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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

El caballero del jabalí blanco (26 page)

BOOK: El caballero del jabalí blanco
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Lope nos dejó en el chamizo. Después de tantos días al raso o en refugios de ocasión, aquella humilde chabola nos pareció sumamente confortable. Antes del alba, como nuestro amigo nos había prescrito, abandonamos la alquería. Desde Mérida tomamos el camino que llamaban «mozárabe». Al cabo de tres días de viaje estaríamos en Córdoba.

13. En el harén del emir

Al camino entre Córdoba y Mérida lo llamaban «camino mozárabe» porque muchos cristianos abandonaban la capital del emirato buscando mejor vida en el oeste, donde la presión musulmana se relajaba. Nosotros lo recorríamos ahora en sentido inverso. La región, de tierras cultivadas desde muy antiguo, era una uniforme sucesión de campiñas donde el emirato había instalado su granero. Un día de camino llano nos llevó hasta el sitio de Hornachos, unas pocas casas al borde de la ruta, entre suaves colinas bien trabajadas. Otra jornada, siempre en la llana campiña, nos dejó en un despoblado que llamaban de la Peña Rubia. Desde allí se entraba en la serranía horadada por el río Guadiato, donde el camino se hacía más áspero y difícil, pero la belleza de los montes compensaba el esfuerzo. Esta vía conducía de norte a sur hacia Córdoba, la capital del poder musulmán.

El viaje transcurrió sin novedad reseñable. En algún punto del trayecto pudo Teudano cambiar algunas de las mercancías que llevábamos por otras que nos resultaban más útiles, y especialmente por comestibles, pues Lope, nuestro anfitrión de Mérida, no había sido especialmente generoso. En estas campiñas de Córdoba, como antes en las emeritenses, eran sobre todo mozárabes los que trabajaban las tierras, y su fe se hacía visible no solo en las ermitas que salpicaban el paisaje, sino también en el miedo con el que miraban a Teudano al tomarlo por sarraceno. Eso nos beneficiaba, sin embargo.

Recuerdo la entrada en Córdoba como un confuso torbellino de emociones contradictorias. Era una ciudad grande, muy grande, más incluso que Mérida. El Guadalquivir le servía de guía y en torno a su orilla norte se desplegaban sus edificios, circunscritos a su vez por dos arroyos que a este y oeste venían a morir al gran río. Nuestro camino entraba en Córdoba desde el norte. A la derecha se alzaba la muralla de la ciudad; en su interior, en la medina, vivían los musulmanes y los judíos. A la izquierda, fuera de los muros, se extendían innumerables huertas y al fin, junto al río, el barrio de los mozárabes, el lugar al que habían sido desplazados los cristianos cordobeses. Varias puertas bien custodiadas daban acceso al interior de la muralla. En todas ellas vimos guardias de inequívoco origen africano, porque eran negros: parece que el emir no se fiaba de los bereberes para estos menesteres.

No nos fue necesario franquear ninguna de esas puertas, porque nuestro objetivo no estaba dentro de los muros, sino fuera de ellos: el barrio mozárabe donde vivía el veterinario Sisnando. Las indicaciones de Lope eran muy precisas, de manera que no nos llevó mucho tiempo dar con el lugar: una pequeña vivienda de planta baja con huerto bien cuidado. Sisnando no estaba en casa, decidimos dar una vuelta por los alrededores. A muy poca distancia estaba la puerta que llaman de la Pescadería. A simple vista se constataba que era lugar de trasiego de mercaderes, y Teudano, audaz, quiso probar suerte. Nos acercamos a la puerta, él en su mula y yo detrás, en nuestro viejo carro. Dos guardias de piel negra y boca feroz nos cerraron el paso gritando no sé qué. Teudano respondió con una incomprensible retahíla de imprecaciones —o eso me parecieron— que incluyó la exhibición de artículos de cuero. Los guardias nos dejaron pasar. Ya estábamos dentro de Córdoba.

La puerta de la Pescadería daba directamente al zoco. Eso explicaba el trasiego de mercaderes. La actividad en aquellas callejas era indescriptible: miles de personas gritando y moviéndose en todas direcciones, voceando mercancías o regateando en cualquier rincón. Del zoco partían, a derecha e izquierda, dos calles que conducían a la antigua catedral, ahora convertida en mezquita. Y pegado a la mezquita, detrás de un denso cordón de guardias y muros, estaba el palacio del emir. Se me nublaba la vista solo de pensar que habíamos llegado a la boca del lobo, al corazón de nuestros enemigos. Quién sabe si el moro al que mató mi azagaya había paseado alguna vez por estas mismas calles. Apenas unos meses atrás, Teudano y yo estábamos en las orillas del Burbia, tratando de matar moros y de que no nos mataran, y ahora nos veíamos a dos palmos del jefe de todos los moros de España. Era aterrador y, al mismo tiempo, apasionante.

