—Ya no hay guerra en Europa —contestó Trott—. ¡Que no hay guerra! Entonces, ¿qué hacemos aquí, exiliados de nuestro propio país? —preguntó Hawkmoon.
—No hay guerra porque ahora toda Europa se encuentra en paz bajo el patronazgo de nuestro buen rey Huon —dijo Shenegar Trott con un leve guiño, casi como el que haría a un buen camarada, y que a Hawkmoon le fue imposible contestar—. A excepción de Camarga, claro está —siguió diciendo—. Y Camarga se ha desvanecido. Mi querido compañero, el barón Meliadus, se ha mostrado muy encolerizado por eso.
—Estoy seguro de que así es —replicó Hawkmoon—. ¿Y continúa queriendo vengarse de nosotros?
—Desde luego que sí. De hecho, cuando abandoné Londra corría el peligro de convertirse en el hazmerreír de la corte.
—Parecéis sentir muy poco afecto por el barón Meliadus —sugirió D'Averc.
—Me comprendéis muy bien —le dijo el conde Shenegar—. No todos nosotros somos hombres tan dementes y ambiciosos como pensáis. Yo mismo he tenido muchas discusiones con el barón Meliadus. A pesar de todo, soy leal a mi patria y a mi rey, aun cuando no esté de acuerdo con todo lo que se hace en su nombre…, y quizá tampoco con todo lo que yo mismo me he visto obligado a hacer. Yo cumplo órdenes. Soy un patriota.
—Shenegar Trott se encogió ostentosamente de hombros. —Preferiría quedarme en casa, dedicado a leer y a escribir. En otros tiempos se pensaba que era un poeta prometedor.
—Pero ahora sólo os dedicáis a escribir epitafios… y además, lo hacéis con sangre y fuego —dijo Hawkmoon.
El conde Shenegar no pareció sentirse herido por aquellas palabras, a las que contestó razonablemente.
—Tenéis vuestro propio punto de vista. Yo tengo el mío. Creo en la conveniencia última de nuestra causa: que la unificación del mundo es de la máxima importancia, que las ambiciones personales, por muy nobles que sean, tienen que ser sacrificadas a principios mucho más grandes.
—Ésa es la respuesta habitual entre los granbretanianos —argumentó Hawkmoon sin dejarse convencer—. Es el mismo argumento que el barón Meliadus empleó ante el conde de Brass poco antes de que intentara violar y secuestrar a su hija Yisselda.
—Ya he comentado antes que no estoy de acuerdo con todo lo que hace el barón Meliadus —dijo el conde Shenegar—. En toda corte siempre hay un idiota, y todo gran ideal atrae indefectiblemente a quienes sólo están motivados por el egoísmo.
Las respuestas de Shenegar Trott parecían ir dirigidas más al muchacho que escuchaba tranquilamente, que a Hawkmoon y D'Averc.
Terminaron de comer. Trott apartó su plato y volvió a colocarse la máscara plateada sobre el rostro. Después, se volvió hacia el muchacho.
—Os agradezco vuestra hospitalidad. Y ahora… me prometisteis que podría contemplar y admirar el Bastón Rúnico. Me alegraría mucho poder encontrarme ante ese artefacto legendario…
Hawkmoon y D'Averc dirigieron miradas de advertencia al muchacho, pero éste no pareció darse cuenta de ellas.
—Ahora ya es tarde —dijo Jehemia Cohnahlias—. Todos nosotros visitaremos la sala del Bastón Rúnico mañana. Mientras tanto, os ruego que descanséis aquí. A través de esa pequeña puerta —dijo señalando hacia el otro lado de la sala— encontraréis acomodo para dormir. Os llamaré por la mañana.
Shenegar Trott se levantó y se inclinó ceremoniosamente.
—Os agradezco vuestra oferta, pero mis hombres empezarían a sentirse muy inquietos si no regresara esta noche a mi barco. Mañana volveré a reunirme aquí con vos.
