidarle. Iremos más al sur que ninguna otra vez. Ebro abajo, más allá de Miranda, el río y la calzada pasan entre dos alturas: el risco de Buradón y el monte de Gobera. Son dos cumbres largas y chatas desde las que se domina por completo el terreno. Lo que haremos será reunir a todos los hombres que tengamos y disponerlos en las cumbres, a lo largo de esa pequeña sierra.
—¿Nos esconderemos allí? —preguntó don García.
—No, nada de esconderse. Nos dejaremos ver. Todos. Que el moro sepa cuántos somos. Que sepa que sabemos por dónde se mueve. Que sepa que le estamos esperando. Que sepa que podemos caer sobre él donde queramos y cuando queramos.
—Pero… ¡Pero eso es un suicidio! —protestó don Munio—. Cuando vea nuestras líneas así extendidas, con toda seguridad desplegará a sus alas para aniquilarnos.
—No, Munio —refuté—. No lo hará. Primero pensará que le estamos tendiendo una trampa. Después verá nuestro número. Enseguida reparará en nuestra posición, firmes en lo alto. Entonces vendrá a su cabeza la catástrofe que vivió en Amurrio. Insisto: esta vez Abd al-Karim no ha venido a combatir, sino a saquear, y con las menores pérdidas posibles. Cuando vea que le cerramos el camino, dará media vuelta y se marchará.
—No comprendo cómo puedes estar tan seguro, Zonio —dudó don García—. Yo no lo veo nada claro.
—Hagamos una cosa —transigí—. Si advertimos que el ejército moro se despliega, volveremos rápidamente grupas y nos retiraremos hasta el cruce del Ebro con el Zaldorra. Pero os aseguro que ocurrirá lo que yo digo.
Tan seguros me vieron mis pares que aceptaron la estrategia. De todas partes afluyeron jinetes y peones hacia las crestas de Buradón y Gobera. Era una jornada de camino desde el valle de Arganzón. Nos pusimos en marcha al amanecer del día siguiente. Los moros aún no habían llegado, tal y como yo había previsto; los oteadores nos dijeron que estaban en los alrededores de Bilibio. En cuanto pisamos el objetivo, las mesnadas cristianas se desplegaron en una larga línea. Así pasamos aquella noche.
Cuando salió el sol, cada hueste se dispuso de la manera concertada. Todos izamos estandartes y banderas, y ordené que las trompas y los cuernos rasgaran la mañana con su sonido profundo de muerte y victoria. Visto desde abajo, el espectáculo debía de resultar imponente: miles de hombres con sus armas brillando al sol erizaban la montaña. Al poco tiempo apareció la columna mora: no llegaría a cinco mil hombres. Eso me tranquilizó. Si mi plan se torcía, al menos podríamos dar la batalla. Pero no fue preciso.
Abd al-Karim, en efecto, no había venido a combatir, sino a saquear. Cuando la columna mora hubo atravesado el paraje de San Felices y pudo vernos enfrente, se detuvo. El desconcierto recorrió las filas sarracenas. Varios enlaces galopaban arriba y abajo, de vanguardia a retaguardia, transmitiendo informaciones e impartiendo órdenes. Habría allí un millar de jinetes y en torno a cuatro mil peones; varios pesados carros de transporte salpicaban la formación. Al fin la columna se abrió y por ella vi avanzar, majestuoso en un hermoso caballo de pelaje tordo, al general Abd al-Karim ibn Mugait. Cuatro jinetes le escoltaban; uno de ellos enarbolaba el estandarte verde del jefe. Abd al-Karim se adelantó con sus guardias. Escudriñó con interés la longitud de nuestra línea. Ordené que nuestros hombres gritaran y chocaran sus armas y escudos mientras los cuernos y las trompas rompían nuevamente el cielo. Abd al-Karim hizo caracolear a su caballo. Nos dio la espalda. Una vez más se giró para contemplar la sierra erizada de lanzas cristianas. Intercambió algunas palabras con sus capitanes. Entonces volvió grupas y se fundió de nuevo con la columna. Los moros se retiraron por donde habían venido.
La retirada del general Abd al-Karim tuvo efectos estimulantes en las gentes de la región. En particular, convenció al ya obispo Juan, el maestro del rey y protector de doña Argilo, de que había llegado el momento de poner en práctica sus planes de colonización. Juan conocía muy bien estas tierras: las venía explorando palmo a palmo desde muchos años atrás. Y, con frecuencia, su tema preferido de conversación era lo que iba a hacer en los valles del sur cuando estuvieran libres de la amenaza musulmana: Valpuesta, Gobia, Losa, Tobalina… en su boca estos nombres cobraban dimensiones épicas y ascendían hasta la condición de un nuevo Israel. Y en cierto modo lo eran.
Juan me pidió que le acompañara. Lo hice de muy buen grado. El obispo quiso empezar por asegurar un primer enclave muy al sur, en el valle de Valpuesta, al borde del río Flumencillo. Los castillos de Añana y Lantarón protegían el lugar frente a cualquier ataque moro. Aquí, en Valpuesta, había encontrado Juan las ruinas de una iglesia dedicada a Nuestra Madre Santa María. Trajo algunos frailes y una docena de colonos y organizó la repoblación del lugar. No esperó a que hubiera acabado la restauración de la iglesia para entrar en el valle contiguo, Valdegobia, entre el arroyo Valdelagua y el río Tumecillo, e inmediatamente señaló dónde construir una aldea y cómo organizar los cultivos. Una vez hecho esto, volvió sobre sus pasos y entró —entramos, debería decir— en el valle de Losa; un lugar que a mí me resultaba especialmente querido, porque este era el valle contiguo por el sur al de Mena, y en esta ancha comarca, regada por el Jerea, siempre había soñado mi padre poner algún día los pies. Sobre una ladera de los montes hallamos las ruinas del pueblo de Fresno de Reanta, y aquí estableció el obispo Juan otro enclave. Para bendecir la fundación, mandó construir una iglesia dedicada a los Santos Justo y Pastor, los niños mártires de Tielmes.