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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Bastón Rúnico (70 page)

BOOK: El Bastón Rúnico
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Las grandes puertas se abrieron y el barón Meliadus, recién llegado desde Yel, entró en el salón del trono de su rey–emperador para informarle de sus fracasos y descubrimientos.

Cuando Meliadus entró en el salón, cuyos techos eran tal altos que parecían confundirse con el cielo, y cuyas paredes eran tan distantes que parecían abarcar todo el país, vio su camino bloqueado por una doble hilera de guardias. Estos guardias eran miembros de la orden de la Mantis, que era la del propio rey–emperador, y portaban las grandes máscaras enjoyadas en forma de insecto que pertenecían a dicha orden. Ahora se mostraron remisos a dejarle entrar.

Meliadus se controló con dificultad y esperó a que las filas de guardias retrocedieran para permitirle el paso.

Después, entró en el enorme salón de colores deslumbrantes, de cuyas galerías colgaban los relucientes estandartes de las quinientas familias más grandes de Granbretan, y en cuyos muros se veía un mosaico incrustado con piedras preciosas en el que se representaba el poder y la historia de Granbretan. A ambos lados había un ala compuesta por mil firme e inmóvil como una estatua. Meliadus empezó a caminar hacia el globo del trono, situado a casi un kilómetro de distancia.

A medio camino, se arrodilló en tierra, aunque lo hizo con un gesto algo imperioso.

La sólida esfera negra pareció estremecerse momentáneamente cuando el barón Meliadus se incorporó. Después, el color negro se vio recorrido por vetas escarlata y azuladas que se extendieron con lentitud sobre la sombra más oscura hasta hacerla desaparecer. Una mezcla como de leche y sangre se puso a girar, revelando con claridad una figura diminuta, como la de un feto, enroscada en el centro de la esfera. De esta figura retorcida surgían unos ojos de mirada dura, negra e intensa, que contenían una inteligencia antigua y, de hecho, inmortal. Era Huon, el rey–emperador de Granbretan y del Imperio Oscuro, gran jefe de la orden de la Mantis, que ostentaba el poder absoluto sobre decenas de millones de almas, el gobernante que viviría eternamente y en cuyo nombre el barón Meliadus había conquistado toda Europa y otros territorios aún más lejanos.

Del globo del trono surgió entonces la voz de un joven (el joven a quien había pertenecido aquella voz había muerto ya hacía mil años):

—Ah, nuestro impetuoso barón Meliadus…

Meliadus volvió a inclinarse y murmuró:

—Vuestro servidor, príncipe todopoderoso… —¿De qué tenéis que informarnos tan apresuradamente?

—De un éxito, gran emperador. Las pruebas de que mis sospechas… —¿Habéis encontrado a los desaparecidos emisarios de Asiacomunista?

—Me temo que no, noble señor…

El barón Meliadus no sabía que Hawkmoon y D'Averc habían penetrado en la capital del Imperio Oscuro ocultos bajo este disfraz. Eso era algo que sólo sabía Plana Mikosevaar, que les había ayudado a escapar.

—Entonces, ¿por qué estáis aquí, barón?

—He descubierto que Hawkmoon, de quien sigo insistiendo que representa la mayor amenaza para nuestra seguridad, ha visitado nuestra isla. Fui a Yel y allí le descubrí, en compañía del traidor Huillam d'Averc, así como del mago Mygan de Llandar. Conocen el secreto del viaje a través de las dimensiones. —El barón Meliadus no mencionó que se le habían escapado de entre las manos—. Antes de que pudiéramos apresarlos se desvanecieron ante nuestros propios ojos. Poderoso monarca, si ellos pueden entrar y salir de nuestro país a su capricho, es evidente que no podremos estar seguros hasta que sean destruidos. Sugeriría, por tanto, que empezáramos a dirigir todos los esfuerzos de nuestros científicos, y sobre todo de Karagorm y Kalan, a encontrar a esos renegados y destruirlos. Nos están amenazando desde el mismo interior…

—Barón Meliadus, ¿qué noticias tenéis sobre los emisarios de Asiacomunista?

