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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Bastón Rúnico (54 page)

BOOK: El Bastón Rúnico
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Meliadus inclinó la cabeza sobre un lado y señaló hacia abajo. Sus invitados también se inclinaron, conservando una actitud apenas amable. Parecía como si las altas y pesadas máscaras se les fueran a caer en el caso de que se inclinaran un poco más.

—Allí podéis ver el palacio del rey Huon, donde estáis alojados —dijo Meliadus, indicando hacia la demente magnificencia del domicilio de su rey–emperador, que se elevaba por encima de todos los demás edificios de la ciudad, y estaba situado en el mismo centro de ésta.

A diferencia de lo que sucedía con el resto, a este palacio no se podía llegar a través de una serie de pasillos. Sus cuatro torres, que brillaban con una profunda luz dorada, sobresalían ahora incluso por encima de sus cabezas, a pesar de hallarse en el ornitóptero y a una altura considerable sobre la ciudad. Sus distintos niveles aparecían llenos de bajorrelieves en los que se mostraban toda clase de las oscuras actividades que tanto gustaban a las gentes del imperio. Había estatuas gigantescas y grotescas situadas en las esquinas de los parapetos, con aspecto de hallarse a punto de caer sobre los patios, mucho más abajo. El palacio había sido pintado con todos los colores imaginables, de tal modo que sus combinaciones casi eran capaces de producir dolor a la vista en cuestión de segundos.

—El palacio del Tiempo —siguió diciendo Meliadus indicando el excelente palacio ornamentado que era también un reloj gigantesco.

—Ese de allá es mi propio palacio —añadió, señalando una tenebrosa estructura negra con rasgos plateados—. Y el río que veis es, naturalmente, el Tayme.

En aquellos momentos, el río aparecía cubierto por un denso tráfico en cuyas enrojecidas aguas se balanceaban barcazas de bronce, barcos de ébano y teca, emblasonados con metales preciosos y joyas semipreciosas, y veleros enormes en los que se habían grabado o bordado distintos dibujos.

—Más allá, hacia vuestra izquierda —dijo el barón Meliadus, a quien no dejaba de disgustar aquella tarea tan estúpida—, está nuestra torre Colgante. Veréis que parece como si colgara del cielo y que no está basada sobre el suelo. Eso fue el resultado del experimento de uno de nuestros hechiceros, quien se las arregló para elevar la torre unos pocos metros, aunque ya no pudo elevarla más. Después, resultó que tampoco pudo hacerla descender, de modo que ha permanecido así desde entonces.

Les mostró los muelles donde los grandes barcos de guerra de Granbretan desembarcaban las mercancías robadas; los barrios de los que no portaban máscaras, donde vivían las clases bajas de la ciudad; la bóveda del enorme teatro donde se habían representado en otras ocasiones las obras de Tozer; el templo del Lobo, que era el cuartel general de su propia orden, con una monstruosa y grotesca cabeza de lobo dominando la curva del tejado, y los distintos templos que mostraban cabezas de bestias igualmente grotescas, esculpidas en piedra y cada una de las cuales podía pesar muchas toneladas.

Estuvieron sobrevolando la ciudad durante casi todo el día, deteniéndose sólo para repostar el ornitóptero y cambiar de piloto, mientras Meliadus se sentía cada vez más impaciente. Mostró a los extranjeros todas las maravillas que abarrotaban la antigua y desagradable ciudad, tratando de impresionarles con el poder del Imperio Oscuro, tal y como le había pedido su rey–emperador.

A medida que se fue acercando la noche, el sol poniente trazó misteriosas sombras sobre la ciudad, y el barón Meliadus lanzó un suspiro de alivio y dio instrucciones al piloto para que dirigiera el ornitóptero hacia la zona de aterrizaje, sobre el tejado del palacio.

El aparato se posó en tierra con un gran aletear de alas de metal, un silbido y un gran crujido. Los dos emisarios descendieron rígidamente a tierra, sin mostrar en ellos ninguna semejanza con la vida natural, como la propia máquina que los había transportado.

Caminaron hacia la abovedada entrada al palacio y bajaron la rampa de caracol hasta que se encontraron en los pasillos iluminados, donde fueron recibidos por la guardia de honor, compuesta por seis guerreros de alto rango de la orden de la Mantis, con sus máscaras de insectos reflejando el refulgir de los muros. Los guerreros les escoltaron hasta sus habitaciones donde podrían descansar y comer.

El barón Meliadus los acompañó hasta la puerta y, una vez allí, se inclinó cortésmente ante ellos y se marchó, presuroso, tras prometerles que al día siguiente discutirían sobre cuestiones relacionadas con la ciencia, y compararían el progreso de Asiacomunista con los logros alcanzados en Granbretan.

Mientras recorría con prisas los alucinantes pasillos casi se dio de bruces contra Plana, condesa de Kanbery y pariente del rey–emperador. —¡Milord!

Se detuvo, se hizo a un lado para permitir pasar a la dama y entonces se detuvo de pronto.

—Milady… os ruego que me disculpéis. —¡Tenéis mucha prisa, milord!

