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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

El astro nocturno (52 page)

BOOK: El astro nocturno
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El ruido rítmico del agua del río Deva les acompaña, ahora el camino no se hace tan duro para Adosinda. Comen bayas y otros frutos silvestres, descansan. Se hace de noche; un ocaso temprano porque el cielo está cubierto de nubes. Buscan un lugar para dormir, lo encuentran bajo un puente que cruza el río Deva. Belay dispone las capas enceradas en el suelo para que se acueste Adosinda. Toribio y él lo hacen sobre un lecho que forma con hojas de árboles muertas. Hace frío.

Duermen intranquilos, se despiertan entumecidos antes de las primeras luces del alba. Un rayo de luz diurna incide sobre las aguas del Deva, haciéndolas brillar. Más adelante, las aguas saltan en rápidos, formando espuma, el río está henchido por las últimas lluvias.

Algún prado parece como suspendido en lo alto, rodeado de bosques, y más allá, las piedras grises teñidas de verdín. Las nubes bajan hasta besar suavemente las cumbres, las campiñas y los árboles. Llovizna.

Continúan la marcha por la senda que discurre junto al río. En las riberas, chopos y álamos, la vegetación de la ribera, teñida por los colores del otoño, anaranjados y amarillos, se ilumina con las primeras luces de la mañana. El camino se les hace largo y al fin, al llegar la tarde, las montañas se abren ante ellos en un valle fértil cruzado por ríos. Los álamos dejan caer las hojas sobre la ribera, como una lluvia ocre. Allí, en el lugar donde el Deva se une al Quiviesa, se alza una gran casa señorial de piedra, rodeada por casitas más modestas, una pequeña iglesia cristiana y una plaza sombreada por un tejo centenario, al que en tiempos no tan lejanos adoraban los labriegos. En la plaza solía tener lugar un mercado. Allí fue donde unos años atrás Belay conoció a Gadea.

Alrededor del río Deva, los pastizales albergan ganado, vacuno pero también caballar. Desde lo alto ven cómo las reses abrevan en el agua o trotan por las praderas cercanas al río.

Adosinda está agotada, llevan todo el día caminando, anochece ya. Si dura fue la subida, la bajada lo ha sido aún más. Las rocas están mojadas por el orvallo caído en la tarde, por ello resbala al caminar. No se queja, para ella es vulgar quejarse, pero en su rostro se refleja que no puede dar un paso más.

Las puertas de la villa de Pautes se cierran al anochecer. Las atraviesan y se encuentran en el recinto de casas de madera o piedra que rodean a la casa solariega, más grande y de aspecto señorial.

Al acercarse al portal de la fortaleza, brota un olor a comida que les despierta el apetito. Atraviesan un zaguán de moderado tamaño desde donde unas escaleras ascienden hacia el piso superior; detrás de ellas están las cuadras. A la derecha, una amplia sala donde el señor de la casa, Ormiso, recibe a su clientela; detrás, las cocinas y el lugar donde viven los criados. Al entrar preguntan a uno de los mozos que trajina por las cuadras si está el señor de las tierras.

Antes de que les respondan se escucha el crujido de las escaleras de madera al avanzar varias personas. Belay mira hacia arriba y distingue unas faldas de mujer y las botas altas de unos jóvenes. Por las escaleras descienden el ama de la casa seguida por algunos de sus hijos. Detrás de todos, una joven de cabello dorado y ojos grises. Es Gadea.

La dama se dirige a Belay, quien al distinguir a la que fuera su prometida, se turba profundamente. Titubeando, Belay saluda a la señora de la casa, de nombre Orosia, y solicita su hospitalidad.

—Hace unos años —le dice la dama— os la concedimos e incluso algo más; vos faltasteis a vuestra palabra y os fuisteis sin prácticamente excusaros.

—Mi señora, en aquella época yo me debía al reino godo, a mi rey.