—Ninguna, por el momento, poderoso rey–emperador, pero…

—Este imperio puede enfrentarse a unos pocos guerrilleros, barón Meliadus, pero si nuestras costas se vieran amenazadas por una fuerza tan grande como la nuestra, si no mayor, por una fuerza que probablemente conoce secretos científicos desconocidos por nosotros, en tal caso es posible que no pudiéramos sobrevivir…

La voz juvenil hablaba con una paciencia acida. Meliadus frunció el ceño.

—No tenemos ninguna prueba de que se esté planeando esa clase de invasión, monarca del mundo…

—De acuerdo. Pero tampoco tenemos prueba alguna de que Hawkmoon y su banda de terroristas posean el poder suficiente como para hacernos mucho daño.

De pronto, unas finas vetas azuladas aparecieron en el fluido del globo del trono.

—Gran rey–emperador, dadme el tiempo y los recursos…

—Somos un imperio en expansión, barón Meliadus. Y queremos seguir expandiéndonos. Permanecer quietos sería una actitud pesimista, ¿no os parece? No es así como debemos actuar. Nos sentimos orgullosos de nuestra influencia sobre la Tierra.

Y queremos ampliaría. No parecéis sentir mucha avidez por poner en práctica los principios de nuestra ambición, que consiste en extender un gran terror por todos los rincones del mundo. Nos tememos que empecéis a tener miras muy estrechas…

—Pero al negarnos a contrarrestar las fuerzas sutiles que podrían resquebrajar nuestros planes también estaríamos traicionando nuestro destino, príncipe todopoderoso.

—Nos ofende la disensión, barón Meliadus. Vuestro odio personal contra Hawkmoon y, según hemos oído decir, vuestro deseo por Yisselda de Brass, representan una disensión.

Empezamos a percibir vuestro egoísmo, barón, y si continuáis por ese camino nos veremos obligados a elegir a otro que ocupe vuestro puesto, y alejaros de nuestro servicio… Sí, e incluso a expulsaros de vuestra orden…

Instintivamente, las manos del barón Meliadus se levantaron temerosas hacia la máscara. ¡Quedar desenmascarado! Aquélla sería la mayor desgracia, el mayor horror de todos. Pues eso era lo que implicaba aquella amenaza: engrosar las filas de la chusma más baja de Londra, los que no tenían derecho a llevar máscara. Meliadus se estremeció y apenas si pudo seguir hablando.

—Reflexionaré sobre vuestras palabras —murmuró al fin —, emperador de la Tierra…

—Hacedlo así, barón Meliadus. No quisiéramos ver a un gran conquistador como vos destruido por unos pocos pensamientos negros. Si queréis recuperar todo nuestro favor, descubriréis para nos los medios gracias a los cuales han escapado los emisarios de Asiacomunista.

El barón Meliadus cayó de rodillas, asintiendo con su gran máscara de lobo y con los brazos extendidos. Así, el conquistador de Europa se humillaba ante su señor, pero en su mente se agitaban una docena de pensamientos de rebeldía, y en su fuero interno daba las gracias al espíritu de la orden a la que pertenecía por permitir que la máscara que llevaba ocultara la furia que sentía.

Retrocedió ante el globo del trono mientras los ojos sardónicos del rey–emperador no dejaban de observarle. La lengua prensil de Huon surgió para tocar una joya que flotaba cerca de la cabeza hundida, y el fluido lechoso giró, relampagueó con todos los colores del arco iris y luego, gradualmente, se fue haciendo negro.

Meliadus giró sobre sus talones e inició el largo recorrido hacia las gigantescas puertas, con la sensación de que todos los ojos de los guardias de la orden de la Mantis le observaban con expresión malevolente.

