—¡Huiremos!
—¿Cómo? —le pregunta ella esperanzada—. Las puertas de la ciudad están cerradas…
—Hay otro camino —dice Pelayo.
—¿Cuál?
—El puerto y el mar.
—¿Qué debo hacer? —le pregunta ella con determinación.
—Mañana es el contrato esponsal… Algo muy simple, suscribiré un acuerdo con él entregándote como su esposa…
—¡No lo harás!
—No queda más remedio. Piensa que ese acuerdo no es válido, Munuza ya está casado.
—¡Me da igual! No me uniré a ese bárbaro.
Belay intenta calmar a Adosinda, que se rebela ante su destino.
—Te juro que no serás su esposa. Te liberaremos, pero dentro de la fortaleza no podemos hacerlo. Debes transigir. Por mis espías, he sabido que después del acuerdo, Munuza hará que recorras la ciudad para que te rindan pleitesía los que deberán ser sus vasallos. Quiere dejar claro que se ha casado con la hija de uno de los linajes más antiguos de estas tierras.
—¡No quiero ni pensarlo! Pretende así controlar a nuestra familia y con ella a todas las villas, clanes y tribus —se indigna Adosinda enfurecida—. ¡No! No lo podré soportar. No lo consentiré.
Belay la agarra e intenta abrazarla, animándola, ella se envara ante la caricia fraterna de él.
—No te preocupes, eso no va a suceder. He venido con bastantes hombres; todos están de acuerdo en liberarte.
—¡No sé cómo lo vais a hacer, la ciudad cuenta con una guarnición muy numerosa! Munuza no quiere que nadie le estropee el día de su triunfo.
El espathario real la acaricia pasándole la mano por el pelo, e intenta tranquilizarla.
—He trazado un plan con mis hombres. De modo casual habrá un incendio. He visto grandes almacenes de forraje. Cuando oigas el toque de un cuerno de caza eso te indicará que debes huir. Huye hacia el puerto. Allí alguien te ayudará.
Adosinda
Amanece. Las aguas del mar van tomando el color claro de un cielo iluminado por un sol de otoño, sin nubes en el horizonte. Las aves marinas, gritando, sobrevuelan las torres de la fortaleza donde ondea la bandera de la media luna. La ciudad de Gigia despierta; el gobernador Munuza se va a desposar con la hija de un noble de linaje astur, de una rancia aristocracia goda.
Es el día del enlace. La ceremonia tendrá lugar en la fortaleza del gobernador, ante testigos. Se permite que Belay se acerque a la cámara de su hermana, como cabeza de familia debe conducirla ante el gobernador de Gigia, Munuza. Después, en la sala de audiencias, uno de los ulemas que acompañan a Munuza desenrolla un pergamino. Belay estampa su sello sobre la piel de cordero lechal. Munuza se acerca a la novia, a la que besa en ambas mejillas. Ella se pone rígida ante el contacto de los labios y la barba del bereber.
Suenan las trompas en la fortaleza; se abren las puertas. Las gentes de Gigia salen a las calles. No hay demasiados gritos de euforia ante la boda. Saben que aquello es una maniobra más de la política del wali para sojuzgarlos. Todos murmuran ante la pálida faz de Adosinda, ante los rasgos de una novia que ha llorado. La conducen sobre una litera descubierta, junto a ella, montado sobre un alazán, va Munuza, y un tanto más atrás, acompañando a la comitiva, cabalga lentamente con una expresión seria su hermano Belay. Se oyen gritos despectivos al paso del gobernador. Un borracho piropea a la novia. La guardia le detiene y le golpea.
La comitiva nupcial avanza por las calles de la ciudad. Entonces se escucha un estruendo. Hay gritos. Al paso del carruaje de la novia se ha incendiado un silo de grano. Los porteadores abandonan el carruaje nupcial. Hay que sofocar aquel fuego que hace peligrar las casas de alrededor, de madera y fácilmente inflamables. El incendio se extiende por zonas adyacentes al almacén, cada vez más amplias. En el alboroto, la novia salta de la litera y se pierde entre la multitud.
Munuza no se da cuenta de que ella ha huido hasta que se ha alejado un tramo. Ordena a la guardia que la sigan, pero hay tal tumulto de gentes que les resulta imposible. Los soldados se dan cuenta de que la novia se les escapa y se gritan unos a otros en ese lenguaje que nadie entiende, señalan hacia las calles de la ciudad pero no saben adonde se encamina la novia.
Belay se enfrenta a los que la persiguen, varios hombres más salen de casas cercanas, se produce un combate cuerpo a cuerpo, y la insurrección se generaliza, al tiempo que las llamas se alzan sobre las viviendas, sobre los almacenes.
Adosinda, tal y como le ha indicado Belay, se dirige hacia el puerto, bajando deprisa por las calles del barrio de Cimadevilla, la rodean antiguas ínsulas romanas que sombrean su paso. Los hombres del wali la siguen de cerca, intentando apartar a la multitud que obstruye las calles. Adosinda se ha perdido entre el laberinto de callejuelas, una mujer arrugada por el viento del mar la introduce en una casa; atravesando varios patios y los establos llega a la parte de atrás. La mujer le indica el camino hacia el puerto pesquero.
