El bereber pasea por la orilla del Betis. No es posible que sus nuevas creencias le decepcionen. El Islam le pareció el camino justo, ¿no se le pedía diariamente a Allah que les dirigiesen por la vía recta, no de los que han incurrido en la ira, ni de los extraviados? Le parece que muchos de aquellos hombres han traicionado su fe.
Recuerda cuando con mil banderas al viento recorrían el Magreb y la Ifriquiya rumbo hacia Hispania, para sanarla de todo mal, para borrar la corrupción del país. No puede olvidar cuando cabalgaba entre Ziyad y Alí ben Rabah, dos musulmanes a los que ha admirado tanto. Su padre, Ziyad, murió en el combate. Hace tiempo que no tiene noticias del tabí que, desde Caesaraugusta, regresó a Damasco, cuando no consiguió que Musa obedeciese las órdenes del califa.
Antes de partir, Alí ben Rabah le aseguró a Tariq que el califa Al Walid era un hombre justo, piadoso y temeroso de Dios, pero que estaba enfermo. Si el califa es un creyente sincero, el hijo de Ziyad piensa que aún hay esperanza. Irá a Damasco, solicitará audiencia con Al Walid, le hablará de los desmanes, la codicia, la corrupción de Musa ben Nusayr. Está convencido de que, al enterarse de lo ocurrido en Hispania, el piadoso Al Walid castigará los abusos de su wali.
En Hispalis le acompaña otro de los conquistadores, el bizantino converso Mugit al Rumí, uno de los jefes de la campaña. Mugit también está descontento. Él rindió Córduba, la hermosa ciudad del interior, fundada por los cartagineses, circundada por el meandro del Betis. Tras una difícil conquista, Mugit obtuvo un rico botín, apresó cautivos y tomó como rehén al conde de la ciudad. Musa se ha apropiado de todo. Además, tras la arriesgada campaña de los meses pasados, tampoco ha recibido nada; por eso está de acuerdo con Tariq. Deben denunciar a Musa ante Al Walid. El Jefe de los Creyentes no puede permitir la corrupción de sus jefes militares. Le refiere las habladurías que corren por la corte:
—Su hijo Abd al Aziz quiere proclamarse emir de Hispania. Quiere ser rey…
—Tendremos otro Roderik… —dice Tariq, y la sola idea de un nuevo tirano le produce asco.
El bizantino comparte su rechazo, también él es un sincero creyente en la fe de Muhammad.
—En el Islam no hay reyes, el vínico rey es Allah, el califa es la Cabeza de Todos los Creyentes, pero no es un rey a la manera del rey de los francos…
—Estoy seguro de que Egilo le está empujando, no puede tolerar dejar de ser reina. Siempre ha sido así, una mujer ambiciosa… no soporta no ser la primera…
Tariq se detiene, recuerda quién era la primera en la corte del rey Roderik; la hermosa figura de Floriana, su larga melena lacia y oscura, sus hermosos ojos grises se hacen presente ante él.
—Desearía ver a Egilo.
—A la reina Ailo no se le permite participar en fiestas ni en convites, pero mantiene algunas costumbres de cuando era la reina de los nazarenos. Suele acudir a los oficios matutinos en la iglesia de Santa Justa.
—Debo verla, ella es la única que resta de una corte que ya no existe. Es posible —le confiesa a Mugit— que conozca la clave de un crimen que ocurrió poco antes de la caída del reino godo y que ha marcado mi vida.
La noche cae refrescando el ambiente de la ciudad de Hispalis. Mugit y Tariq atraviesan las calles. Antes de llegar al alcázar, el bizantino se separa del bereber en dirección al lugar en donde están acuartelados sus hombres. Tariq prosigue su camino solo, en dirección al alcázar, cruza una plazuela, en la que se siguen escuchando risas y bailes como en tiempos de los godos.