—Sí, un rey que no supo conservar su reino —replica con dureza la dama—. ¡Poco habéis hecho por mantenerlo! Todo ha cambiado desde que os fuisteis. Ha llegado ese hombre, Munuza, que nos extorsiona. Sin embargo, mi esposo afirma que todos son iguales, que da lo mismo unos que otros. Quiere llegar a un pacto como los otros señores de la montaña; yo en esto no estoy de acuerdo con él, me da miedo esa gente de piel oscura que habla un lenguaje difícil de entender…

La voz de la dama es severa, una mujer acostumbrada a hacerse obedecer, con su esposo continuamente fuera por la guerra. Orosia escruta a los recién llegados y se da cuenta de que una mujer, Adosinda, está con el forastero.

—¿Qué os trae por aquí?

—He huido de Gigia, con mi hermana. El gobernador Munuza quería contraer matrimonio con ella. Ya está casado; es una deshonra para mi familia que ese hombre intente algo así.

—Sí —dijo la dama enfadada—. Me han llegado noticias de las costumbres del nuevo gobernador y de sus gentes. Ese hombre, Munuza, me desagrada profundamente, sólo quiere mujeres y botín.

La esposa de Ormiso examina a Adosinda, su cabellera despeinada asoma bajo la capa encerada con la que se ha protegido durante el viaje, la cara macilenta y pálida; algunas arrugas más marcadas en torno a los ojos dan muestra de su agotamiento. El ama de la casa confraterniza con su situación.

—A pesar de vuestra desaparición, ya tantos años atrás, os damos acogida en nuestra morada. Estaréis cansados, sobre todo vuestra hermana… Aguardaréis con nosotros, junto al fuego, hasta que venga mi esposo.

—Mi señora, os agradezco vuestra amable acogida.

La esposa de Ormiso ordena a los criados que acomoden a Toribio con los siervos e indica que Belay y Adosinda vayan con ella al piso superior.

Suben por la escalera que conduce a la zona noble de la casa. Se abre la puerta que separa las escaleras de la vivienda y se encuentran con unas estancias de madera de pino, cubiertas por un techo con vigas de roble.

Unos tabiques de madera separan unas habitaciones de otras, todas comunican con una gran estancia central, donde hay un hogar. Orosia les invita a que se sienten en torno al fuego, les indica que se despojen de las capas para que éstas se sequen. Al retirarse la capa que cubre a Adosinda queda al descubierto el ropaje de telas finas que iba a ser su vestido de boda. Gadea se acerca a ella, las dos mujeres comienzan a hablar susurrando.

Mientras se calientan en el fuego de la casa, les dan un potaje espeso con verduras y carne en unos recipientes de barro. Belay come lentamente, no puede retirar los ojos de Gadea.

La conversación se va animando, los hijos del noble Ormiso les cuentan la extorsión y el pillaje de los invasores. Hombres viscerales, quieren oponerse al gobernador, la madre los calma; de las palabras de todos se deduce que el señor de la casa quiere ser conciliador, pero los hijos no están de acuerdo con él.

Fuera se hace noche cerrada. Se escucha la subida de unos hombres, en la puerta aparece Ormiso acompañado de varios vasallos. Vienen de caza y de vigilar que los invasores no roben en sus tierras.

Al reconocerle, Ormiso se dirige a Belay con voz colérica.

—No debiera estar contento con vuestro retorno. Os fuisteis sin despediros y dejasteis a mi hija en una situación delicada. Ella os ha esperado todo este tiempo, confío en que mantengáis vuestras promesas.

Belay, que no retira la vista de Gadea, se llena de alegría y le dice al señor de Liébana:

—No ha pasado un día sin que yo me acuerde de vuestra hija. Temía que no me hubiese esperado.

—Mis hijos cumplen lo que prometen… Pero con la guerra en el Sur nos llegaron noticias de que habíais sido herido. No sabíamos si habíais muerto o no. Intenté buscar algún nuevo pretendiente pero mi hija se negó, es testaruda. Decía que os debía fidelidad.