—Como deseéis —dijo el muchacho.
—En cuanto a nosotros —dijo Hawkmoon—, os agradecemos vuestra hospitalidad.
Pero debo advertiros de nuevo que Shenegar Trott puede no ser lo que vos creéis.
—Sois admirables en vuestra tenacidad —intervino Shenegar Trott.
Y, diciendo esto, hizo un alegre saludo con la mano y abandonó el salón.
—Me temo que vamos a dormir muy mal sabiendo que nuestro enemigo se encuentra en Dnark —comentó D'Averc.
—No temáis —dijo el muchacho sonriendo—. Los Buenísimos os ayudarán a descansar y os protegerán de todo daño del que podáis sentir miedo. Buenas noches, caballeros. Volveré a veros mañana.
El muchacho abandonó con ligereza la sala y D'Averc y Hawkmoon se dispusieron a inspeccionar los cubículos que contenían literas introducidas en la parte lateral de las paredes.
—Me temo que ese Shenegar Trott quiera hacerle algún daño al muchacho —dijo Hawkmoon.
—Será mejor que hagamos todo lo que podamos para protegerle —dijo D'Averc—.
Buenas noches, Hawkmoon.
Una vez que su amigo se hubo introducido en su cubículo, Hawkmoon hizo lo propio.
Estaba lleno de sombras brillantes y en su interior sonaba la música celestial que habían escuchado antes. Y así, se quedó dormido casi inmediatamente.
Hawkmoon se despertó tarde sintiéndose muy descansado, y en seguida se dio cuenta de que las sombras brillantes parecían estar agitadas. Habían adquirido un frío color azul y se arremolinaban de un lado a otro, como si temieran algo.
Se levantó con rapidez y se ató el cinto con la espada. Frunció el ceño. ¿Estaba a punto de producirse el peligro que tanto había temido… o se había producido ya? Los Buenísimos parecían incapaces de establecer una comunicación humana.
D'Averc entró corriendo en el cubículo de Hawkmoon. —¿Qué pensáis de la situación, Hawkmoon?
—No lo sé. ¿Se trata de Shenegar Trott que planea una invasión? ¿Tiene problemas el muchacho?
De pronto, las sombras brillantes se arremolinaron alrededor de los dos hombres y ambos se sintieron desplazados con rapidez del cubículo, llevados a través de la sala donde habían comido y a lo largo de los pasillos, a una velocidad increíble, hasta que salieron del edificio juntos y se vieron elevados en la luz dorada.
La velocidad de los Buenísimos disminuyó y los dos amigos, todavía con la respiración entrecortada a causa de la repentina acción de las sombras brillantes, se balancearon en el aire, por encima de la plaza principal.
D'Averc estaba pálido, pues no podía apoyar los pies en ningún sitio y las sombras brillantes no parecían tener sustancia alguna, a pesar de lo cual no se caían.
Abajo, en la plaza, distinguieron unas figuras diminutas por la distancia, moviéndose hacia la torre cilindrica. —¡Es todo un ejército! —exclamó Hawkmoon atónito—. Deben de ser por lo menos mil.
Eso es lo que se podía esperar de la naturaleza pacífica de la misión de Shenegar Trott. ¡Ha invadido Dnark! Pero ¿por qué? —¿No os parece obvio, amigo mío? —replicó D'Averc con una mueca—. Busca el Bastón Rúnico. Teniendo eso en su poder, ¡sin duda gobernará el mundo! —¡Pero si no sabe dónde está!
—Es probable que ésa sea la razón por la que se dispone a atacar la torre. Mirad…, ¡ya hay guerreros en su interior!
Los dos amigos contemplaron la escena consternados, rodeados por las diáfanas sombras, con luz dorada por todas partes.
—Tenemos que bajar —dijo Hawkmoon al fin—. ¡Pero si sólo somos dos contra mil! —observó D'Averc.
—Así es…, pero si la Espada del Amanecer convoca a la legión del Amanecer, es posible que tengamos éxito contra ellos —le recordó Hawkmoon.