Suena una música alegre junto a una casa, se percibe una voz femenina cantando una balada sobre un amor despechado, es una letra graciosa. Se vuelven a oír las risas. A través de un seto, Tariq entrevé cómo una mujer se levanta y alza los brazos; otras lo hacen también, forman un corro y bailan, cruzándose unas con las otras, se mojan en el agua de un aljibe para disipar el calor.
Se da cuenta de que no todo ha cambiado tras la conquista; la vida sigue. Al contemplar a aquellas mujeres se acuerda de Floriana, intenta recordar su rostro, pero ya no es capaz. Sin saber por qué a su cabeza acude la suave figura de Alodia. Quizás algún día regrese a ella. En una ocasión, la sierva le dijo que era preciso que un amor muriera antes de que naciese otro. Si desea una vida en paz, es preciso que resuelva lo que ocurrió con Floriana. Quizá la reina Egilo lo sepa, quizás ella sea la culpable de todo. Entonces, cuando lo averigüe, podrá descansar.
Por la noche, en sus aposentos del alcázar duerme intranquilo. Se despierta antes del amanecer, empapado en sudor. Hace aún calor. Se asoma a la ventana, en el horizonte divisa su estrella: la estrella que luce en el ocaso y al alba. Le parece que la fortuna podría hoy acompañarle.
Se viste lentamente, pensando cómo podrá acceder a la reina. Atraviesa los corredores del alcázar donde soldados árabes se cuadran ante él. Sale a las calles de la ciudad, una brisa matutina refresca el ambiente y hace ondear la capa del conquistador bereber. Las calles lo conducen hasta el río que ahora los árabes nombran como Al-Wadi al-Kabir,
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el mismo río que antes los romanos llamaron Betis y los griegos, Tharsis. Las aguas mansas discurren constantemente hacia el mar, sin importarle nombres ni conquistas. Poco a poco va amaneciendo, sobre la corriente brilla el sol. Al otro lado del río se extiende una vega fértil, los campos de frutales y hortalizas que enriquecen la ciudad.
Tariq abandona la ribera del Betis y avanza hacia las estrechas calles que rodean el templo de Santa Justa. Se camufla entre las gentes que acuden al oficio matutino, embozado. Aguarda semioculto tras una columna de enorme basa, observando las ceremonias, en las que unos años antes había participado distraídamente, pero que ahora le parecen ajenas a él.
Desde lejos vigila a una mujer de mediana estatura, cubierta por una capa. De la capucha se escapa algún mechón de pelo castaño claro que comienza a encanecer. Posee un porte digno, incluso arrogante.
La mujer, posiblemente la reina Egilo, va acompañada por sus doncellas. Ahora, las damas son más vigiladas que en los tiempos de la corte de Toledo. Egilo no es capaz de mantenerse encerrada, la iglesia se ha convertido en la única escapatoria de la rutina diaria en el Alcázar donde la guarda su esposo, el hijo de Musa, junto con otras esposas y concubinas.
Los cantos de los monjes se prolongan, Tariq se siente mareado ante tanto incienso. Al fin, la ceremonia termina. La reina se detiene unos minutos orando; sale la última cuando ya se han dispersado las gentes. Sus damas avanzan por el pasillo central precediéndola.
Egilo se aproxima a la columna donde Tariq se oculta. Cuando pasa a su lado, él la agarra bruscamente de un brazo, arrastrándola a la nave lateral, cerca de un arquisolio donde quizás un noble godo o un clérigo yace sepultado. En voz muy baja le habla al oído:
—Deseo haceros algunas preguntas.