Gadea enrojece ante las palabras de su padre. Belay se siente confundido y se dirige a ella hablándole con voz suave:

—¡Hermosa Gadea! Deseo con toda mi alma convertirme en vuestro esposo…

Ella le observa con una mirada altiva y a la vez dulce. No le contesta, pero sus ojos brillan.

—Bien, bien… —interrumpe su padre—, ahora no sé si será tiempo de retomar esos, antiguos compromisos. Nos han llegado noticias de una revuelta en Gigia y de vuestra huida por mar. ¿Me podéis explicar lo ocurrido?

Belay le dio cumplida cuenta de los hechos acaecidos en Gigia. Ormiso comenzó a caminar de un lado a otro de la estancia, un poco preocupado, recordando el pasado.

—Las tierras de Liébana se han mantenido al margen de las guerras y peleas de los clanes de las montañas, porque estamos en valle cerrado, bien protegido. ¿Por dónde habéis entrado? ¿Cómo es que mis vigías no os han detectado?

—Huimos desde Gigia en barco, desembarcamos en Portus Vereasueca; allí una anciana nos reveló un sendero que cruzaba los montes…

—¿Os vio alguien más?

—No. Los niños del poblado, nadie más.

—Las noticias vuelan, podrían haberos seguido.

—Necesitamos vuestra protección esta noche, mañana continuaremos camino hacia Amaia. Quiero ponerme en contacto con el duque Pedro.

—Poco puede hacer ese hombre —afirma Ormiso—, sólo tiene sus mesnadas, las tropas que le corresponden por su familia. Nadie le apoya.

—Es… —dice Belay—. Ha sido duque de Cantabria.

—Sí, lo fue, pero el reino godo ha caído y todos tenemos que ocuparnos de nuestra propia guerra.

—¡Es necesario unirse! ¡Es necesario oponerse al invasor!

Al oír las palabras de Belay incitando a la lucha y a la resistencia, los hijos de la casa manifiestan su conformidad. En cambio el noble Ormiso expresa con una mueca su desagrado. Le molesta que sus hijos estén de parte del recién llegado. Interviene la dama Orosia:

—Es muy tarde, es tiempo para descansar.

Acomodan a Adosinda con Gadea. Mientras que a Belay le alojan en una estancia que hace esquina, con dos ventanas cerradas por postigos de madera. En aquel lugar hay poco más que el lecho y un cajón de madera, sobre el que se apoya una palangana con una jofaina para asearse.

Belay no se encuentra tranquilo. Tiene muchos motivos para no poder dormir. El más importante, haber visto de nuevo a su prometida. Siente un fuego dentro y abre las ventanas, por una de ellas se introduce la luz del claro de luna, a través de la otra ve las estrellas titilar apagadamente. Se escuchan los ruidos del campo, el sonido del grillo, el ladrar de un perro y, a lo lejos, el mugir de una vaca en un establo. Después los ruidos se van apagando lentamente, Belay se queda adormilado. De pronto, en el silencio de la noche, nota tras de sí que la manilla que cierra su cuarto se mueve. Belay se vuelve llevándose la mano a la cintura, para sacar el cuchillo de monte. La puerta se abre silenciosamente. En el dintel, iluminado por la luz de la luna que entra a través del ventanal abierto, está Gadea. Tras ella, Adosinda. Ambas entran despacio y cierran la puerta tras de sí.

Belay se acerca a ellas. No tiene ojos más que para Gadea. Intenta hablar, pero su prometida le pone la mano sobre la boca. Sin importarle la presencia de su hermana, él besa suavemente aquella mano blanca.

Gadea le retira la mano, mientras le avisa.

—No hagáis ruido, todo se escucha en esta casa.

—¿Qué ocurre?

Habla Adosinda:

—¡Debemos irnos! —¿Por qué?

