—¡Hombres armados! ¡Hay una hueste de hombres armados en la calzada! ¡A las armas! —gritaron los heraldos.
Todos empuñamos nuestras lanzas, espadas y azagayas dispuestos a hacer frente a la amenaza. Gadaxara mandó hacer alto a la columna y alineó a los hombres. Se dirigió a Alfonso:
—Señor, pasad al centro de la columna, os lo ruego.
Pero Alfonso había pensado otra cosa.
—No, mi leal amigo. ¿Qué clase de rey sería yo si tuviera miedo de las gentes de mi reino? No, aprestad las armas y formad las líneas, pero yo iré en cabeza. Quienquiera que haya salido a nuestro encuentro, debe ver con toda nitidez quién es el rey. Y si hay que pelear, yo seré el primero en blandir la espada.
El rey se colocó su lujoso yelmo, ordenó enarbolar el estandarte y pasó al frente de la columna. No habríamos cubierto media legua cuando dimos con la mesnada hostil. A buen paso, sin alterar las filas, nuestra columna se dirigió de frente hacia ella. Los jinetes contrarios habían formado un cordón que cerraba la calzada. Nuestros heraldos se adelantaron al consabido grito de «¡El rey! ¡Dejad paso al rey!». Y en ese momento salió de entre aquella hueste un tipo cuya presencia me heló la sangre en las venas.
Era, indudablemente, él: la misma túnica de color verde oscuro bordada en oro, la misma diadema ricamente enjaezada sobre los cabellos rojos, la misma barba corta, la misma espada al cinto… Era el magnate que, oculto tras una cortina, había abordado a Beato de Liébana cuando nuestra visita a Mauregato en Pravia. Era el mismo que había exigido a mi maestro cesar en la disputa con el hereje Elipando. Era, en fin, un enemigo de Alfonso, mi rey. El hombre de la túnica verde se acercó lentamente hacia nosotros. El rey ordenó el alto.
—Os saludo, señor Alfonso —dijo el hombre con una breve reverencia—. Bienvenido a estas tierras que os esperan.
—¿Y quién es el que tan amablemente me saluda? —se limitó a contestar Alfonso, inmóvil como una estatua.
—Mi nombre es Nepociano —contestó el hombre de la túnica verde— y mi sangre es dueña de estas tierras desde antes de que Dios fuera Dios.
Alfonso se acercó lentamente a Nepociano. Una intensa alarma se disparó en mi pecho. Yo conocía a ese hombre y sabía que odiaba a Alfonso y a todo lo que el nuevo rey representaba. Gadaxara también se inquietó. Noté cómo discretamente empezó a balancear su lanza. Quedaron los dos hombres solos, frente a frente. No sé cuánto tiempo estuvieron así, pero a mí me pareció una eternidad. Hasta que Alfonso elevó lentamente su brazo izquierdo y tendió hacia Nepociano el dorso de la mano, con su gruesa sortija bien visible sobre el dedo anular. Nepociano compuso un gesto de sorpresa, apenas unos segundos. Luego se inclinó y, sin descender de su caballo, besó la mano del rey. Los hombres de nuestra mesnada rompieron a vitorear a Alfonso. El rey exclamó bien alto, para que todos lo oyeran:
—¡Gracias, señor Nepociano, por vuestro recibimiento! ¡Ahora acompañadnos con vuestra hueste a Oviedo! ¡Cabalgaréis con nosotros!
Alfonso picó a su caballo y reemprendió la marcha. Nosotros, detrás. Los hombres de Nepociano abrieron paso. El propio magnate y su mesnada se añadieron a la comitiva que rodeaba al rey. Yo seguía alarmado: Nepociano, el de la túnica verde, se había inclinado ante el rey, sí, pero yo conocía sus más íntimos pensamientos, pues se los había revelado a Beato de Liébana en mi presencia. No me atrevía a contárselo al rey, pero sí se lo expuse a Gadaxara:
—Mi señor… Perdón… Debo hablaros.
—¿Qué quieres, chico?
—Ese hombre, Nepociano…
—¿Qué hay?
—Le conozco.
—Sí, y yo soy primo del emperador de Bizancio —contestó Gadaxara con una carcajada.
—No os engaño, mi señor. Conocí a Nepociano en Pravia, en la corte de Mauregato, un día que acompañé a Beato de Liébana.
El rostro de mi señor cambió de expresión.
—Habla.
—Es uno de los magnates que quieren pactar con Córdoba. Recriminó fuertemente a Beato por su querella con Elipando, el obispo hereje de Toledo. Nepociano no es de fiar.