Como si hubieran entendido sus palabras, los Buenísimos empezaron a descender.
Hawkmoon sintió que el corazón se le subía a la garganta al bajar con tanta rapidez hacia la plaza, abarrotada ahora de guerreros enmascarados del Imperio Oscuro, miembros de la terrible legión del Halcón que, al igual que la legión del Buitre, también era una fuerza mercenaria mandada por renegados que, en todo caso, eran aún más malvados que los nativos de Granbretan. Los enloquecidos ojos de los halcones miraron hacia arriba, expectantes por el festín de sangre que Hawkmoon y D'Averc parecían ofrecerles. Los picos de sus máscaras estaban dispuestos para desgarrar la carne de los dos enemigos del Imperio Oscuro, y las espadas, mazas, hachas y lanzas que llevaban en las manos eran como garras dispuestas a arremeter contra ellos.
Las sombras brillantes depositaron a D'Averc y al duque de Colonia cerca de la entrada de la torre, y apenas si tuvieron tiempo de desenvainar sus espadas antes de que los guerreros halcón se lanzaran al ataque.
Pero en ese instante Shenegar Trott apareció en la entrada de la torre y les gritó a sus hombres: —¡Alto, mis halcones! No hay necesidad de derramar sangre. ¡Tengo al muchacho!
Hawkmoon y D'Averc le vieron levantar a Jehemia Cohnahlias, sosteniéndolo por las ropas, mientras él se debatía inútilmente.
—Sé que esta ciudad está llena de criaturas sobrenaturales que tratarán de detenernos —anunció el conde—, de modo que me he tomado la libertad de garantizar nuestra seguridad mientras estemos aquí. Si somos atacados, si alguien se atreve a tocarnos, le cortaré el cuello a este muchacho. —Shenegar Trott se echó a reír burlonamente —. He tomado esta medida sólo para evitarnos a todos situaciones desagradables…
Hawkmoon hizo un movimiento, como para convocar a la legión del Amanecer, pero Trott le reprendió moviendo un dedo ante él. —¿Queréis ser la causa de la muerte de este muchacho, duque de Colonia?
Ardiendo de rabia, Hawkmoon descendió el brazo que sostenía la espada, la dejó caer y, dirigiéndose al muchacho, le dijo:
—Ya os advertí de su perfidia…
—Sí… —admitió el muchacho debatiéndose—. Me temo que… tendría que haberos… prestado más atención.
El conde Shenegar se echó a reír con su máscara refulgiendo bajo la luz dorada.
—Y ahora, decidme dónde está el Bastón Rúnico.
El muchacho señaló hacia la torre, situada a su espalda.
—La sala del Bastón Rúnico está dentro. —¡Mostrádmela! —Shenegar Trott se volvió hacia sus hombres—. Vigilad a esta pareja. Preferiría conservarlos vivos, pues al rey–emperador le encantará que regresemos no sólo con el Bastón Rúnico, sino también con los héroes de Camarga. Si se mueven, gritadme y le arrancaré al muchacho una oreja o dos. —Extrajo entonces la daga que llevaba al cinto y colocó la punta cerca del rostro del muchacho. Después, ordenó a sus guerreros—: La mayoría de vosotros… seguidme.
Shenegar Trott desapareció en el interior de la torre, seguido por la gran mayoría de sus hombres, mientras que seis guerreros halcón se quedaban para vigilar a Hawkmoon y a D'Averc. —¡Si ese muchacho hubiera hecho caso de lo que le dijimos! —se lamentó Hawkmoon.
Se movió un poco y los guerreros halcón se pusieron en guardia, precavidamente—. ¿Cómo vamos a salvarle ahora… y al Bastón Rúnico de las garras de Trott?
De pronto, los guerreros halcón levantaron las miradas, llenas de asombro, y D'Averc hizo lo propio.
—Parece ser que vienen en nuestro rescate —dijo D'Averc sonriendo.