Teudano, para pasar desapercibido, gritaba en árabe cosas que yo no entendía. Mientras tanto íbamos girando alrededor de la mezquita, primero por la fachada que da al río, después por la que da a palacio y termina en el barrio judío, finalmente por la que sale de nuevo al zoco. Yo miraba a un lado y a otro tratando de descubrir presencias amenazantes, conductas sospechosas, peligros ocultos. No hubo nada de eso. Nos habíamos mimetizado con la ciudad, exactamente como los otros miles de personas que por allí pululaban. Con la misma parsimonia con la que habíamos entrado, salimos de la muralla por la puerta anterior. Y nos dirigimos nuevamente a casa de Sisnando resueltos a esperar su llegada.

No tardó mucho en llegar un hombre que penetró en la casa. Era un tipo flaco y encorvado, ataviado a la usanza mora, con una especie de morral a la espalda. «Debe de ser él», me susurró Teudano. Nos aproximamos. Golpeé la aldaba de la puerta, que sonó con un seco martilleo. El tipo flaco y encorvado abrió.

—Sidi Sisnando, sidi Sisnando —dije.

—¡Fuera de aquí, pordiosero! —exclamó Sisnando.

—Nos manda Lope, de Mérida —musité, bajando la voz.

Cambió la expresión de su rostro. Inmediatamente le tendí el mensaje que Lope nos había dado. Sisnando cerró la puerta y se retiró tras ella. Enseguida volvió a abrir.

—¿Qué baratijas queréis venderme, miserables? —bramó mientras nos hacía señas para que le siguiéramos. Lo hicimos. Sin decir palabra, nos condujo hasta el interior de su morada.

Sisnando vivía solo. Una vez tuvo mujer e hijos, pero la mujer había muerto y los hijos habían volado. Desde mucho tiempo atrás se ganaba la vida cuidando la salud de los caballos del emir. En su juventud se dedicó a la cría, pero un día —nos refirió— cayó en sus manos la
Hippiatrika
de Hierokles y Apsyrtos, joya de la veterinaria bizantina, y decidió enfocar sus esfuerzos a esa disciplina. Los árabes tenían en mucha estima a sus caballos —«Más que a sus mujeres», nos dijo—, de manera que no le fue difícil ofrecerles sus servicios médicos. Los moros le llamaban Sisnando el baytar, que quiere decir precisamente «el veterinario». Su importante función le permitía vivir modestamente, pero sin estrecheces, y entrar y salir en la medina cordobesa con toda libertad.

Atardecía ya en aquel temprano otoño y la voz dolorosa de los almuecines flagelaba la ciudad vencida. Nuestro anfitrión sacó unas tortas de pan, aceite de oliva y una especie de revoltijo con carne de cordero y hortalizas. También una botella de vino: «Está prohibido para los sarracenos —explicó—, pero a los cristianos nos dejan venderlo». Aquel ágape nos sentó de maravilla.

La casa de Sisnando era de una acusada modestia: apenas una alacena con viandas, otra con instrumental médico y una mesa baja rodeada de cojines. Sobre la mesa había un extraño tablero con cuadros de color blanco y negro, y piezas de bella factura que representaban caballos, torres y soldados. La sala en la que nos acomodábamos daba a una puerta cubierta con una cortina; tras ella se adivinaba una pequeña alcoba con una cama. Al otro lado, la estancia se abría a un huerto trasero. En él había una chabola con aspecto destartalado. «Dormiréis ahí», nos dijo Sisnando. Mi amigo Teudano abordó directamente el motivo de nuestro viaje:

—Somos guerreros del rey Alfonso de Oviedo. Nos llamamos Teudano y Zonio. Hace diez días abandonamos nuestras tierras por orden de nuestro rey. Sabrás que el emir Hisam ha desencadenado una gran ofensiva sobre el reino. Hubo mucha muerte y mucho dolor. Nuestra misión es recoger información sobre el emirato y sobre los propósitos de Hisam. También hemos de restablecer la comunicación con los cristianos que padecen bajo el poder sarraceno. Tú has trabajado en otras ocasiones para nuestros reyes. Lo que ahora te pedimos es que nos ayudes como a ellos les ayudaste.

