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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Bastón Rúnico (52 page)

BOOK: El Bastón Rúnico
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—Os agradecemos graciosamente vuestra bienvenida y quisiéramos saber qué poderoso señor se dirige a nosotros.

—Soy el barón Meliadus de Kroiden, gran jefe de la orden del Lobo, principal señor de la guerra en Europa, representante del inmortal rey–emperador Huon el Decimoctavo, gobernante de Granbretan, de Europa y de todos los territorios que rodean el mar Central, gran jefe de la orden de la M antis, controlador de los destinos, moldeador de las historias, temido y todopoderoso príncipe. Os saludo tal y como él mismo os saludaría; os hablo como él os hablaría; actúo de acuerdo con todos sus deseos, pues debéis saber que, siendo inmortal como es, no puede abandonar el místico globo del trono que le conserva y que se halla protegido por los mil guardias que le custodian día y noche. —A Meliadus le pareció apropiado extenderse un momento sobre la invulnerabilidad del rey–emperador con objeto de impresionar a los visitantes y hacerles renunciar a cualquier intento de atentar contra la vida del rey Huon, si es que tal idea pudiera habérseles ocurrido.

Después, indicó los dos tronos situados a ambos lados y añadió—: Os ruego que toméis asiento para ser atendidos debidamente.

Las dos grotescas criaturas subieron los escalones y, no sin cierta dificultad, se instalaron en los sillones dorados. No habría banquete pues el pueblo de Granbretan consideraba que el comer, en general, era una cuestión personal, ya que para ello se necesitaría quitarse las máscaras y les horrorizaba mostrar sus rostros al desnudo. Sólo en tres ocasiones al año se quitaban en público las máscaras y las vestiduras, en la seguridad del salón del trono, donde participaban en una orgía de una semana de duración ante los ávidos ojos del rey Huon, tomando parte en ceremonias repugnantes y sangrientas cuyos nombres únicamente existían en los lenguajes de las distintas órdenes, y a las que jamás se referían excepto en esas tres ocasiones.

El barón Meliadus dio unas palmadas para que se iniciara el espectáculo. Los cortesanos se apartaron como una cortina y ocuparon sus puestos a ambos lados del salón. Después, aparecieron los acróbatas, los saltimbanquis y los payasos, mientras una música frenética sonaba desde la galería superior. Se formaron pirámides humanas, que se elevaron hacia lo alto, se tambalearon y cayeron de pronto para volver a formarse en ensamblajes cada vez más complicados; los payasos hacían cabriolas y jugaban los unos con los otros representando las peligrosas bromas que se esperaba de ellos, mientras que los acróbatas y saltimbanquis daban volteretas y saltos mortales a su alrededor a velocidades increíbles, caminaban sobre cuerdas extendidas entre las galerías, y quedaban suspendidos de trapecios, muy por encima de las cabezas del público asistente.

Plana de Kanbery no observó a los acróbatas y tampoco vio ningún humor en las acciones de los payasos. Giró su hermosa máscara de garza real para mirar hacia donde estaban los extranjeros y los observó con lo que para ella era una curiosidad insólita, pensando fugazmente que le gustaría conocerlos mejor, pues le ofrecían la posibilidad de hallar una diversión única, sobre todo si, como sospechaba, no eran del todo humanos.

Meliadus, quien no se podía desprender de la idea de que su rey le había perjudicado y de que sus compañeros nobles tramaban algo contra él, hizo un gran esfuerzo por mostrarse amable con los visitantes. Cuando así lo deseaba, era capaz de impresionar a los extranjeros (tal y como había impresionado en otra ocasión al conde Brass) con su dignidad, buen juicio y masculinidad. Esta noche, sin embargo, tuvo que hacer un esfuerzo y temía que se le notara en el tono de su voz. —¿Encontráis el entretenimiento de vuestro gusto, milores de Asiacomunista? —preguntó, siendo contestado con una ligera inclinación de las enormes cabezas —. ¿No os parecen divertidos los payasos? —A lo que Kaow Shalang Gatt, el que llevaba el bastón de mando, le contestó con un displicente movimiento de la mano—. ¡Qué habilidad! Hemos traído a esos ilusionistas de nuestros territorios en Italia… Y esos saltimbanquis fueron antes propiedad del duque de Cracovia… Sin duda alguna, en la corte de vuestro emperador debéis tener titiriteros de la misma habilidad.

El otro extranjero, el llamado Orkai Heong Phoon se removió incómodo en el asiento. El resultado de todo ello fue aumentar la sensación de impaciencia que ya experimentaba el barón Meliadus. Tenía la sensación de que aquellas peculiares criaturas se consideraban de algún modo superiores a él, y que se aburrían con sus intentos por mostrarse cortés.

Así pues, cada vez le resultó más difícil sostener una conversación intrascendente, que era la única posible mientras siguiera sonando la música.

Finalmente, levantó las manos y volvió a dar unas palmadas.

—Ya es suficiente —dijo—. Que se retiren los saltimbanquis. Disfrutemos ahora de algo más exótico.