—Ormiso nos entregará a Munuza. Por favor, escucha lo que Gadea debe decirte.

Gadea, muy nerviosa, le explica la situación:

—Todos los señores de las villas han pactado con Munuza. Mi padre el primero. He venido para advertiros. Mi padre no os va a proteger, os entregará a Munuza, y también a vuestra hermana. Debéis huir.

—¿Cuándo?

—Ahora, cuando todos duermen —se detiene un instante, entonces Gadea sigue hablando en voz suave pero firme—. Yo me iré con vos.

Belay se alegra, pero conoce también las costumbres, no quiere comprometer a su futura esposa. Se dirige a ella con confianza, tuteándola:

—Puede ser tu deshonra.

—Confío en ti. Sí, confío en ti más que en mi propio padre. Llevo demasiado tiempo esperándote para dejarte ir ahora.

Belay roza con la mano su cabello color del trigo, lo acaricia y se lleva uno de aquellos rizos dorados a la boca, besándolo. Ella se desprende de su caricia, e indica a los hermanos que la sigan.

Descienden por las escaleras, que crujen a su paso, hacia las cocinas. Gadea les ordena a ambos que la esperen ocultos en el hueco de la escalera y se introduce en las cocinas.

Entre los hombres que duermen junto al fuego está Toribio, le encuentran en la cocina junto al hogar. Los otros criados que descansan en el mismo lugar se despiertan, pero al ver a la hija de Ormiso, se dan la vuelta y siguen durmiendo. Gadea conoce bien las estancias y corredores de la fortaleza de su padre. Salen de la casa sin hacer ruido por un portillo lateral. La luna les ilumina, Gadea les conduce a un pastizal junto al río Quiviesa. Allí hay caballos y yeguas. A la hija de Ormiso le son familiares, los ha montado desde que era una niña. Los caballos son el don más preciado del valle de Liébana. Así fue como Belay llegó a aquella tierra, buscando sementales y yeguas. Gadea toma del ronzal a dos jacos jóvenes, animales mansos. Belay y Toribio se montan sobre ellos. Después, Belay alza a su hermana para ayudarle a colocarse delante de él. La hija de Ormiso silba suavemente y una yegua de color oscuro se le acerca; de un salto se sube a ella.

Los fugados salen de Pautes por una senda estrecha que Gadea conoce, un atajo. La luna los ilumina. No ha amanecido cuando están ya muy lejos del valle de Liébana.

Al cabo de unas horas de galopada, clarea el día sobre las montañas cántabras. El sol se cuela por un camino entre robles altos que forman un techo. La luz del sol se filtra entre las hojas de los árboles dibujando figuras polimorfas en el suelo. Adosinda dormita sobre el caballo de Belay. Este mira al frente. Gadea cabalga delante de él cubierta por un manto. Su cabello claro se escapa de la capucha que le cubre la cabeza. Va erguida en el penco, parece no notar el cansancio, está acostumbrada a galopar por las tierras de su padre.

No está asustada. Sabe lo que quiere, quiere a Belay. Le ha esperado durante casi cinco años, oponiéndose a su padre, arriesgándose a ser una vieja solterona dependiente de sus hermanos. Ha pasado el tiempo de su primera juventud, anhelando su regreso y ahora no le dejará escapar.

Galopan todo el día, alejándose de las tierras de Ormiso. No paran si no es para abrevar a los caballos. Cuando el sol desciende sobre las cumbres nevadas, hacen un alto en una pradera por la que cruza un río. Adosinda está agotada tras la larga huida desde Gigia. Se sienta en el suelo con la espalda apoyada en un castaño. Belay y Gadea conducen a los animales al río. Se alejan mientras Toribio esboza una sonrisa maliciosa, piensa que ya es tiempo de que Belay encuentre esposa. Una cierta melancolía le invade; él lo ha perdido todo en la guerra en el Sur; prefiere no pensar en el pasado.

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