Una vez que hubo cruzado el umbral de la sala del trono, giró hacia la izquierda y recorrió los retorcidos pasillos del palacio, dirigiéndose hacia las habitaciones de la condesa Plana Mikosevaar de Kanbery, viuda de Asrovak Mikosevaar, el renegado muscoviano que había estado al mando de la legión del Buitre. Ahora, la condesa Plana no sólo era la jefa titular de la legión del Buitre, sino también prima del rey–emperador…, su único pariente con vida.

2. Pensamientos de la condesa Plana

La máscara de garza real, hecha de hilo de oro, estaba sobre la mesa lacada, mientras ella miraba fijamente por la ventana, contemplando los retorcidos chapiteles de la ciudad de Londra. El rostro pálido y hermoso de la condesa tenía una expresión de tristeza y confusión.

Al moverse, las ricas sedas y joyas de sus vestiduras captaron la luz del sol. Se dirigió hacia un armario y lo abrió. En su interior había extrañas vestiduras que ella había conservado desde que aquellos dos visitantes abandonaran sus habitaciones, muchos días antes. Se trataba de los disfraces que Hawkmoon y D'Averc habían utilizado como príncipes de Asiacomunista. Ahora, se preguntó dónde estarían…, particularmente D'Averc, de quien ella sabía que le amaba.

Plana, condesa de Kanbery, había tenido una docena de maridos y muchos más amantes, había dispuesto de ellos de una u otra forma como una mujer puede disponer de un par de medias inútiles. Jamás había conocido el amor, nunca había experimentado aquellas sensaciones que conocen la mayoría de los demás seres humanos, incluyendo a los gobernantes de Granbretan.

Pero, de algún modo, D'Averc, aquel renegado con aspecto de dandy que afirmaba estar permanentemente enfermo, había despertado aquellos sentimientos en ella. Quizá había permanecido hasta ahora tan remota a tales sentimientos porque era una persona cuerda, mientras que no sucedía lo mismo con quienes le rodeaban en la corte; porque ella era suave y capaz de sentir un amor sin egoísmos, mientras que los lores del Imperio Oscuro no comprendían nada de eso. Quizá D'Averc, que era un caballero suave, sutil y sensible, le había hecho despertar de aquella apatía inducida no por la falta sino por la grandeza de su alma…, esa clase de grandeza que no puede soportar existir en un mundo demente, egoísta y perverso como era la corte del rey Huon.

Pero ahora que la condesa Plana había despertado, no podía ignorar por más tiempo el horror de todo lo que la rodeaba, ni la desesperación de saber que su amante de una sola noche podía no regresar jamás, y que incluso era posible que ya estuviera muerto.

Se había retirado a sus habitaciones, evitando todo contacto con los demás, pero aun cuando eso le permitía comprender algo sus circunstancias, no le dejaba otro camino que alimentar dicha comprensión en el más lamentable de los silencios.

Las lágrimas resbalaron por las perfectas mejillas de Plana, que ella detuvo con un pañuelo delicadamente perfumado.

Una sirvienta entró en la habitación y permaneció inmóvil, vacilante, en el umbral de la puerta. Automáticamente, Plana se puso la máscara de garza real. —¿Qué ocurre?

—El barón Meliadus de Kroiden, milady. Dice que tiene que hablar con vos. Una cuestión de la máxima urgencia.

Plana se ajustó la máscara sobre la cabeza, consideró por un momento las palabras de la sirvienta y después se encogió de hombros. ¿Qué importaba si veía a Meliadus aunque sólo fuera por un momento? Quizá tuviera alguna noticia sobre D'Averc, a quien ella sabía que odiaba. Es posible que, empleando medios muy sutiles, pudiera averiguar lo que él supiera.

Pero ¿qué sucedería si Meliadus sólo pretendía hacer el amor con ella, tal y como había hecho en ocasiones anteriores?

