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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

El astro nocturno (49 page)

BOOK: El astro nocturno
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Se inicia el otoño, los labriegos siegan los campos para almacenar la hierba seca que será el alimento del ganado en invierno. Llovizna, la lluvia fina e interminable del Norte que refresca el ambiente. Recorren un río cuajado por las últimas lluvias. El ruido del agua es atronador, en los rápidos, entre las piedras, se levantan cascadas de espuma blanca. Más allá de los saltos de agua, la corriente se torna de nuevo cristalina. Cabalgan lentamente junto al río, sin hablar. Primero irá a la casa fortaleza de sus mayores en el valle de Siero, allí se encontrará con sus tíos, su hermana y el resto de la familia. No ha tenido noticias de ellos desde antes de la batalla de Waddi-Lakka, en su mente parece que aquello ocurrió hace una eternidad.

Después buscará a Gadea. No sabe si ella le habrá esperado.

Recuerda cuando salió hacia el sur, reclamado por los conjurados contra Witiza. En aquel tiempo, su único pensamiento era destronar al tirano para poner orden, pacificar el reino, y así, vengar la muerte de su padre y el deshonor de su madre.

Ahora todo aquello le da ya igual, lo que le ha movido años atrás se ha perdido en las brumas del pasado. Ahora, para él, sólo existe el ruido del agua, el olor de las tierras norteñas, el verde de los campos y los cielos entreverados en nubes. El reino de Toledo ha caído, incapaz de subsistir. Unos invasores extraños, en pocos meses, han destruido Hispania, el país que los reyes visigodos durante tres siglos habían intentado unir, consolidar y ensamblar. El sistema de ocupación ha sido sencillo: han implantado guarniciones en puntos estratégicos, encomendando su cuidado a un gobernador que exige a las poblaciones de la zona tributos, a través de los señores locales, sin alterar el orden social preexistente.

En las ciudades, los obispos —única estructura administrativa remanente de tiempos pasados— han capitulado finalmente ante el invasor. En el agro, los nobles resisten en algunos puntos pero pronto llegan a acuerdos con el nuevo poder imperante. El es uno de ellos, necesita la tranquilidad y la paz, cuidar a sus ganados y a sus gentes.

Una suave melancolía se extiende por el espíritu de Belay. Él también había capitulado ante aquellos invasores, no tan distintos de los propios godos. Ahora quiere tranquilidad, está descorazonado, desesperanzado de ambiciones políticas, desilusionado de sus propios compatriotas que no se han opuesto al invasor. Dos siglos atrás, en la guerra civil que ocurrió en tiempos del rey Agila, ante la invasión bizantina, las facciones visigodas enfrentadas entre sí se habían puesto de acuerdo para rechazar a los imperiales. Ahora no había sido así. Nadie, o muy pocos, habían defendido el reino de Toledo. Belay está triste, cansado y sin ánimos. Ha estado enfermo, quizá por las penalidades de los últimos tiempos. Hace ya casi un año que salió de Toledo, en el camino hubieron de detenerse cerca de Leggio, pasó varios meses con fiebres muy altas, desvariando a veces. Toribio le cuidó. Ahora se ha repuesto, pero aún se encuentra débil, quizá más en el espíritu que en el cuerpo.

Se da cuenta de que, aunque todo aparentemente permanece igual, no es así, todo ha cambiado. Sólo las montañas se mantienen firmes, siguen allí, enhiestas, rozando el cielo. Desde ellas descienden prados brillantes por el rocío, con animales pastando en las laderas. El es un pastor, un ganadero. Retorna a su pasado, regresa a su hogar.

Toribio, hombre de planicie, se abisma en la contemplación de aquellos picos que rozan el cielo, abrumado ante la inmensidad. Cabalgando en dirección contraria al sentido de la corriente del río, ascienden hasta un picacho. Desde allí, en la lejanía, se divisa el mar, picado por el oleaje. A Belay le parece que le llega el aroma de la brisa marina. Su espíritu desanimado se torna más optimista. A la vuelta de aquella cuesta podrá ver la manada de yeguas que constituye su más preciado tesoro. Ama a aquellas bestias. Durante los años que duró su destierro en las montañas cántabras fueron su mayor afán. Las ha criado, ocupándose con los mozos de su mantenimiento, de buscarles los pastos más fértiles, de aparearlas con los mejores sementales. Gracias a ellas conoció a Gadea en aquel mercado de ganado de Liébana.

Con avidez dirige la vista a las majadas donde deberían estar paciendo los caballos, pero en el lugar donde antes pastaban varias decenas de yeguas, con los sementales y los potrillos, descubre únicamente dos o tres. El pasto verde se cubre de pequeñas flores de otoño blancas y amarillas; no están lejos del mar y una bandada de gaviotas se ha posado sobre la hierba verde del prado. Baja por un sendero de piedras y verdín, resbaloso por la lluvia hacia donde tiempo atrás se albergaba la gran yeguada. Allí sólo restan dos caballos castaños de piel brillante y de gran alzada, más atrás una yegua blanca de vientre tordo; a su lado dos potrillos, uno de ellos recién parido no se sostiene sobre sus patas. Belay se acerca a la valla de piedra, uno de los caballos y la yegua se le aproximan, les acaricia los belfos y les da un resto de pan duro que guarda en la faltriquera. Los brutos levantan la cabeza, relinchando agradecidos.

