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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Bastón Rúnico (56 page)

BOOK: El Bastón Rúnico
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En otros tiempos, esas criaturas fueron hombres —dijo D'Averc—. Sus antepasados vivieron en estos parajes. Pero el Milenio Trágico hizo un buen trabajo en toda esta zona. —¿Cómo sabéis todo eso? —le preguntó Hawkmoon.

—He leído algunos libros. Los efectos del Milenio Trágico se dejaron sentir en Yel con mucha mayor virulencia que en cualquier otra parte de Granbretan. Ésa es la razón por la que todo esto es tan desolado, y eso también explica el hecho de que los hombres no acostumbren a acercarse por aquí.

—A excepción de Tozer… y del anciano, Mygan de Llandar.

—En efecto…, si es que Tozer nos dijo la verdad. Es posible que estemos intentando encontrar a alguien inexistente, Hawkmoon.

—Pero Meliadus conocía la misma historia, ¿no?

—Bueno, quizá Tozer no sea más que un embustero permanente.

Fue cerca del anochecer cuando las criaturas de las montañas abandonaron las cuevas altas que ocupaban y descendieron hacia Hawkmoon y D'Averc, atacándolos.

Iban cubiertas de un pelo aceitoso, tenían picos de ave y garras de felino, unos enormes ojos abultados, mostraban dientes al abrir los picos y emitían un horrible sonido siseante. Por lo que ellos pudieron distinguir en la semioscuridad, había tres hembras y seis machos.

Hawkmoon desenvainó la espada, ajustándose la máscara de buitre como hubiera hecho con un casco normal, y se situó de espaldas a un muro rocoso.

D'Averc ocupó una posición a su lado y poco después las bestias se lanzaron sobre ellos.

Hawkmoon destrozó a la primera, dejándole una larga y sangrienta herida en el pecho.

La criatura retrocedió lanzando un grito.

D'Averc tardó un segundo más en atravesarle a otra el corazón. Hawkmoon casi le cortó el cuello a una tercera, pero las garras de una cuarta de aquellas criaturas le desgarraron el brazo izquierdo. Se tambaleó, tensando los músculos al tiempo que trataba de dirigir hacia arriba la daga que sostenía para cortarle la muñeca a aquella horrible criatura. Mientras tanto, atravesó a otra que intentaba sorprenderle por el otro costado.

Hawkmoon tosió y sintió náuseas, pues aquellas bestias olían horriblemente.

Finalmente, logró girar la mano y hundió la punta de la daga en el antebrazo de la criatura que le atacaba, que lanzó un gruñido y le soltó.

Un instante después, Hawkmoon hundía la hoja de la daga en uno de los ojos que le miraban fijamente, dejando allí el arma para revolverse con rapidez y enfrentarse a otra de las criaturas.

Ahora ya había oscurecido, y resultaba difícil saber cuántas bestias quedaban aún.

D'Averc lanzaba groseros insultos contra las criaturas, sin dejar por ello de mover la espada con rapidez de un lado a otro.

Uno de los pies de Hawkmoon resbaló sobre un charco de sangre y se tambaleó, viéndose obligado a apoyar la espalda contra una roca puntiaguda. Lanzando un siseo, otra de las bestias se abalanzó sobre él, rodeándole como si se tratara de un oso, hundiendo ambos brazos en sus costados, dirigiendo el pico contra su rostro y cerrándolo con un chasquido ante el visor de la máscara de buitre.

Hawkmoon tuvo dificultades para desembarazarse del abrazo y el pico de la criatura le arrancó la máscara. Logró apartar los brazos que le aprisionaban y empujó a la bestia hacia atrás. La bestia retrocedió, sorprendida, sin llegar a comprender que la máscara de buitre no formaba parte del cuerpo de Hawkmoon, quien se apresuró a hundirle la espada en el corazón. Después, se volvió para ayudar a D'Averc que se enfrentaba a dos de aquellos seres.