Bueno, en tal caso le rechazaría, como también ella había hecho en otras oportunidades.

Inclinó ligeramente su encantadora máscara de garza real y dijo:

—Dejad entrar al barón.

3. Hawkmoon cambia de curso

Las grandes velas se curvaban al viento mientras el barco avanzaba a toda velocidad sobre la superficie de las olas. El cielo estaba claro y el mar en calma, extendiéndose como una vasta expansión de azul. Se habían izado los remos y el timonel, en la cubierta principal, trataba de encontrar el curso. El contramaestre, vestido de naranja y negro, subió al puente, mientras Hawkmoon contemplaba el océano con la mirada perdida.

El pelo rubio de Hawkmoon ondeó al viento y su capa de terciopelo color vino se elevó a su espalda. Sus elegantes rasgos estaban endurecidos por las batallas y la vida a la intemperie, y se veían acentuados por la existencia de una joya negra y opaca incrustada en su frente. Respondió con una actitud seria al saludo del contramaestre.

—He dado órdenes de navegar costeando, señor, en dirección al este —dijo el hombre—. ¿Y quién os ha dado esas órdenes, contramaestre?

—Bueno, nadie, señor. Sólo supuse que, puesto que nos dirigíamos aDnark…

—No vamos a Dnark. Decídselo al timonel.

—Pero ese guerrero extranjero, el que vos llamasteis Guerrero de Negro y Oro, dijo…

—El no es mi amo, contramaestre. No…, navegaremos hacia el mar abierto. Con destino a Europa. —¡A Europa, señor! Sabéis que, tras haber salvado Narleen, os llevaríamos a cualquier parte, os seguiríamos a donde quisierais ir, pero ¿tenéis idea de las distancias que debemos recorrer para llegar a Europa, de los mares que tendremos que cruzar, de las tormentas…?

—Sí, lo entiendo. Pero seguiremos navegando en dirección a Europa.

—Como digáis, señor.

Frunciendo el ceño, el contramaestre se volvió para dar las nuevas órdenes al timonel.

D'Averc salió de su camarote, situado bajo la cubierta principal, y empezó a subir la escalera que conducía al puente. Al verle, Hawkmoon le sonrió con sorna. —¿Habéis dormido bien, amigo D'Averc?

—Tan bien como es posible en esta bañera flotante. Tengo inclinación a sufrir de insomnio, incluso en la mejor de las ocasiones. Pero he dormitado durante un rato.

Supongo que eso es lo mejor que podía esperar.

—Hace una hora —dijo su amigo echándose a reír—, cuando fui a ver cómo estabais, os encontré roncando profundamente. —¿De veras? —replicó D'Averc enarcando una ceja—. Me habéis oído respirar pesadamente, ¿eh? Trataba de respirar con la mayor tranquilidad posible, pero este resfriado mío… que he contraído desde que estamos a bordo, me está planteando crecientes dificultades.

Levantó una mano y se llevó a la nariz un diminuto pañuelo de lino. D'Averc iba vestido de seda, con una camisa azul suelta, calzones anchos de color escarlata y un pesado y ancho cinturón de cuero del que pendía la espada y un puñal. Llevaba un largo pañuelo de color púrpura alrededor del cuello bronceado, y se sujetaba el pelo largo con una cinta.

Sus rasgos, exquisitos y casi ascéticos, mostraban su habitual expresión sardónica. —¿He oído bien lo que habéis dicho? —preguntó—. ¿Le estabais dando instrucciones al contramaestre para que nos dirigiéramos hacia Europa?

—En efecto. —¿De modo que intentáis llegar al castillo de Brass y olvidaros de lo que según el Guerrero de Negro y Oro era vuestro destino, es decir, llevar esa espada a Dnark para servir allí al Bastón Rúnico? —preguntó D'Averc señalando con un gesto la gran hoja ancha de color rosado que pendía del costado de Hawkmoon.

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