—¿Cómo sabéis mi nombre?
—Oh..., eso tampoco tiene por qué preocuparte. No guardo malas intenciones hacia ti.
Todo el tiempo estuve atento a ruidos de pasos en la escalera y en el salón.
—Bien, si sólo buscáis la armadura, es vuestra. La encontraréis en el armario grande de caoba, en las habitaciones de invitados. Está a vuestra disposición.
—¡Ah! —dijo la voz.
—El problema es que las puertas están cerradas con tres candados. Y las llaves las tiene mi hermano Alfric. Supongo que tendréis que tirar la puerta abajo o robar la complicada serie de llaves. Aunque lo segundo os llevaría demasiado tiempo y lo primero alertaría a toda la casa...
—Pero, mi pequeño amigo, me queda otra posibilidad —afirmó con voz meliflua.
Los tacones desgastados de sus botas aparecieron a mi vista cuando se echó hacia atrás en la silla. En el aire frío de la habitación flotaba un olor a humo, a sudor, a sangre vieja.
—Y a mí me encantan las posibilidades.
Algo me hizo ver que ese hombre no era un vulgar ladrón, y que mi cabeza estaba en juego.
Entonces hizo un movimiento, silencioso, tan rápido como el de una víbora, y una pequeña bolsa de cuero cruzó por el aire y cayó junto a mí. Cambié con dificultad de posición, cogí la bolsa y la abrí. Media docena de piedras lanzaban destellos bajo la mortecina luz de la habitación. Ónices, o tal vez ópalos negros. Quizá jade oscuro. Era difícil distinguirlas en la penumbra que había bajo la cama. Pero en la palma de mi mano parecían lisas y frías y sonaban seductoramente al rozarse entre sí y contra mi anillo.
—Por los problemas que te pueda ocasionar, pequeño Galen —y su voz me tranquilizó. No obstante, había algo en ella que me producía escalofríos. El intruso continuó—: Pero si no cumples tu parte del trato, o si rompes el secreto que te impongo esta noche a partir de este momento, si se lo cuentas a alguien o sueñas en voz alta mencionándome esta o cualquier otra noche... no me quedará más remedio que
bailar sobre tu piel,
pequeño.
Al principio no tomé en serio la amenaza. Después de todo, estaba deslumhrado con aquellas relucientes piedras en la mano, considerando el inmenso poder que me darían para regatear con los mercaderes de la ciudad, quienes, a pesar de mis promesas, súplicas y amenazas, ya habían empezado a negarme crédito.
Precisamente ese tipo de pensamientos es el que los dioses suelen castigar con inesperados problemas.
Cegado por mi propia codicia saqué la mano de debajo de la cama para que las piedras reflejasen mejor la luz. Eran amarillas y verdes, con algunas motas de color rojo oscuro... aunque no tan oscuro como la mano con guantes negros que me atenazó.
Primero me asusté. Luego, cuando sentí el sofocante dolor de su agarrón recorriendo mi brazo como un veneno rápido en las arterias, me aterroricé. Parecía que la cama daba vueltas encima de mi cabeza. Totalmente mareado, intentaba encontrar un punto de apoyo, recuperar el equilibrio perdido en la habitación cada vez más borrosa. El apretón aflojó y, en el instante en el que empezaba a recuperar el aliento, unos arañazos y cosquilleos en mi temblorosa mano me volvieron a cortar la respiración.
En la palma de mi mano había un escorpión auténtico. Su oscura silueta se recortaba contra las brillantes piedras preciosas. Tenía la cola en alto, dispuesto a picar.
Estuve a punto de desfallecer, pero la melodiosa voz me reanimó y me devolvió la conciencia.
—Tengo la impresión de que no estabas prestando la debida... atención, pequeño. Pero déjame corregir hoy, en nuestro primer encuentro, cualquier malentendido, cualquier intención que tengas de subestimarme. Lo que quiero es una sinceridad absoluta entre nosotros. Hasta los escorpiones actúan según unas reglas, aunque éstas puedan ser las que ellos imponen.
La criatura permanecía totalmente inmóvil en mi brazo, como si de un broche de ébano se tratara. Un broche con un alfiler envenenado.
La habitación, la voz, el mundo entero, parecían concentrarse en la pegajosa inmovilidad de la palma de mi mano.
—Las reglas de este trato son simples. Tu completa cooperación. Tu silencio absoluto. Tu consentimiento en venir cada vez que te necesite y en aceptar sin rechistar, sin preguntar sobre los misterios de mis actos. A cambio recibirás la gracia de seguir viviendo día tras día. Por supuesto, cada cierto tiempo tendremos que examinar lo que has hecho y comprobar si has cumplido las reglas o si, por el contrario, te las has... saltado. La muerte, chico, es un nido muy acogedor. Todavía tienes que crecer mucho para llegar a desearla.
El escorpión desapareció de mi mano. Rápidamente la cerré, y tiré las piedras preciosas por el suelo. Cuando el ruido que produjeron desapareció, cuando la última de ellas había rodado hasta ir a parar bajo la silla del intruso, éste se levantó, y sus botas lanzaron destellos de ébano a la luz de la chimenea.