—En efecto, Plana.

—Parece que también estáis de un humor de perros.

—Hoy no estoy de buen humor. —¿No queréis consolaros?

—Tengo asuntos que atender… —¿No creéis que los asuntos deberían ser dirigidos con la cabeza bien fría, milord?

—Quizá.

—Si queréis enfriar vuestro apasionamiento…

Meliadus hizo ademán de continuar su camino, pero volvió a detenerse. Ya había experimentado con anterioridad los métodos de consolación empleados por Plana. Quizá ella tuviera razón. Quizá él la necesitara. Por otro lado, necesitaba hacer los preparativos para emprender su expedición hacia el oeste en cuanto se hubieran marchado los emisarios. Sin embargo, aún estarían allí durante algunos días más. La noche anterior no había sido nada satisfactoria y ahora se sentía bajo de moral. Al menos, podía demostrar que era un buen amante.

—Quizá… —volvió a decir, esta vez con un tono más reflexivo.

—En tal caso, apresurémonos en acudir a mis habitaciones, milord —dijo ella con una cierta expresión de avidez.

Meliadus la tomó por el brazo con un creciente interés. —¡Ah, Plana! —exclamó—. ¡Ah, Plana!

11. Pensamientos de la condesa Plana

Las motivaciones de Plana para buscar la compañía de Meliadus eran equívocas, puesto que en realidad no se sentía interesada especialmente por el barón, sino por sus cometidos y, sobre todo, por los dos gigantes de rígidas piernas procedentes del este.

Le preguntó acerca de ellos mientras yacían en la enorme cama de la condesa, y Meliadus le confió la frustración que sentía, lo mucho que odiaba la tarea que se le había confiado, casi tanto como a los propios emisarios; y también le habló de cuáles eran sus verdaderas ambiciones, que consistían en vengarse de sus enemigos, los que habían matado al esposo de la condesa, los habitantes del castillo de Brass; le habló de que había descubierto que Tozer había encontrado a un anciano en el oeste, en la olvidada provincia de Yel, y que aquel anciano podía poseer el secreto de alcanzar a sus enemigos.

Y habló también de sus temores de estar perdiendo poder y prestigio (aunque sabía muy bien que, entre todas las mujeres, Plana era la menos indicada para escuchar tales pensamientos secretos), y de que el rey–emperador parecía confiar en otros, como en Shenegar Trott, haciéndoles saber cosas que en otros tiempos sólo comunicaba a Meliadus.

—Oh, Plana —dijo poco antes de caer en un inquieto sueño—, si fuerais la reina podríamos cumplir con el más poderoso destino de nuestro imperio.

Pero Plana apenas si le escuchó, apenas si pensaba y se limitó a permanecer echada a su lado, moviendo el cuerpo de vez en cuando, pues Meliadus no había logrado aliviar el dolor de su propia alma, y apenas si había satisfecho el ansia de sus ingles. Sus únicos pensamientos se dirigían hacia los emisarios, que ahora debían de estar durmiendo a sólo dos pisos por encima de donde ella se encontraba.

Terminó por levantarse de la cama, dejando a Meliadus roncando y gimiendo en sueños. Se vistió de nuevo, se puso la máscara y abandonó la habitación, deslizándose por los pasillos y subiendo la rampa hasta que llegó ante las puertas vigiladas por los guerreros de la orden de la Mantis. Las máscaras de insecto se volvieron interrogativamente hacia ella.

—Sabéis quién soy —dijo ella.

Lo sabían, y por eso mismo se apartaron de las puertas. Ella eligió una y la abrió, penetrando en la excitante oscuridad de las habitaciones del emisario extranjero.

12. Una revelación

La habitación sólo estaba iluminada por la luz de la luna, que caía sobre una cama en la que una figura se agitó, mostrándole a ella, en un rincón, los ornamentos, la armadura y la máscara del hombre que estaba allí.

Se acercó más a la cama. —¿Milord? —susurró.

De pronto, la figura se incorporó en la cama y ella vio sus ojos de asombro y las manos que se elevaban con rapidez para cubrirse el rostro, y la mujer abrió la boca de asombro. —¡Yo os conozco! —¿Quién sois? —El hombre se deslizó de entre las sábanas de seda, desnudo a la luz de la luna, y corrió hacia ella para sujetarla—. ¡Una mujer!

—Si… —balbuceó ella—. Y vos sois un hombre —añadió riendo con suavidad—. Y no sois ningún gigante, aunque tenéis buena altura. La máscara y la armadura os hacen parecer casi medio metro más alto. —¿Qué queréis?

—Pretendía divertiros, sir…, y que me divirtierais. Pero ahora me siento desilusionada, pues creía que erais una criatura no humana. Ahora os recuerdo como el hombre al que vi en el salón del trono hace dos años…, el hombre que Meliadus llevó ante el reyemperador.

—De modo que estabais allí aquel día.

La sujetó con más fuerza de la mano y con la otra le arrancó la máscara y le cubrió la boca. La mujer mordió los dedos y arañó los músculos del hombre. La mano que le tapaba la boca se relajó. —¿Quién sois? —preguntó él con un susurro—. ¿Sabe alguien que estáis aquí?