Hawkmoon le arrancó la cabeza a uno de ellos de un certero tajo y estaba a punto de atacar al siguiente, cuando éste soltó a D'Averc lanzando un grito y se alejó con rapidez, perdiéndose en la oscuridad de la noche, llevándose consigo una parte del jubón.

Habían dado buena cuenta de todos ellos, a excepción de uno.

D'Averc jadeaba, herido ligeramente en el pecho, allí donde las garras le habían arrancado la tela. Hawkmoon se arrancó un trozo de su propia capa y vendó la herida.

—No nos han hecho nada grave —dijo D'Averc. Se quitó la maltrecha máscara de buitre y la arrojó lejos de sí—. Nos han sido útiles, pero puesto que vos no lleváis la vuestra, yo también me quitaré la mía. Esa joya que lleváis en la frente es inconfundible, de modo que no vale la pena que yo siga ocultando el rostro. —Sonrió burlonamente y añadió—: Ya os dije que el Milenio Trágico había producido algunas criaturas horribles, amigo Hawkmoon.

—Os creo —le sonrió éste—. Vamos, será mejor que encontremos un lugar adecuado para acampar esta noche. Tozer nos marcó en este mapa un lugar seguro donde nacerlo.

Acercad la linterna para que podamos verlo.

D'Averc se metió la mano en el jubón y entonces su mandíbula se hundió, lleno de horror. —¡Oh. Hawkmoon! ¡No hemos tenido tanta suerte! —¿Por qué, amigo mío?

—En la parte del jubón que me ha arrancado esa criatura era donde guardaba el mapa que nos había entregado Tozer. ¡Estamos perdidos. Hawkmoon!

Hawkmoon lanzó una maldición, envainó la espada y frunció el ceño.

—Ahora ya no podemos hacer nada —dijo—. Excepto seguir las huellas de esa bestia.

Estaba ligeramente herida, y es posible que haya dejado un rastro de sangre. Quizá sé haya desprendido del mapa mientras huía a su cubil. ¡Esperemos que podamos seguirla hasta donde habita y hallar un medio para recuperar nuestro mapa! —¿Creéis que vale la pena intentarlo? —preguntó D'Averc con el ceño fruncido—. ¿Acaso no podemos recordar el camino a seguir?

—No lo suficiente. Vamos, D'Averc.

Hawkmoon empezó a escalar las puntiagudas rocas, siguiendo la dirección por la que había desaparecido la criatura. D'Averc le siguió de mala gana.

Afortunadamente, el cielo estaba claro gracias a la luz de la luna, lo que permitió a Hawkmoon distinguir unas manchas brillantes sobre las rocas, que resultaron ser de sangre. Un poco más adelante vio más manchas.

—Por aquí, D'Averc —le gritó a su compañero.

Éste suspiró, se encogió de hombros y le siguió.

La búsqueda continuó hasta el amanecer, cuando Hawkmoon terminó por perder el rastro y se detuvo, sacudiendo la cabeza. Habían subido bastante por la ladera de la montaña y desde donde estaban se contemplaba una magnífica vista de dos valles situados por debajo. Se pasó una mano por el pelo rubio y suspiró.

—No hay el menor rastro de esa criatura. Y, sin embargo, estaba seguro…

—Ahora estamos peor que antes —observó D'Averc con aire ausente, frotándose los cansados ojos —. No tenemos mapa… y ya hemos perdido el camino que estábamos siguiendo.

—Lo siento, D'Averc. Pensé que era el mejor plan a seguir.

Hawkmoon hundió los hombros, desalentado. De pronto, su expresión se iluminó y señaló hacia un punto. —¡Allí! He visto moverse algo. Vamos.

Empezó a subir con rapidez por una cornisa de roca y desapareció de la vista de D'Averc.

Éste escuchó entonces un grito de sorpresa y después todo quedó en silencio.