—Recuerda, Galen Pathwarden: el escorpión vuelve tan inesperada, tan repentinamente como se va. Pero nos veremos a medianoche en las habitaciones de invitados y comprobaremos lo que has hecho. A esa hora la armadura será mía. O lo serás tú.
Las botas se acercaron de golpe a la silla. El intruso la utilizó como escalón para alcanzar el alféizar de la ventana y salir. Tras dar tres vertiginosos saltos se perdió en la oscuridad. Los postigos de la ventana siguieron golpeando durante un buen rato tras su marcha. Sabía por experiencia que estaría más seguro debajo de la cama. Oí movimientos en el piso de arriba: un criado subía por las escaleras del campanario. Poco después sonaban las diez campanadas que marcaban la hora.
En los momentos que siguieron, el aire de la habitación empezó a templarse. Volvió a oírse el canto de los pájaros. Finalmente dejé de temblar. Salí arrastrándome hacia la luz y, durante un instante, me quedé tumbado en el suelo, recuperando la respiración entre los esparcidos ópalos negros.
Porque eran ópalos negros. Un soborno más que considerable a cambio de mi esfuerzo y mi silencio. Los junté y examiné, buscando algún defecto. El Escorpión, como decidí llamarlo en honor de sus compañeros y de su indumentaria, era, sin duda, un hombre de palabra.
Eso me hizo vacilar. Porque si un hombre mantiene su palabra en un sentido... es más que probable que también la mantenga en los otros.
Me levanté de un salto y salí de los aposentos de Alfric, dejando la habitación a medio barrer, las ventanas abiertas y la chimenea repleta de cenizas. Bajé a toda velocidad por la escalera de granito, saltando los escalones de dos en dos en mi prisa por llegar cuando antes al segundo piso. Cuando llegué allí, perdí el equilibrio y me caí cuan largo era, pero lo recuperé de inmediato y corrí a grandes zancadas hacia la puerta de las habitaciones de los invitados.
La puerta estaba asegurada con tres candados sucesivos. Y las llaves, colgando del cinturón de Alfric, que estaría en alguna parte del salón principal..., se entrechocarían tan alegremente como los cascabeles de un trineo mientras el hermano pequeño esperaba la medianoche y
el baile sobre su piel...
Desenvainé mi cuchillo y empecé a hurgar en la primera cerradura.
*
*
Allí podría haberme quedado gimoteando y hurgando hasta la hora de rendir cuentas, y, según transcurrían los minutos, aumentaban mi desesperación y abatimiento. Pero la suerte —la suerte de la Comadreja, como llama Alfric a mi habilidad para caer en un estercolero y salir oliendo a jazmín— reapareció después de un largo rato.
Oí que alguien subía las escaleras y se dirigía a los aposentos de Alfric. Por la pesada manera de andar, los resoplidos y las quejas, supe que mi hermano había estado haciendo los honores al vino mientras Padre y Sir Bayard se distraían en conversaciones e historias de la nobleza.
Voluminoso y pesado como un ogro, oliendo a cerdo y a vino de Oporto, mi hermano Alfric se detuvo, tambaleándose, en el rellano del segundo piso. Se protegió la vista con su mano carnosa y echó una mirada con ojos entornados por el pasillo hacia el lugar donde yo me encontraba.
—¿Otra vez tú, Comadreja? Si acabo de verte en la escalera...
Comadreja. Ése era el nombre con el que solía dirigirse a mí. Galen significa Comadreja en la antigua lengua solámnica. Además, Alfric tenía sus propias e injustas razones para llamarme así.
—El vino viejo nubla la vista —expliqué, haciendo referencia a las ilusiones ópticas que padecía—. ¿Disfruta vuestro invitado de su estancia entre nosotros? —proseguí con toda la dulzura y el afecto fraternal que me fue posible imprimir a mi voz.
Pero Alfric había caído en la cuenta de que yo estaba rondando por la puerta de las habitaciones de los invitados de una manera que al menos se suponía indiscreta. Tambaleándose, se acercó, apretó los puños y me prometió un vapuleo que no iba a ser liviano.
—¿Qué estabas intentando hacer con esa cerradura, hermanito?
—Si no estaba aquí, Alfric. Me acabas de ver en la escalera, ¿te acuerdas? Lo que creíste ver antes no era más que una ilusión borrosa. Efectos del vino.
Nunca pretendí haber planeado todo esto demasiado bien. Pero en eso, se detuvo e intentó despejarse por un instante. Mientras tanto, me puse de pie como pude, retrocedí sin volver la espalda y seguí hablando.
—Querido hermano, incluso hablándote en tal estado, digo que en la casa del foso están sucediendo cosas misteriosas que nos ponen en grave peligro a todos.
No sonó tan mal.
—Y te ponen en peligro a ti más que a nadie. Porque vas a ser el escudero de un Caballero cuyas... pertenencias podrían correr ciertos riesgos esta misma noche.