La hermana de Belay sigue corriendo. En una callejuela, desde la que ya se ve el mar, un hombre alto, muy fuerte, la detiene, es Toribio. Le explica rápidamente que le envía Belay. La conduce hacia el malecón del puerto. Al final de los barcos, hay una nave pequeña, de pesca. Saltan dentro y se ocultan entre las redes.
Desde su escondrijo, divisan el humo saliendo de las casas y adivinan el tumulto que se ha producido en la ciudad. En el malecón hay otras barcas pesqueras boca abajo, entre ellas, redes de pescadores. De una de las calles que desemboca junto a una taberna portuaria, surge Belay. Le persiguen unos cuantos hombres de Munuza, pero le protegen montañeses y menestrales de la urbe. En el puerto se produce un enfrentamiento entre los dos grupos. Belay consigue alejarse por el malecón mientras la pelea persiste tras de sí; salvando aparejos de pesca y redes, logra acercarse a la barca, salta dentro y se hace a la mar.
Toribio no sabe manejar la falúa. Belay, sí. Él es un hombre de mar. Desde niño, por el camino de la costa desde Siero se acercaba a los pequeños pueblos de las playas cantábricas, y junto con su padre, Favila, aprendió de las gentes del mar el arte de la vela.
El viento les es propicio, se adentran rápidamente en el Atlántico. Hay un fuerte oleaje. Poco a poco las murallas de Gigia se alejan, pueden ver únicamente el humo del incendio ascendiendo hacia el cielo.
La costa cántabra, con sus altos acantilados y las playas doradas rodeadas de prados, va desfilando en su navegación. Nadie los ha seguido. Llegan a un cabo formado por una pared de roca oscura que se hunde en el mar y lo rodean. Por fin, pierden de vista la ciudad de Gigia. Belay sabe manejar bien aquel pequeño velero de pesca. Aprovecha los vientos. Su idea es llegar a Portus Vereasueca,
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de ahí parte la antigua calzada de Burela que conduce a Amaia. Le gustaría dejar a su hermana a salvo en la fortaleza cántabra, protegida por Pedro de Cantabria. Después desea regresar a su heredad, pretende organizar la resistencia contra Munuza.
Se da cuenta de que debe oponerse al invasor.
Piensa también en Gadea, la antigua calzada romana pasa muy cerca de Liébana. Su hermana no ha sabido decirle si Gadea permanece libre. Es difícil comunicarse en estos tiempos.
Él desea que no le haya olvidado, pero han pasado varios años, y una dama debe contraer matrimonio para sobrevivir en estos momentos difíciles de invasión y de guerra.
A través de la costa, divisa la desembocadura de un río. Más allá, las playas son de arena gris, con las olas descargando sobre el litoral. A lo lejos, un pescador ha echado las redes. Aún más allá, navega un barco de mayor calado, seguramente procedente de las islas del Norte, o de las tierras francas.
A Belay le gusta el mar. Desde niño se crió junto a las rocas y aprendió las técnicas de navegación. Después su padre le envió a las Escuelas Palatinas. Pasó muchos años sin ver las olas estrellándose contra los rompientes, sin oler el aroma a salitre, sin escuchar los ruidos de las gaviotas. A menudo, en las noches, tras los muros de la fortaleza de los reyes godos, se despertaba soñando con aguas inmensas, con tormentas y tempestades.
Cuando Witiza asesinó a su padre, causó la muerte de su madre y Belay hubo de huir, la fuga le condujo hasta Hispalis. Desde allí, navegó hacia el norte, en una embarcación de vela recorrió toda la costa lusitana y ascendió por las riberas de la Gallaecia, hasta las costas astur cántabras.
Luego vinieron los años de ocuparse de las tareas rurales, junto a Adosinda. Su hermana había sido siempre una mujer de carácter, una montañesa indómita. Antes de tornar al Sur, cuando Roderik le reclamó junto a él, quiso que ella contrajese matrimonio con algún jefe local, pero ella consiguió evitar todos los enlaces que le propuso.
La observa ahora con afecto, dormitando en la barca, agotada por la huida: sus rasgos rectos, quizá duros; sus párpados, ahora entrecerrados, que cubren unos ojos castaños; las arrugas que empiezan a surcar su frente. No posee la belleza de su madre, pero para Belay el rostro de ella es el rostro del hogar, de los cuidados femeninos, de la tranquilidad.
No debió de ser fácil aquel tiempo desde que Roderik ascendió al trono hasta que él, Belay, pudo volver del Sur. No habían sido más que dos o tres años pero muchas cosas habían cambiado en el reino. Allí en el Norte, sin un jefe de familia, Adosinda tenía que haberse hecho obedecer en un mundo de hombres.