Gadaxara reflexionó unos instantes. «Entendido. Gracias», murmuró. Y cabalgó hasta situarse nuevamente junto al rey.
Al fin la colina sobre la que se asienta Oviedo apareció ante nuestros ojos. La Oviedo de entonces no era la que llegaría a ser años más tarde, bajo el impulso del rey Alfonso. En aquel momento, el día de nuestra entrada, allí solo había un tosco caserón elevado a modo de fortaleza, con empalizadas de madera y pequeños muretes de piedra, y a su alrededor un círculo de casas más modestas donde habitaba gente de todo tipo. Cerraban el conjunto un par de pequeñas iglesias: la vieja de San Salvador y el monasterio de San Vicente, fundado años atrás por los venerables Máximo y Fromestano. Todos estos edificios se apiñaban en lo alto de la breve colina. A sus pies, una rústica barrera de fosos y dientes de dragón otorgaba cierta protección a la villa. Y frente a esta colina, el monte Naranco observaba silencioso desde sus laderas boscosas, enseñando al cielo sus ruinas del tiempo de los romanos con la obscena indiferencia de un cadáver que exhibe su blanca osamenta.
Los venerables Máximo y Fromestano habían trabajado mucho, sacando provecho de la cercana calzada que conducía hacia el sur, a las montañas y a la ahora desierta León, pero la ciudad distaba de ser la más brillante del reino. Me intrigó que Alfonso quisiera coronarse precisamente aquí, y no en Pravia, Cangas o San Martín, que eran localidades con sello regio. Pero decían las gentes que Oviedo había sido elevada por Fruela, el padre de Alfonso, para complacer a su esposa doña Munia, la madre del rey. Aquí transcurrió la primera infancia de nuestro monarca. ¿Era ese detalle sentimental el que ahora nos llevaba hasta la pequeña y menesterosa Oviedo? Tal vez. Pero coronarse en Oviedo significaba también reanudar el linaje interrumpido con el asesinato de Fruela. Y desde un punto de vista más práctico, poner allí la sede regia significaba incorporar al patrimonio del rey una buena porción de tierras de cultivo y controlar una crucial vía de comunicación con los valles del Narcea, el Caudal y el Nalón: el corazón del reino.
Poco antes de entrar en la ciudad, apenas divisada la colina, Nepociano y sus hombres abandonaron la comitiva. Lo hicieron con muchas reverencias y abundancia de gestos sumisos que Alfonso respondió con cortesía, pero sin calidez. Sin duda el rey ya sabía con quién estaba tratando. El lugar de la hueste de Nepociano fue ocupado por otros caballeros, seguramente también magnates de la corte. Yo no conocía a ninguno de ellos. También acudieron numerosos guerreros que comparecían en pequeños grupos, levantando al aire sus lanzas y espadas, exclamando «Viva el rey». Para todos tuvo Alfonso un saludo. Más temprano que tarde se vería la sinceridad de todas estas fidelidades.
En la entrada de Oviedo nos recibió Fromestano, el abad de San Vicente, acompañado de algunos de sus hermanos. Su tío Máximo había muerto muchos años atrás. Fromestano era ahora un anciano de largas barbas y aspecto desaliñado, ojillos sonrientes y manos huesudas bajo la característica túnica de los hijos de San Benito. Algo se removió en mi interior cuando vi a aquellos monjes: no hacía muchos meses yo había vestido esos mismos hábitos, pero ahora me parecía como si aquello hubiera ocurrido en una vida anterior.
A los lados del camino, como en todas partes, los labriegos y los mercaderes se apiñaban para recibir al rey. Alfonso ofrecía una imagen soberbia: joven y fuerte en su caballo, el hermoso yelmo en la augusta cabeza, la espada izada con mano vigorosa… A su lado, flanqueando al rey, marchaban Gadaxara y el joven Teudano, que después de nuestra larga cabalgada desde tierras alavesas se habían convertido ya en los primeros
fideles regis
de este nuevo rey. Tras ellos cabalgábamos los demás de la hueste, vascones y cántabros mezclados ya con los astures, y cerraban la columna las distintas mesnadas recogidas a lo largo de la ruta. No exagero si digo que seríamos medio millar los que entramos en Oviedo en aquella memorable jornada.
El abad Fromestano saludó a Alfonso como quien recibe a un viejo amigo. Seguramente se habían conocido en la niñez del rey. Este hizo algo sorprendente: se apeó de su caballo y besó la mano del abad, el cual, por su parte, besó a su vez la mano de Alfonso. El gentío recibió el gesto con grandes aclamaciones. Se diría que en ese momento quedaron despejadas todas las nubes que pesaban sobre el cielo del reino.