El francés desenvainó la espada y siguió los pasos de su amigo, preguntándose con qué se habría encontrado.

Entonces, descubrió la causa del grito de sorpresa de su amigo. Allí, al fondo del valle, había una ciudad hecha de metal, con brillantes superficies de rojo, dorado, naranja, azul y verde, con retorcidos caminos metálicos y puntiagudas torres, también de metal. Era evidente, incluso desde la distancia a la que se encontraban, que la ciudad estaba abandonada y en proceso de desmoronamiento, pues se distinguían los muros y los adornos oxidados.

Hawkmoon permaneció en pie, contemplándola. Allí estaba su enemigo de la noche anterior, bajando por entre las rocas en dirección a la ciudad.

—Debe vivir ahí —dijo Hawkmoon.

—No me gusta la idea de seguirle hasta allá abajo —murmuró D'Averc—. Podría haber aire envenenado…, el aire capaz de arrancarle a uno la carne del rostro, de hacerle vomitar y llevarlo a uno hasta la muerte…

—El aire envenenado ya no existe más, D'Averc, y lo sabéis muy bien. Sólo dura un tiempo y luego desaparece. Sin duda alguna, aquí hace ya muchos siglos que no queda nada de eso.

Empezó a descender la ladera de la montaña en persecución de su enemigo, que seguía sosteniendo el trozo de tela que contenía el mapa de Tozer.

—Oh, muy bien —gimió D'Averc—. ¡Vayamos juntos de cara a la muerte! —Y una vez más siguió de mala gana el mismo destino que su amigo—. ¡Sois un caballero salvaje e impaciente, duque de Colonia!

Al bajar se desprendieron unas piedras, lo que hizo que la criatura que perseguían descendiera con mayor rapidez hacia la ciudad. Hawkmoon y D'Averc también se apresuraron todo lo que pudieron, aunque no estaban acostumbrados a aquel terreno montañoso y las botas de D'Averc estaban hechas jirones.

Vieron como la bestia se introducía entre las sombras de la ciudad metálica y desaparecía.

Momentos más tarde ellos también llegaron a la ciudad y levantaron la vista, algo intimidados, ante las enormes estructuras metálicas que se elevaban hacia el cielo, creando sombras amenazadoras bajo ellas.

Hawkmoon distinguió nuevas manchas de sangre y se abrió paso por entre los edificios, mirando con dificultad, envuelto en la luz mortecina que arrojaban las sombras.

Y entonces, de repente, escucharon un chasquido, un silbido, una especie muy curiosa de gruñido contenido…

Y la criatura se lanzó sobre él, dirigiendo las garras contra su cuello, tratando de hundirlas en él. Sintió una de ellas, y después otra. Elevó las manos e intentó apartar aquellos dedos llenos de garras y entonces sintió el chasquido del pico cerrándose sobre su nuca.

Después se escuchó un grito salvaje y las garras le soltaron el cuello.

Hawkmoon se volvió, tambaleante, para ver a D'Averc que, con la espada en la mano, contemplaba el cuerpo de la bestia.

—Esta nauseabunda criatura no tiene cerebro —dijo D'Averc con naturalidad—. Qué idiotez ha cometido al atacaros dejándome a mí detrás. —Se agachó y recuperó cuidadosamente el trozo de tela que le había arrancado la noche anterior—. ¡Aquí está nuestro mapa!

Hawkmoon se limpió la sangre del cuello. Las garras no se le habían hundido muy profundamente.

—Pobre bestia —dijo—. ¡Nada de conmiseración ahora, Hawkmoon! Ya sabéis cuánto me alarma oiros hablar así. Recordad que fueron esas criaturas las que nos atacaron.

—Me pregunto por qué lo hicieron. En estas montañas no deben faltarles sus presas naturales… Por aquí pululan toda clase de criaturas comestibles. ¿Por qué devorarnos a nosotros?