La mar está picada, Adosinda se despierta asustada ante el ruido del oleaje, ante el balanceo de la barca. Mira a lo lejos, el mar inmenso le impone. Al poco tiempo, comienza a marearse por las subidas y bajadas de aquel cascarón que la va a conducir a un lugar seguro. Tiembla estremecida por la brisa; Belay le acerca una capa encerada que ha encontrado en el barco, para que se guarezca del frío del mar. Han pasado por Colunga, allá en lo alto está un santuario a Lug,
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ahora destruido y convertido en ermita cristiana. El viento les dirige hacia el este, desde tierras de los salaenos al territorio de los antiguos cántabros orgenomescos, lugares ahora ocupados por señores locales que habitan en villas de origen romano. En la cordillera aún quedan restos de gentes que pertenecen a las antiguas tribus, gentes que evitan acercarse a las grandes villas de señorío, pobladores de las montañas que aún viven costumbres ancestrales y practican ritos arcaicos. Él desciende de aquellas antiguas tribus astures, al mismo tiempo que de los reyes godos. Entre las tribus célticas de las montañas, a Belay se le conoce como el Hijo del Hada, el descendiente del mítico Aster.
Más allá el barco navega delante de un pequeño puerto de pescadores, sobre la ría de Noega,
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hacia las tierras de los cántabros. El mar ante ellos a veces se oscurece por las nubes, otras se torna intensamente azul en los claros. Desde lejos pueden divisar playas y acantilados, prados y bosques. En las campiñas entrevén puntos blanquecinos, el ganado pastando. Belay quiere atracar ya, pero el mar le arrastra más y más hacia el este, hacia las tierras cántabras.
En el horizonte divisan, hacia el oeste, una población portuaria con una fortaleza en la cima, Portus Vereasueca:
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tras el baluarte, los montes cubiertos de bosques y las cumbres de piedra grisácea ornadas por la nieve; a lo lejos, praderas de hierba aterciopelada, playas arenosas, la ría y el estuario, atravesado por el gran puente que construyeron los romanos.
Junto al malecón del muelle se agrupan las casas de pescadores. Los barcos son todos de pequeño tamaño, barcas de remos o falúas con aparejo de vela. El barco choca contra el muelle de madera, y Toribio lo ata a un saliente en el puerto. Belay ayuda a bajar a su hermana, que está aún mareada. Se acercan a una de las casas de pescadores. Una vieja desdentada les sonríe, le piden algo caliente para Adosinda, que está pálida y camina inestable apoyándose en su hermano.
Pasan adentro de la casuca. La vieja cuece flores de manzanilla, y le da a beber una tisana, que la reconforta. Les dice que está sola porque los hombres se han ido a la mar, y su nuera cultiva un campo no muy lejano a la villa. Les anima a acomodarse junto al hogar. Se sientan. La mujer, que tiene ganas de hablar, les informa de lo que está ocurriendo.
—No. Los hombres de Munuza no suelen acercarse por aquí, afortunadamente no nos consideran valiosos —relata la vieja—. ¿Adonde os encamináis?
—Quisiéramos ir a Amaia, atravesando Liébana. Necesitamos caballos.
—En Pautes los encontraréis. Ormiso posee una amplia yeguada. Belay recuerda a Ormiso, un hombre fuerte que controlaba todo el clan del valle de Liébana. Años atrás le había concedido su permiso para cortejar a su hija Gadea. Habían fechado incluso el día de la boda; pero él se había ido, reclamado por los asuntos de la corte, la conjura contra Witiza. Quizás el noble Ormiso se habría sentido ofendido por su desaparición.
—A menos de dos días de marcha, atajando entre bosques, podréis llegar a la villa de Pautes. Quizás en vuestra travesía os habéis alejado demasiado, debéis retornar hacia el oeste y seguir el cauce del Deva.
Belay le pide que les muestre el camino que cruza las montañas La anciana les acompaña. En las calles de la población se cruzan con unos niños de muy corta edad que juegan con espadas de madera. Cuando llegan a la salida del pueblo, la lugareña les enseña el atajo, una senda estrecha entre bosques por la que atravesarán montes y prados hasta llegar al Deva. Después deberán seguir su curso ascendiendo entre la cordillera, atravesando el desfiladero de la Hermida. La anciana les advierte que tengan cuidado con los desprendimientos de rocas en el paso por entre los macizos pétreos. Belay agradece con una moneda sus servicios.
Entre nogales y chopos, entre bosques de robles y castaños, Toribio, Belay y Adosinda caminan fatigosamente. A menudo, ella tiene que detenerse tras una empinada subida porque el corazón parece írsele a salir por la boca. Desde una altura, en un valle junto a un río, observan un oso que se solaza en las aguas. Adosinda les hace callar para que no espanten a la bestia. Ella, como muchos otros en las montañas, sigue considerando a la fiera un animal sagrado.
Más tarde descienden. El camino discurre paralelo al río Deva entre escarpadas murallas de roca caliza, casi verticales; en algunos lugares del desfiladero, los rayos del sol no llegan al valle desde el otoño hasta la primavera. Es un lugar umbrío y hermoso, rodeado por riscos con el río cantando en el fondo. En lo alto de una de aquellas rocas, un ave de gran tamaño, con cola en abanico, plumas debajo del pico en forma de barba y unas protuberancias de color cárdeno sobre los ojos, emite un característico sonido. Es un urogallo.