Fromestano asió las riendas del caballo del rey y él mismo nos condujo hasta la puerta del rudimentario palacio. Allí descabalgamos todos, pero fue para acudir en apretada hilera a la iglesia de San Vicente, donde la comunidad del cenobio aguardaba para entonar el
Te Deum laudamus
. Aquel himno viril al Señor de los Ejércitos incluía unas preces que en aquel momento, con las tierras del reino recién devastadas por la morisma, alcanzaban un sentido supremo: «Salva a tu pueblo, Señor, y bendice tu heredad. Sé su pastor y ensálzalo eternamente».
Cuando concluyó la ceremonia, la mayor parte de la hueste se disgregó por los alrededores. Cada mesnada esperaría la llegada de su señor, fijada para la fecha de la coronación. Los ocho hombres de Gadaxara y los ocho vascones fuimos acomodados, por así decirlo, en el interior de la empalizada que circundaba el palacio. Gadaxara y Teudano escoltaron a Alfonso hasta el caserón. Una nutrida cofradía de patricios, magnates, abades y obispos aguardaba para presentar sus respetos al nuevo rey de Asturias.
Fue aquella una noche jovial de canciones bajo la clara luna del verano. Comimos y bebimos todo lo que no habíamos comido ni bebido en las agotadoras jornadas de marcha hasta Oviedo. Terminamos durmiendo al raso, sobre las albardas de nuestros caballos. Yo tuve un doloroso recuerdo para Deva. Y una compungida oración.
Pasaron dos días y llegó el cortejo de los parientes vascones del rey: la dulce Argilo, el monje Juan y los jefes tribales con el pequeño Zaldún. Argilo, la prima del rey, era una mujer que desplegaba ternura allá donde ponía los ojos; si alguien ha nacido para ser madre desde el principio de los tiempos, esa era Argilo. A pesar de su juventud —debía de tener más o menos mi edad—, se movía con un señorío proverbial; pero lo que transmitía en su gesto y en su estilo no era un ademán imperativo, sino una suerte de solicitud universal por todas las gentes y por todas las cosas. Era hermosa Argilo: sus cabellos rojizos, bellamente trenzados sobre la cabeza, componían algo semejante a una corona natural, y sus ojos del color de las castañas derramaban dulzura. Dichoso sería el hombre que descansara en su seno.
Yo estaba seguro de que Argilo era la prometida del rey, pero uno de los compañeros vascones me sacó del error: Alfonso había hecho voto de castidad perpetua para consagrar su vida al triunfo de la cruz. ¡Voto de castidad! Aquella confidencia me turbó sobremanera. No porque, deshecho el malentendido, viera a mi alcance a la dama —Argilo era simplemente inalcanzable—, sino porque me abrió un horizonte nuevo sobre la figura de mi rey. Sin ser monje, sin haber contraído votos monásticos, aquel hombre joven, fuerte, arrogante y poderoso había renunciado a los placeres de la carne y a la ternura del amor de una mujer. Nada le obligaba a ello. Incluso se exponía a que su castidad fuera mal vista, pues un rey debe asegurar su sucesión y la continuidad del linaje. Pero Alfonso tenía una idea muy distinta de su papel en la vida, de la misión que la Providencia le había asignado. Y esa misión exigía —o así lo sentía él— aquella renuncia suprema. Con razón Gadaxara afirmaba tan seguro que ahora las cosas iban a cambiar: este rey estaba hecho de una pasta muy distinta a los que antes de él habían ocupado el trono.
Alfonso, por lo demás, seguía recibiendo sin cesar a los notables del reino. Nada trascendió de aquellas reuniones. Gadaxara y Teudano esperaban a los visitantes en la puerta del caserón; los llevaban a presencia del rey y aguardaban en la antecámara hasta que la reunión terminaba; después acompañaban al visitante a la salida. Y así uno detrás de otro, en un agotador rosario de personajes que parecía no tener final. Sin duda Alfonso supo sacar las mayores enseñanzas de cuanto en estas jornadas le dijeron. El 12 de septiembre, a dos días de la ceremonia, ya no quedaba nadie por presentar sus respetos al rey. Pero en Oviedo faltaba alguien, un personaje fundamental en lo que enseguida iba a ocurrir. Faltaba Beato de Liébana. Y al fin Beato entró en Oviedo.