Se relajó un poco cuando entraron en el salón los gimnastas sexuales y empezaron a actuar para delicia de los depravados apetitos de los nobles del Imperio Oscuro. Meliadus sonrió burlonamente al reconocer a algunos de los participantes, señalándolos a sus invitados.

—Hay uno que fue príncipe de Magyaria…, y esas dos, las gemelas, eran hermanas de un rey de Turquía. Yo mismo apresé a esa rubia de allá…, y en cuanto a ese hombretón, es un búlgaro. A muchos de ellos los he entrenado yo personalmente.

Pero aunque aquel nuevo entretenimiento relajó algo los nervios torturados del barón Meliadus de Kroiden, los emisarios del presidente emperador Jong Mang Shen parecían tan impertérritos y taciturnos como desde su llegada.

Finalmente, el espectáculo acabó y los que habían actuado en él se retiraron (al parecer, ante el alivio de los emisarios). El barón Meliadus, que ya se sentía bastante más refrescado, se preguntó si aquellas criaturas serían de carne y hueso. Entonces, dio la orden para que se iniciara el baile.

—Y ahora, caballeros —dijo, levantándose —, recorramos la pista de baile para que podáis conocer a quienes se han reunido aquí para honraros.

Moviéndose con rapidez, los emisarios de Asiacomunista siguieron al barón Meliadus.

Sus cabezas sobresalían por encima de todos los presentes en el salón, incluso de los más altos. —¿Queréis bailar? —preguntó el barón.

—Lo siento, pero no bailamos —contestó Kaow Shalang Gatt con voz monótona.

Y como la etiqueta exigía que los invitados bailaran antes que los demás, el baile no se llevó a cabo. Meliadus echaba chispas. ¿Qué esperaba de él el rey Huon? ¿Cómo podía tratar a aquellos autómatas? —¿No tenéis bailes en Asiacomunista? —preguntó con una voz temblorosa por el esfuerzo que hacía para reprimir la cólera.

—No de la clase que supongo preferís aquí —contestó Orkai Heong Phoon.

A pesar de que la respuesta no deja traslucir la menor inflexión, el barón Meliadus no pudo dejar de pensar que tales actividades estaban por debajo de la dignidad de los nobles de Asiacomunista. Le estaba siendo cada vez más difícil mostrarse amable y condescendiente con aquellos orgullosos extranjeros. Meliadus no estaba acostumbrado a reprimir sus sentimientos, sobre todo cuando se trataba de simples extranjeros, y se prometió a sí mismo el placer de enfrentarse en particular a aquellos dos en el caso de que se le concediera el privilegio de dirigir los ejércitos destinados a conquistar el Lejano oriente.

El barón Meliadus se detuvo ante Adaz Promp, quien se inclinó ante los dos huéspedes.

—Me permito presentaros a uno de nuestros más poderosos señores de la guerra, el conde Adaz Promp, gran jefe de la orden del Perro, príncipe de Parye y protector de Munchein, además de comandante de los Diez Mil. —La ornamentada máscara de perro volvió a inclinarse—. El conde Adaz estuvo al mando de las fuerzas que nos ayudaron a conquistar el continente europeo en dos años, algo que teníamos previsto conseguir en veinte —dijo Meliadus—. Sus perros son invencibles.

—El barón me adula en demasía —dijo Adaz Promp—. Estoy seguro de que tendréis legiones mucho más poderosas en Asiacomunista, milores.

—Quizá. No lo sé. Vuestro ejército parece tan fiero como nuestros perros–dragón —dijo Kaow Shalang Gatt—. ¿Perros–dragón? ¿Qué son? —preguntó Meliadus, recordando por fin la misión que le había confiado su rey—. ¿No tenéis ninguno en Granbretan?

—Quizá los conozcamos por algún otro nombre. ¿Podríais describirlos?

—Tienen una altura aproximada de dos veces el tamaño de un hombre —contestó Kaow Shalang Gatt haciendo un movimiento con el bastón de mando—. Me refiero a uno de nuestros hombres, claro. Disponen de setenta dientes, que son como cuchillas de marfil. Son muy peludos y tienen garras como los tigres. Los utilizamos para cazar a aquellos reptiles a los que todavía no hemos entrenado para la guerra.

—Ya entiendo —murmuró Meliadus, pensando que se necesitarían tácticas especiales para derrotar a tales bestias de guerra—. ¿Y a cuántos de esos perros–dragón habéis entrenado para el combate?

—A un buen número —contestó su invitado.

Siguieron caminando entre los asistentes, para conocer a otros nobles y a sus esposas, y cada uno de ellos estaba preparado para hacer una pregunta como la planteada por Adaz Promp, dando así a Meliadus la oportunidad de obtener información de los emisarios. Pero pronto se puso de manifiesto que, aun cuando se mostraban inclinados a señalar el poderío de sus fuerzas y de su armamento, eran muy cautos a la hora de proporcionar detalles en cuanto al número y la capacidad. Meliadus se dio cuenta de que le llevaría más de una noche obtener aquella clase de información, y tuvo la sensación de que, en general, eso sería algo bastante difícil.