Alfric detuvo su vacilante carga, tuvo un ataque de hipo y me miró con estúpido desconcierto. Si se me echaba encima, me sacaría las piedras y toda la historia, en un segundo. A cambio me apalearía hasta dejarme inconsciente.
Mi visitante regresaría, se encontraría con que la armadura todavía estaba detrás de la puerta, bajo tres cerrojos. Y me pediría las piedras que yo ya no tendría.
Bailaría sobre mi piel.
Seguí hablando rápida, desesperadamente, dándole vueltas al magín para inventar tonterías, contar mentiras creíbles.
—Hermano, hace sólo un momento, cuando estaba terminando de limpiar tus aposentos..., apareció y desapareció una figura oscura que se perdió en las sombras del patio.
—¿Un criado? —Alfric se había detenido jadeante y se apoyaba en la pared del pasillo.
Su descuidado pelo rojo se pegaba a su sudorosa frente. No cabía duda de que cuando Sir Bayard se había comprometido a intentar convertirlo en algo útil, el noble solámnico debía haber reconocido que tenía ante sí una empresa titánica.
—Los criados no aparecen y desaparecen entre las sombras, Alfric. Lo hacen los ladrones.
—¿Ladrones?
—¿Y qué hay en esta mísera casa del foso que merezca la pena ser robado?
Alfric me miró inquisitivo.
—¡La armadura de sir Bayard, hombre! —grité. Pero enseguida bajé la voz, temeroso de que me pudieran oír desde abajo—. Si hubiera bajado a avisarte habría provocado un gran revuelo, quizás inútil. Pero tenía que asegurarme de que la armadura estaba a salvo. Sobre todo porque su custodia había sido confiada a mi querido hermano..., y si se perdiese..., bueno, su escudería, tu escudería, habría sido pospuesta para siempre jamás.
—Y la diplomacia... —Alfric me interrumpió, y resbaló por la pared del pasillo hasta que quedó sentado en el suelo—. La diplomacia... ha sido pospuesta ya.
No pude resistir recordarle que un escudero de veintiún años era algo tan grotesco como lo de nuestro tutor Gileandos enviando flores, sonetos y propuestas escandalosas a Elspeth, nuestra lechera de veinte años.
—¿Esperas que me trague eso? ¿Que me crea que aunque se trate de un ladrón de verdad, pudo entrar y abrir las cerraduras sin que lo vieran los criados y los perros?
—¿Nuestros criados, Alfric? ¿Nuestros perros? Pero ¿dónde tienes los ojos? Este castillo tiene las puertas abiertas de par en par para cualquier ladronzuelo de segunda que venga desde la carretera del pantano. Hasta los mismos criados siempre se están quejando de que les desaparecen monedas, baratijas y abalorios.
—Algo tienes tú que ver en eso, Galen.
—Y tú también. Pero los dos sabemos que nuestras pequeñas raterías no son nada. Además, existe algo más que se desliza por las ranuras de lo que se desliza por las ranuras. No sé si me entiendes.
No estoy seguro de que lo hiciese, pero bajó su cara de imbécil.
—¿Qué hay de ese ladrón?
—Estuvo aquí antes de que las campanas dieran las diez.
—¿Una figura oscura, dijiste?
—Que aparece y desaparece en las sombras, Alfric. Si alguna vez en mi vida he estado ante un ladrón, ha sido ésta.
—¡Oh, hermanito!, ¿qué voy a hacer?
Eso estaba mejor. Miré a Alfric y después a la ventana del otro extremo del pasillo. Desde fuera llegaba el canto de un cuco que parecía haberse posado en algún lugar cercano para pasar la noche, probablemente en el nido de otro pájaro en el que pondría un huevo y se escaparía protegido por la oscuridad, como dicen las leyendas, dejando su cría a merced de la amabilidad de un petirrojo, o de un ruiseñor, o de otro bonito pájaro cantor, que criaría al polluelo de canto estridente como si fuera propio.
—No está todo perdido, Alfric. La armadura todavía debe de estar en la habitación.
Me miró esperanzado, con una sonrisa que dejaba ver sus ennegrecidos dientes brillando a la luz de las antorchas. Le agradecí a los dioses que, entre el poco seso que habían repartido entre mi familia, nada le hubiera correspondido a él.
—Primero tenemos que comprobar si la armadura sigue allí.
Volví la vista hacia la puerta y, con un movimiento rápido, Alfric se me echó encima. Me aplastó contra la pared y me sostuvo en el aire, pataleando. Una mano fuerte me apretó el cuello y otra me tiró, sin demasiadas contemplaciones, del pelo.
—Será mejor que no me hagas ninguna jugarreta, Comadreja.
Empecé a dar gritos lastimeros, a adularlo, a mentir.
—¡Por favor, por favor, hermano, no estrangules al benjamín de la familia! ¡Sé que eres una buena persona y que vas a ser un buen escudero y mejor Caballero! ¡Recuerda que Padre tuvo hermanos menores y todos llegaron a viejos! Ya sabes que Padre considera la longevidad como una tradición familiar.