—Soy Flana Mikosevaar, condesa de Kanbery. Nadie sospecha de vos, querido alemán. Y no llamaré a los guardias, si es eso lo que teméis, pues no siento el menor interés por la política y ninguna simpatía por Meliadus. De hecho, me siento agradecida hacia vos porque me habéis quitado de en medio a un esposo bien problemático. —¿Sois la viuda de Mikosevaar?

—En efecto. Y en cuanto a vos, os reconocí inmediatamente al entrar y veros la joya negra que lleváis incrustada en la frente. Sois el duque Dorian Hawkmoon de Colonia, disfrazado, sin duda, para aprender los secretos de vuestros enemigos.

—Creo que me veré obligado a mataros, señora.

—No tengo la menor intención de traicionaros, duque Dorian. Al menos, por el momento. He venido a ofrecerme para vuestro placer, eso es todo. Me habéis quitado la máscara. —Volvió los ojos dorados y los levantó para mirar el rostro elegante que tenía ante sí—. Ahora podéis quitarme el resto de mis vestiduras…

—Señora —dijo él con voz ronca —, no puedo hacer eso. Estoy casado.

—Igual que yo —replicó ella echándose a reír—. He estado casada un montón de veces.

Sobre la frente de él aparecieron unas gotas de sudor y, sin dejar de mirarla, sus músculos se tensaron.

—Señora, yo…, no puedo…

Se escuchó entonces un sonido y ambos se volvieron.

La puerta que separaba las habitaciones se abrió y en el umbral apareció un hombre elegante, de buen aspecto, que tosió con un poco de ostentación y a continuación se inclinó ceremoniosamente. Él también iba desnudo del todo.

—Mi amigo, señora, tiene una disposición moral algo rígida —dijo Huillam d'Averc—.

Sin embargo, si puedo seros de alguna ayuda…

La condesa se dirigió hacia él y le miró de arriba abajo.

—Parecéis un tipo sano —comentó.

—Ah, señora, es muy amable por vuestra parte decir algo así —dijo él apartando la mirada—. Sin embargo, no me encuentro muy bien.

—Extendió una mano hacia el hombro de ella y la fue conduciendo con suavidad hacia su propia habitación —. De todos modos, haré lo poco que pueda por complaceros antes de que este débil corazón mío se me caiga hecho pedazos…

La puerta se cerró y Hawkmoon se quedó en el centro de la estancia, temblando.

Se sentó en el borde de la cama, maldiciéndose a sí mismo por no haberse acostado a dormir con el disfraz puesto, pero la agotadora excursión de aquel día le había inducido a abandonar esa precaución. Cuando el Guerrero de Negro y Oro les explicó el plan les había parecido a todos innecesariamente peligroso. Pero la lógica del mismo pareció aplastante: tenían que descubrir si el anciano de Yel ya había sido descubierto, antes de que ellos mismos salieran en su búsqueda hacia el oeste de Granbretan. Ahora, sin embargo, todo parecía indicar que sus posibilidades de conseguir tal información habían quedado destrozadas.

Los guardias tendrían que haber visto entrar a la condesa. Aun cuando la mataran o la hicieran prisionera, los guardias sospecharían que algo raro sucedía. Y se hallaban en una ciudad que parecía estar dedicada por completo a conseguir su destrucción. Aquí no contaban con ningún aliado y no existía la menor posibilidad de escapar una vez que se hubieran descubierto sus verdaderas identidades.

Hawkmoon se estrujó el cerebro tratando de imaginar un plan que les permitiera al menos huir de la ciudad antes de que sonara la alarma, pero todo parecía inútil.

Hawkmoon empezó a ponerse sus pesadas vestiduras y armadura. La única arma con la que contaba era el dorado bastón de mando que le había entregado el Guerrero, y que tenía por objeto aumentar la impresión de ser un noble dignatario de Asiacomunista. Lo levantó, deseando poder disponer de una espada.

Recorrió la habitación de un lado a otro, sin dejar de pensar en un plan aceptable para escapar, pero no se le ocurrió nada.

Aún seguía paseando cuando amaneció y poco después Huillam d'Averc asomó la cabeza por la puerta y le sonrió burlonamente.

—Buenos días, Hawkmoon. ¿Es que no habéis descansado, hombre? Creedme que lo siento. Yo tampoco he descansado mucho. La condesa es una criatura muy exigente. Sin embargo, me alegra veros preparado para emprender viaje, porque tenemos que darnos prisa. —¿Qué queréis decir, D'Averc? Llevo toda la noche intentando concebir un plan, pero no se me ocurre nada…

—He estado interrogando a Plana de Kanbery y me ha contado todo lo que necesitamos saber, ya que, al parecer, Meliadus ha confiado en ella. También se ha mostrado de acuerdo en ayudarnos a escapar. —¿Cómo?

—En su ornitóptero privado. Ahora está a nuestra disposición. —¿Podéis confiar en ella?

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