En un primer momento la reina se atemoriza, pero pronto se recompone. En los últimos tiempos, se le han prohibido todo tipo de visitas masculinas. Se aburre en las estancias en las que la guarda su actual esposo Abd al Aziz. Egilo piensa que por lo menos podrá hablar con aquel antiguo gardingo real, por eso no se altera demasiado ante su intromisión. Nunca guardó excesiva simpatía a aquel hombre, que ahora se ha convertido en el conquistador del reino. Atanarik pertenece al pasado de la reina, un tiempo ya ido en el que ella era una mujer respetada y adulada por todos. Las damas se vuelven para esperarla, sorprendidas al verla hablar con un hombre, pero ella les hace un gesto para que sigan adelante. Las doncellas prosiguen su camino, sonriendo entre ellas con complicidad; quizá su ama tenga un nuevo admirador. Cuando se han alejado lo bastante, Egilo se dirige a Atanarik preguntando:
—¿Qué queréis?
—Sé que tenéis algo que ver en la muerte de una dama de la corte, mi pariente Floriana, la hija del conde de Septa, Olbán…
Ella palidece.
—No recuerdo bien de quién me estáis hablando, eso ocurrió hace mucho tiempo atrás… Se dijo que vos la habíais asesinado…
—Al contrario —exclama furioso—, tengo muy buenas razones para creer que la asesina habéis sido vos.
La reina frunce el ceño, enfadada ante semejante acusación, y replica:
—Estas equivocado…
—Tal vez no lo hicisteis vos en persona, pero encargasteis su muerte a alguno de vuestros fieles.
La reina se da cuenta ahora por la expresión amenazadora de Atanarik que está en peligro, aquel hombre está loco. Ha pasado mucho tiempo desde la muerte de la dama, y él parece no haberla olvidado. Egilo sabe muchas cosas, no tiene la conciencia enteramente tranquila, por eso su voz tiembla al rebatirle la acusación.
—No lo hice. Lo juro.
Tariq inmoviliza a la reina, amenazándola con un cuchillo, le pincha el cuello. Después, mirándola fijamente a los ojos, la interroga otra vez.
—Decidme…, ¿quién lo hizo?
—No. No lo hice. —La cara de ella sigue manifestando una actitud arrogante a la vez que digna—. Aunque confieso que me alegré cuando supe que había muerto.
—¡Perra! ¡Ni aun después de muerta la respetas!
La reina se asusta aún más y palidece intensamente. Tariq se separa algo de ella, sin dejar de controlarla en todo momento. Ella se apoya en la tumba bajo el arquisolio, reclinándose un poco hacia atrás, casi sentándose en el túmulo.
—Podéis matarme. Ya nada importa. Sí, lo confieso, la odié y la envidié… Llegó un momento en que pensé incluso en matarla, pero juro, por lo más sagrado, que yo no lo hice. Esa mujer, Floriana, llegó a ser la reina de la corte de Toledo. Por mis damas, supe que mi marido me había traicionado con ella. Después, la muy… —Egilo se detuvo ante la hosca mirada de Tariq—… vuestra amada Floriana, se negó a volver a concederle sus favores. Le tenía prendido, a él como a tantos otros…
Tariq reconoce que lo que dice la reina puede ser verdad, porque coincide con lo que Alodia le contó hace tiempo. Su prima se comportaba como una vulgar cortesana, no como una mujer honesta. Él, Atanarik, también estuvo prendido en su hechizo, un hechizo del que, a pesar del tiempo transcurrido, le está siendo difícil escapar.
—Decidme todo lo que sepáis.
—En los últimos tiempos, mi esposo no me respetaba. El reino se hundía día a día. Como recordaréis, en el Norte se proclamó rey Agila, los nobles no obedecían a Roderik, la recaudación de tributos se tornó ineficaz por la pobreza de las gentes y la corrupción de los recaudadores.