Belay se pregunta dónde estará el resto de la manada. Quizás estén en otras dehesas, piensa, pero le asalta una cierta intranquilidad. También podría ser que algún cuatrero los haya robado. Lleva años fuera, su hermana Adosinda se ha quedado al cargo de la hacienda con los mayorales y peones, ayudada por gentes de la familia y por algunos clientes de la casa de Favila. Sin embargo, Adosinda es una mujer, y aquél es un mundo difícil, un mundo de hombres.

Tras una curva del camino, en el fondo del valle, junto a un arroyuelo, Belay divisa la casona, la antigua heredad de su familia, un lugar fortificado, rodeado por un alto muro de piedra, con aspecto más de granja que de castillo. En el techo de pizarra se alza una chimenea, de la que sale humo. La casa está viva y sus habitantes también.

Desde un torreón, el vigía avisa de la llegada de desconocidos. Se abren los portones que cierran la finca. Salen a recibir a los recién llegados. La lluvia se ha vuelto más continua, más intensa, pero el agua no molesta a las gentes, acostumbradas al orvallo incesante de las tierras del Norte. Al cruzar el muro, los perros ladran rodeando a las monturas de Toribio y Belay. Pronto se ven rodeados de gentes, los criados que conocieron a su madre y al padre de su madre. Gentes para quienes Belay es algo más que el amo de la casa; es aquel en quienes los pueblos astures han puesto sus esperanzas. Cuando se fue al lejano reino godo del Sur, supieron que volvería. Ahora, tras la llegada de los conquistadores, rogaban al cielo por su retorno.

Se escuchan gritos de alegría. El vigía toca el cuerno. Belay reconoce el ama que lo amamantó de niño, como una madre para él; el antiguo casero, los pastores, mayorales y menestrales de la casa. Hay alegría pero en algunos rostros se adivina restos de sufrimiento.

Entre tantos conocidos, no ve a su hermana Adosinda.

Desmonta del caballo. Fructuosa, el ama que le ha criado, dobla la rodilla ante él, pero Belay la levanta del suelo y la abraza llamándola madre. Después saluda afectuosamente a Crispo y a Cayo, dos de los mayorales. Entre la multitud que le rodea sigue intentando divisar a Adosinda.

Extrañado se dirige a Fructuosa.

—¿Mi hermana…?

—No está… —responde titubeando.

—¿Cómo?

El rostro de Fructuosa muestra una extrema preocupación.

—Os lo explicaré dentro.

La intranquilidad abruma al antiguo espathario real. Presenta a Toribio a los mayorales y les pide que lo acomoden. Después, entra en la casa, a un zaguán de grandes dimensiones; a la derecha, gran parte del piso bajo de la fortaleza está ocupada por cuadras, a la izquierda, las cocinas, alrededor de las mismas, habitáculos donde se alojan los criados. Al atravesar el zaguán, dirigiéndose al frente a los espacios más nobles, a un lado distingue en la oscuridad de las cuadras los cuartos traseros de los animales. Los establos están semivacíos. Pasado un arco se accede a otra estancia, un lugar de acogida donde el señor local recibe a sus pecheros; lo preside el estrado de madera cubierta por pieles, en el que hay una jamuga con aspecto de pequeño trono. Hacia la derecha, lindando con la zona de servicio, una puerta grande claveteada que da paso a un aposento muy amplio que es a la vez el hogar, la cocina y el comedor, en el centro hay una mesa para multitud de comensales; rodeando la estancia, una gran bancada de piedra y a los lados, asientos de madera.

De pie junto al hogar, Belay recibe las noticias. Le rodean los mayorales y el ama. Se dirige a Fructuosa, intranquilo.

—¿Me puedes decir donde está mi hermana?

—Una deshonra para la familia… Se la han llevado…

—¿Adonde?

—A Gigia.

—¿A Gigia?

—Sí. El nuevo gobernador. Desde que llegó, nos ha atormentado con impuestos y tributos. Nos ha sustraído gran parte de la caballada…

—Ya lo he visto. Así que ha sido el nuevo conquistador, el extranjero… Creí que habían sido los cuatreros, los ladrones de caballos… ¿Qué tiene eso que ver con mi hermana?

—Adosinda se opuso a que se llevasen los caballos. La caballada ha sido el más grande bien de esta casa, ella lo conoce bien, adora a los caballos. Un día llegó una gran cantidad de hombres, forasteros de lenguaje extraño. Nos quitaron todos los caballos que les pareció. El gobernador Munuza estaba con ellos. Vio a vuestra hermana… y decidió que era un buen partido. Quiere unirla a sus otras mujeres. Al parecer, los invasores se casan con muchas esposas…

—¿No ha habido nadie que defendiese a mi hermana? ¿Ningún hombre de bien? —se enfada Belay.