Las sombras brillantes regresaban.
Antes de que los guerreros halcón pudieran moverse o decir nada, las sombras habían envuelto por completo a los dos hombres y volvían a elevarlos en el aire.
Desconcertados, los halcones lanzaron golpes contra sus pies, mientras ellos se elevaban, y después, al ver la inutilidad de sus esfuerzos, echaron a correr hacia el interior de la torre, para advertir a su jefe de lo que había sucedido.
Los Buenísimos se elevaron más y más alto, llevando consigo a Hawkmoon y a D'Averc. Penetraron en el hálito dorado que se transformó en una espesa neblina áurea, hasta el punto de que no pudieron verse el uno al otro, y mucho menos los edificios de la ciudad.
Parecieron estar viajando durante horas antes de que la neblina dorada empezara a ser más ligera.
A medida que disminuyó la neblina dorada, Hawkmoon parpadeó, pues ahora se veían rodeados por toda clase de colores —como ondas y rayos que producían extrañas configuraciones en el aire—, todo lo cual emanaba de una fuente central.
Entrecerró los ojos para protegerlos de la intensa luz y miró a su alrededor. Estaban suspendidos en el aire, cerca del techo de un gran salón cuyas paredes parecían estar hechas de capas de esmeralda y ónice translúcidos. En el centro del salón se levantaba una tarima, a la que se llegaba por escalones que subían desde los cuatro lados. Sobre ella había un objeto en el que se originaban todas las configuraciones de luz. Los dibujos —estrellas, círculos, conos y figuras más complejas— se desplazaban constantemente, pero su fuente siempre era la misma. Se trataba de un pequeño bastón, que tenía aproximadamente la longitud de una espada corta, de un denso color negro, opaco y que, al parecer, había perdido el color en unos pocos sitios. Las decoloraciones eran de un intenso azul moteado. ¿Podía ser esto el Bastón Rúnico?, se preguntó Hawkmoon. No parecía tratarse de nada impresionante para ser un objeto de poderes tan legendarios. Se lo había imaginado como algo más alto que un hombre, de brillantes colores…, pero aquel objeto, ¡si hasta lo podía llevar él mismo en la mano!
De repente, unos hombres entraron precipitadamente por la parte lateral del salón. Era Shenegar Trott y su legión del Halcón. El muchacho continuaba debatiéndose entre las garras de Trott y ahora las risotadas del conde de Sussex llenaron todo el salón. —¡Por fin! ¡Ya es mío! Ni siquiera el rey–emperador se atreverá a negarme nada cuando le haya entregado en sus manos el Bastón Rúnico.
Hawkmoon lanzó un bufido. Había un olor fragante en el salón, llenándolo de un aroma entre amargo y dulce. Y entonces un suave murmullo empezó a impregnar el lugar. Los Buenísimos descendieron, y con ellos Hawkmoon y D'Averc, que fueron depositados con suavidad en los escalones, justo por debajo de donde se encontraba el Bastón Rúnico. Y entonces el conde Shenegar los vio. —¿Cómo…?
Hawkmoon le miró con ferocidad y levantó el brazo izquierdo para señalar directamente hacia él. —¡Soltad al chico, Shenegar Trott!
El conde de Sussex volvió a lanzar una risotada, recuperándose con rapidez del asombro que había experimentado.
—Antes decidme cómo habéis llegado aquí antes que yo.
—Gracias a la ayuda de los Buenísimos…, esas criaturas sobrenaturales a las que tanto teméis. Y contamos con otros amigos, conde Shenegar.
La daga de Trott se hallaba a un pelo de la nariz del muchacho.
—En tal caso, sería un estúpido si me desprendiera de mi única posibilidad de alcanzar la libertad… o incluso el éxito.
—Os lo advierto, conde —dijo Hawkmoon levantando la Espada del Amanecer—, ¡esta espada no es un instrumento ordinario! ¡Mirad cómo brilla con una luz rosada!