La reina se detiene, herida por los recuerdos de la etapa final del reino godo, después continúa:
—Roderik estaba cada vez más angustiado, el reino se le escapaba de las manos. Era un hombre muy supersticioso que tenía trato con magos y nigromantes, buscaba un milagro que le ayudase a salir de la crisis por la que atravesaba el país. Comenzó a hablarme de una copa de poder. Durante un tiempo se mostró esperanzado con aquella idea que podía ser la solución de un reino que se hundía. Al principio se hallaba eufórico, pero enseguida comenzó a despertarse por las noches gritando… Yo no sabía lo que le estaba ocurriendo. Intuía que tenía que ver con Floriana. Conseguí comprar a una de sus damas, una mujer en la que ella confiaba y que me tenía continuamente informada de lo que ocurría entre ellos. Descubrí que Floriana jugaba con el rey, ella también buscaba la copa. Por aquel tiempo, Roderik comenzó a hablarme de una antigua leyenda que corría por la ciudad de Toledo. Me pareció que estaba obsesionado con ella. Se decía que en el interior de la montaña sobre la que se levanta la urbe regia había un tesoro. Alguno de los nigromantes le había dicho al rey que la copa podría esta unida al tesoro; pero que era peligroso llegar hasta él, porque lo guardaba un ser maligno y poderoso. Roderik envió a varios de sus hombres al interior de los túneles que horadaban Toledo y ninguno regresó. Al parecer, un día Roderik le habló también a Floriana de la leyenda, le aseguró que la copa estaba allí, en la cámara de Hércules. Entonces, ella le propuso al rey que ambos bajasen juntos hasta la cueva, asegurándole que ella sabría levantar el maleficio. Floriana era poderosa, pertenecía a una secta, la secta de Baal. La llamaban también la Kahina, que en un lenguaje antiguo quiere decir la Hechicera. Al parecer, Floriana y Roderik bajaron hasta la cámara, donde vieron muchos objetos preciosos y unas banderas. Cuando quisieron tocar el tesoro, el guardián de la cueva se alzó contra ellos; pero aunque Floriana fue capaz de detenerlo conjurándolo con un hechizo, debieron escapar de aquel lugar sin atreverse a tocar nada. Roderik volvió a las estancias reales con una expresión de horror, estaba como enajenado, parte de su cabello encaneció. Él, sin referirse a Floriana, me habló del guardián de la cueva, me relató que había visto una enorme serpiente, una serpiente que corroía la ciudad. El rey Roderik se consideraba un muerto en vida. Pensaba que los días de su reino estaban contados. Por aquel entonces, Floriana fue asesinada. Roderik lo interpretó como un castigo del guardián de la cueva. Al mismo tiempo se sublevaron los witizianos y los vascones, lo que el rey juzgó como otro signo del maleficio dirigido contra él. Se fue al Norte huyendo del guardián de la cueva, pensando que el maleficio no le seguiría. Un claro error… El enemigo entraba por el Sur. Vos erais el enemigo. Yo siempre pensé que vos habíais sido el asesino de Floriana, todo os inculpaba… Un amante despechado…
—Yo la amaba… ¿Cómo podía haberla asesinado? Los witizianos me convencieron de que Roderik la mató…
—No, él no lo hizo. La necesitaba para acceder a la cueva de Hércules. Había sido seducido por ella, la deseaba con delirio. Sé que él no la mató. Ella era una zorra… —sollozó—, una perdida que me quitó a mi esposo.
Tariq, al oír aquellos insultos, le clava ligeramente el cuchillo en el cuello, que comienza a sangrar. Al sentir el pinchazo, Egilo eleva ligeramente la voz diciéndole con imperio:
—¡No respetas a tu reina y señora!
Las palabras de Egilo son de tal dominio sobre la situación, de tal autoridad, que Atanarik ha de soltarla. Tras ese momento de dignidad, la reina, jadeando por el miedo, le revela:
—Pregúntale a Olbán, él sabe más. ¡No es el padre herido que sufre por la muerte de su hija! Él la utilizó. Sé que has traído a todos estos hombres africanos por una venganza. Te has vengado de mi primer esposo Roderik, y le has matado, pero te equivocaste al considerarle un asesino. No te equivoques conmigo ahora, yo tampoco he cometido ese crimen. Busca al verdadero responsable, busca a Olbán de Septa, dile que yo le acuso.