—El gobernador llegó cuando la mayoría de los peones estaban trabajando en los campos. Después pedimos ayuda a los señores cercanos pero todos los nobles locales están demasiado ocupados protegiendo sus propios bienes. Los invasores buscan oro, buscan botín y ganado, buscan mujeres. ¡Oh! ¡Mi señor! Malo era el poder de los godos, pero habíamos llegado a un acuerdo con ellos. No nos extorsionaban ya con tantos tributos, no tenían fuerza para llegar a estas montañas, pero ahora estos hombres nos han sojuzgado de nuevo.

—¿Nadie resiste?

—Amaia aguanta aún con el duque Pedro al frente, pero nos han llegado rumores de que ha sido cercada una vez más.

—¿Ongar?

—Nadie lo defiende. Los monjes están asustados. Los ismaelitas les obligaron a entregar los vasos sagrados y las pocas pertenencias que poseían.

En voz baja, Belay dijo:

—¿Se llevaron la copa sagrada?

—¡No, mi señor! ¿No recordáis que hace algunos años esa copa desapareció de Ongar?

Él no le contesta y Fructuosa prosigue con tristeza, exclamando:

—De ahí provienen nuestras desgracias.

—¿No se han cerrado los pasos en las montañas?

—No, mi señor —niega Fructuosa—. Nadie organiza nada, todo el mundo está demasiado apurado…

En ese momento un antiguo criado, Fidel, interviene:

—Cuando se está tan ocupado en resistir a la rapiña de los conquistadores, nadie piensa en otra cosa si no es en la propia salvaguarda.

—¿No se ha convocado el Senado de los pueblos cántabros?

—¿Y quién podría hacerlo?

—Los jefes de los distintos linajes, los dueños de las villas de las tierras llanas, los señores de los clanes…

—Ninguno lo ha hecho. Nadie tiene fuerza para hacerlo. Os aguardaban. Vos sois la esperanza…

Belay se detuvo.

—Bien. Yo querría la paz, he suscrito un convenio con el hombre que gobierna a los ismaelitas. El gobernador Munuza debe respetarlo. No puede tomar a mi hermana como si fuese una cautiva de guerra. Tengo el aman de Tariq, él manda en Toledo. Iré a Gigia. Debemos ir cuanto antes…

Al oír estas palabras llenas de determinación, Fructuosa se siente esperanzada; una corriente de alivio se extiende entre los habitantes de la casona.

Belay recorre los campos y la casa. Descubre más caballos en un bosque cercano; allí, su hermana había conseguido esconder parte del ganado, lo mejor de la yeguada, algunos sementales, potrillos y vacas. Belay se acerca a los caballos y los acaricia suavemente. Descubre a uno, apenas un jaquillo cuando él se fue hacia el sur, que ahora es un soberbio alazán. De un salto monta en el animal que, levantando sus cuartos traseros, finalmente se deja domeñar.

A galope recorre las tierras que han pertenecido a su familia. Saluda a los colonos, que en aquellos tiempos difíciles le muestran su lealtad, como al señor de aquellas tierras. Se acerca a los collados y prados vecinos; habla con las gentes. Todos le refieren la extorsión a la que han sido sometidos por las tropas sarracenas. Los convoca esa noche, en la casona que preside el valle.

Al anochecer, las estancias de la casa se llenan del olor de caldo con verdura y grasa de cerdo. La granja fortaleza es un lugar abierto donde muchos comen habitualmente en la amplia cocina. Se reúnen los menestrales de la casa y algunos de los señores vecinos. En el hogar brilla un fuego tenue. Huele al ganado de las cuadras cercanas. En el ambiente hay un nerviosismo indefinible. Los hombres están contentos al tener de nuevo a aquel hombre joven y fuerte, un soldado aguerrido formado en las Escuelas Palatinas de Toledo. Los más jóvenes de la casa, Fidel y Crispo, están deseosos de guerrear contra los hombres que les roban los ganados. Algunos otros, como Toribio, que ha conocido al invasor y ha perdido a su familia, en la lucha buscan la venganza porque profesan a los extranjeros un odio enconado.

—Tariq, el conquistador, ha suscrito un acuerdo conmigo y poseo las actas que lo certifican. Las llevaré a Gigia, espero que el gobernador Munuza lo acepte, pero lo haga o no, tendremos que organizamos. No puede ser que los extranjeros esquilmen nuestros ganados y nuestras tierras. Pagaremos un tributo, si es necesario, pero no permitiremos que nos despojen sin defendernos.

Se muestran de acuerdo; rodean a Belay porque necesitan a alguien que dirija la resistencia. Muchos han perdido las cosechas, incendiadas por el invasor, algunos sus mujeres, otros sus ganados. Quieren libertad.

Belay organiza la resistencia en los valles, una forma de avisarse unas casonas a otras cuando los enemigos ataquen buscando animales y botín.

La semana siguiente va recorriendo distintos lugares; casi todos los hombres de aquellos valles le prometen fidelidad y le rinden acatamiento. A cambio, él les promete protección.

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