Sisnando seguía la explicación de Teudano con un aire indolente, como incomodado por todo aquello. Habló claro:

—Habéis sido muy valientes al llegar hasta aquí, pero yo ya estoy muy viejo para meterme en estos negocios. Ya hice lo mío. Ahora solo aspiro a vivir en paz. ¿Cómo podría ayudaros?

—Por ejemplo, contándonos cómo ve las cosas el nuevo emir —intervine yo, jugueteando con las piezas del tablero blanquinegro—. Sabemos que Hisam prepara acciones para reafirmar su poder. Eso con toda seguridad te afectará.

—Sí, Hisam prepara algo grande —concedió Sisnando—. Y nada bueno. Ha mandado traer muchos caballos de África, miles de animales. Y también máquinas de guerra. No sé para qué. Pero, de momento, la vida aquí se está haciendo cada vez más irrespirable.

—¿Por qué? —preguntó Teudano.

—Por los malikíes —repuso el veterinario—, una especie de escuela de doctores de la ley islámica. Hasta ahora los cristianos de Córdoba hemos vivido con cierta libertad, al menos los que no somos esclavos, pero los mahometanos más rigoristas quieren apretar la cuerda. Lo mejor es que lo veáis por vosotros mismos. Mañana me acompañaréis a la iglesia. Ahora, durmamos. Es tarde.

Sisnando nos permitió lavarnos en una acequia y nos procuró ropas nuevas. Fue un alivio después de tantos días de marcha. Después nos condujo al chabolo del huerto. No fue difícil habilitar dos jergones con algo de paja. Me dormí acuchillado por la humedad del Guadalquivir y obsesionado con una sola idea: en algún lugar de esa ciudad se hallaba cautiva Deva.

Nuestro anfitrión nos despertó antes del alba y nos llevó a la iglesia: nada menos que a la vieja basílica de San Vicente, dentro de lo que ahora era el recinto de la gran mezquita. Con nuestro amigo franqueamos sin problemas las puertas de la medina. Los guardias saludaban a Sisnando con afabilidad. Todos conocían al veterinario. Con él recorrimos el mismo camino que la tarde anterior habíamos explorado Teudano y yo: la puerta de la Pescadería, el zoco, al fin la mezquita y, tras ella, el palacio del emir. Penetramos en la iglesia por una entrada lateral, distinta a la que usaban los musulmanes.

—Esto que veis es la basílica de San Vicente. O lo que queda de ella. Hay en la ciudad otras iglesias, pero fuera de los muros —explicó Sisnando—. Los emires no permiten que las restauremos. Algunos seguimos viniendo aquí, aunque cada vez es más difícil. La iglesia se llama así por San Vicente mártir, que no es el vuestro de León, sino el santo de Zaragoza y Valencia. Antes todo esto era el palacio episcopal de Córdoba. Ahora dicen que Abderramán, el primer emir, compró parte de la basílica a los cristianos para edificar aquí su mezquita. No es verdad. Este bosque de columnas que veis se hizo para el culto arriano cuando la herejía sacudió a nuestra iglesia. Fueron los arrianos quienes regalaron su parte de la catedral a Abderramán como gesto de buena voluntad. No sé si habéis oído hablar del obispo Elipando.

Sí, por supuesto que había oído hablar de Elipando: ese obispo herético de Toledo con quien se las tenía tiesas mi maestro Beato de Liébana. Referí a Sisnando la gran polémica entre Beato y Elipando, que había llegado a oídos del mismísimo Carlomagno.

—No lo sabía —dijo Sisnando—. No nos enteramos de gran cosa aquí. Pero me alegro de que alguien haya parado los pies a esos herejes. Bien, el hecho es que aquí, en Córdoba, hubo muchos como Elipando. Fueron ellos quienes entregaron a Abderramán su templo.

La mezquita se extendía a través de once naves que apuntaban hacia el río, señaladas con líneas paralelas de columnas cerradas con dobles arcos. Las columnas —explicó Sisnando— las habían arrancado de viejos monumentos romanos y godos. En cuanto al doble arco, era un símbolo de poder.

—El arco más bajo es el que hicieron los arrianos, pero Abderramán, para manifestar su majestad, mandó elevar las columnas y construir otro arco por encima, dando más altura al templo. El primer emir estaba muy interesado en dejar claro que aquí mandaba él. Ahora su hijo Hisam quiere dejar también su huella y por eso está elevando el alminar que veis allí abajo.

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