—Vuestra ciencia debe de ser muy sofisticada —dijo, mientras se movían entre un grupo—. ¿Será quizá más avanzada que la nuestra?

—Quizá —contestó Orkai Heong Phoon—, pero sé muy poco de vuestra ciencia como para poder comparar. Sería muy interesante establecer comparaciones.

—Sí que lo sería —admitió Meliadus—. He oído decir, por ejemplo, que vuestra máquina voladora os ha permitido recorrer varios miles de kilómetros en muy corto espacio de tiempo.

—En realidad, no se trataba de una máquina voladora —dijo Orkai Heong Phoon—. ¿No? ¿Entonces…?

—Lo llamamos carruaje terrenal… y se mueve por el suelo. —¿Y cómo está propulsado? ¿Qué es lo que aleja a la tierra de él?

—Nosotros no somos científicos —señaló Kaow Shalang Gatt—. No pretendemos comprender la forma en que funcionan nuestras máquinas. Eso es algo que dejamos en manos de las castas inferiores.

El barón Meliadus, que volvió a sentirse menospreciado, se detuvo entonces ante la hermosa máscara de garza real de la condesa Plana Mikosevaar. La presentó y ella hizo una reverencia.

—Sois muy altos —dijo ella con un murmullo—. Sí, muy altos.

El barón Meliadus intentó seguir su camino, embarazado en presencia de la condesa, como ya había sospechado que le sucedería. Sólo la había presentado como un medio de llenar el silencio que siguió al último comentario de los extranjeros. Pero Plana se le adelantó y tocó el hombro de Orkai Heong Phoon.

—Y vuestros hombros son muy anchos —dijo.

El emisario no hizo ningún comentario, pero se quedó quieto como una roca. ¿Acaso ella le había insultado al tocarlo?, se preguntó Meliadus. Habría experimentado cierta satisfacción en el caso de que hubiera sido así. No esperaba que el extranjero se quejara por ello, pues se daba cuenta de que a aquellos hombres les interesaba congraciarse con los nobles de Granbretan, del mismo modo que a éstos les interesaba por ahora estar a buenas con ellos. —¿Os puedo distraer de alguna forma? —preguntó Plana con un gesto ambiguo.

—Gracias, pero en estos momentos no se me ocurre nada —dijo el hombre.

Y los tres siguieron su marcha.

Asombrada, Plana les observó alejarse. Jamás había sido rechazada por nadie, y eso le intrigaba. Decidió seguir explorando las posibilidades en cuanto encontrara el momento más propicio. Se trataba de criaturas extrañas y taciturnas que se movían con rigidez.

Eran como hombres de metal, pensó. ¿Habría algo capaz de despertar en ellos una emoción humana?, se preguntó.

Sus grandes máscaras de cuero pintado se movían por encima de las cabezas de la multitud, mientras Meliadus les presentaba a Jerek Nankenseen y su esposa, la duquesa Falmoliva Nankenseen quien, en su juventud, solía cabalgar junto a su marido y participaba en las batallas.

Una vez hubieron terminado las presentaciones que le parecieron oportunas, el barón Meliadus regresó a su trono dorado, preguntándose con una creciente curiosidad y sensación de frustración dónde estaría su rival, Shenegar Trott, y por qué el rey Huon no se había dignado confiarle la información sobre los movimientos de Trott. Deseaba ardientemente desembarazarse de su cometido actual para acudir rápidamente a los laboratorios de Taragorm, con el propósito de descubrir qué progresos había hecho el maestro del palacio del Tiempo, y saber si existía alguna posibilidad de descubrir en qué lugar del espacio y del tiempo se encontraría ahora el odiado castillo de Brass.

8. Meliadus en el palacio del Tiempo

A primeras horas de la mañana siguiente, después de una noche insatisfactoria durante la que no había podido dormir mucho ni encontrar placer, el barón Meliadus se dispuso a visitar a Taragorm en el palacio del Tiempo.

En Londra existían muy pocas calles abiertas. Las casas, palacios, almacenes y barracones estaban todos conectados por pasajes cubiertos y cerrados que, en las partes más ricas de la ciudad, eran de brillantes colores, como si los muros estuvieran hechos de cristal esmaltado, pero que parecían de piedra aceitosa y oscura en los barrios más pobres.

Meliadus fue transportado por estos pasajes sobre una litera de cortinas echadas que llevaban una docena de esclavas, todas ellas desnudas y con los cuerpos pintados de colorete, y que eran la única clase de esclavos que Meliadus aceptaba para que le sirvieran. Tenía la intención de visitar a Taragorm antes de que se despertaran aquellos aburridos nobles de Asiacomunista. Bien podía ser que ellos representaran a una nación que estuviera ayudando a Hawkmoon y al resto, pero no tenía pruebas de ello. Si se convertían en realidad las esperanzas depositadas en los descubrimientos de Taragorm, entonces podría encontrar las pruebas que necesitaba presentarle al rey Huon, justificar su buen nombre y quizá incluso librarse de la problemática tarea de ser el anfitrión de los emisarios.

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