—O bien porque éramos la carne más cercana que vieron —sugirió D'Averc mirando a su alrededor, hacia los muros metálicos que les rodeaban—, o bien porque han aprendido a odiar a los hombres.

D'Averc envainó la espada con un gesto elegante y empezó a abrirse paso por entre el bosque de metal que sostenía las torres y las calles de la ciudad que se elevaban por encima de donde ellos se encontraban. Había desperdicios por todas partes y fragmentos de animales muertos, y materia corrompida e imposible de identificar.

—Exploremos esta ciudad mientras estemos aquí —dijo D'Averc subiéndose a una viga—. Podríamos dormir aquí.

Hawkmoon consultó el mapa.

—Está marcada —dijo—. Se llama Halapandur. No se halla muy lejos, hacia el este, donde nuestro misterioso filósofo tiene la caverna donde habita. —¿A qué distancia?

—Más o menos a un día de marcha por entre estas montañas.

—Entonces, descansemos aquí y ya continuaremos mañana —sugirió D'Averc.

Hawkmoon frunció el ceño un instante pero después se encogió de hombros.

—Muy bien.

Él también empezó a escalar las vigas hasta que alcanzaron una de las extrañas y curvadas calles metálicas.

—Podemos dirigirnos hacia aquella torre —sugirió D'Averc.

Emprendieron el camino de ascenso por la rampa, que subía con suavidad hacia una torre de brillante color turquesa y escarlata, recortada contra el cielo iluminado por el sol.

15. La caverna desierta

En la base de la torre había una pequeña puerta que había sido echada hacia atrás, como empujada por un puño gigantesco. Hawkmoon y D'Averc cruzaron la abertura y trataron de distinguir en la oscuridad lo que contenía el interior de la torre.

—Allí —indicó Hawkmoon—. Hay una escalera… o algo muy parecido.

Subieron sorteando los cascotes y descubrieron que no se trataba de una escalera que condujera hacia las partes superiores de la torre, sino de una rampa, no muy distinta de las que conectaban unos edificios con otros.

—Por lo que he leído, este lugar fue construido poco antes del Milenio Trágico —dijo D'Averc mientras ambos subían por la rampa—. Fue una ciudad dedicada exclusivamente a los científicos… Creo que la llamaban Ciudad Investigación. Hasta aquí llegaron toda clase de científicos procedentes de todas las partes del mundo. La idea que perseguían era la de realizar nuevos descubrimientos por medio del intercambio. Si no recuerdo mal, la leyenda asegura que aquí se hicieron muchos inventos extraños, aunque ahora ya se han perdido la mayor parte de sus secretos.

Continuaron subiendo hasta que la rampa terminó en una ancha plataforma completamente rodeada por grandes ventanales de cristal. La mayoría de las ventanas aparecían agrietadas o destrozadas del todo, pero desde esta plataforma era posible contemplar todo el resto de la ciudad.

—Es casi seguro que esto estuviera destinado a vigilar todo lo que sucedía en Halapandur —comentó Hawkmoon. Miró a su alrededor. Por todas partes se veían restos de instrumentos cuya función era incapaz de reconocer. Llevaban el sello de las cosas prehistóricas, todos ellos metidos en oscuras carcasas metálicas que mostraban caracteres austeros grabadas en ellas, muy distintos a la decoración barroca y a los floreados números y letras de los tiempos modernos—. Esto debió de ser una especie de sala desde donde se controlaba el funcionamiento del resto de Halapandur.

De pronto, D'Averc apretó los labios y señaló hacia un punto.

—Ah…, ahí podéis ver cuáles eran los usos a que estaba destinada. Mirad. Hawkmoon.

A cierta distancia, en el otro extremo de la ciudad, pudieron ver una hilera de jinetes con los cascos y las armaduras de las tropas del Imperio Oscuro.

Era evidente para qué habían llegado hasta allí, aunque ellos no pudieron distinguir ningún detalle desde aquella altura.

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