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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

El astro nocturno (23 page)

BOOK: El astro nocturno
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Miraron al cielo. No había nubes, tampoco luna pero era una noche clara iluminada por el resplandor de las estrellas de aquel tiempo frío. Así, amarrados el uno al otro, entraron en una especie de somnolencia. De cuando en cuando, despertaban y veían las luces de las constelaciones de otoño atravesando el bosque tupido, las copas de los árboles.

Antes de que hubiese amanecido, notaron que alguien se les acercaba sigilosamente, sin hacer ruido, y cortaba las ataduras.

Era el chico.

Se levantaron calladamente y se escabulleron del campamento de sus captores, atravesando el bosque. En aquel instante, ladró un perro y despertó a la tropa.

Comenzaron a perseguirlos. Corrían perdiendo el resuello. Se metieron a través del bosque, la espesura era tan cerrada que no permitía el paso de los caballos, por lo que ganaron tiempo con respecto a sus captores. Al fin, salieron de nuevo a la calzada, y corrieron por ella. Detrás y a lo lejos escuchaban a los que les hostigaban. No pasaron más que unos cuantos instantes cuando tras una curva de la calzada divisaron a lo lejos una patrulla de soldados godos que se dirigía hacia ellos. No podían retroceder porque los perseguidores estaban cerca. Intentaron retirarse hacia el bosque pero al hacerlo, Alodia se cayó en la cuneta, que era profunda.

En pocos minutos de nuevo estaban rodeados, atrapados entre los dos frentes.

Los que venían detrás les apuntaron con arcos cargados con flechas.

—Deteneos o moriréis.

—¡Huid, mi señor! —gritó Alodia.

El intentó arrastrarla hacia los árboles. Al verle moverse el arquero disparó, pero Alodia se interpuso entre ambos; la flecha le atravesó el vientre a Alodia, que cayó al suelo. Atanarik se detuvo a recogerla. Finalmente, los soldados que avanzaban por la calzada, les atraparon de nuevo.

Estaban perdidos. Atanarik se inclinó hacia Alodia queriendo protegerla de algún modo. Ella se desmayó por la pérdida de sangre. Después, arrodillado junto a la sierva, levantó los ojos hacia los nuevos enemigos. Un rostro le pareció familiar. Aquel hombre se enfrentó a los perseguidores. Con sorpresa, Atanarik escuchó:

—Soy Casio. Casio, gardingo real. Estos hombres me pertenecen, debo conducirlos a Toledo.

Al principio el capitán de los perseguidores protestó, quería cobrar la recompensa. Después se rindió al comprender que Casio ostentaba mayor graduación. Así, la patrulla que comandaba el oponente a Casio se fue.

Casio saludó a Atanarik, palmeándole los hombros. Este decía únicamente:

—Hay que salvarla…

La faz de Alodia había empalidecido, mostrando un tono céreo. A Atanarik le recordaba la cara de Floriana la última vez que la había visto.

—Me envía Oppas.

La sorpresa pudo sobre la desolación que pesaba en la mente de Atanarik por la herida de Alodia.

—¿No eras tú uno de los fieles a Roderik? ¿Qué haces obedeciendo a un witiziano?

—Mis lealtades varían… —sonrió él—. Aquí en el Sur, el obispo de Hispalis es la máxima autoridad. Desea que te escolte hasta su ciudad.

—Antes tienes que ayudarme. Esta mujer me ha salvado, ahora se está muriendo.

Casio la examinó.

—Está malherida, no sé si podrá salvarse. Podríamos llegar a Astigis, allí hay un convento donde las hermanas practican el arte de la sanación y cuidan enfermos. La llevaremos allí.

Atanarik alzó a Alodia sobre un caballo, en el que montó después. La sierva en su semiinconsciencia abrió los ojos. Atanarik se manchó con su sangre, que manaba sin cesar; para evitar que ella perdiese más, cabalgó muy despacio hasta la ciudad de Astigis. Detrás de ellos, a lo lejos les seguía Cebrián; el muchacho no saltaba ya, iba llorando.

Atanarik se despidió de la sierva en la entrada del convento, en la clausura no se permitía el acceso a los hombres.

El capitán godo llegó a Hispalis donde el obispo Oppas le recibió con honor. Allí embarcó hacia Septa, bajando el río Betis y cruzando el estrecho. Recorrió las tierras norteafricanas buscando a su padre y levando tropas. Ahora está a punto de retornar al país que los romanos llamaron Hispania, y los griegos, Hesperia; un gran ejército le acompaña. Es la hora de su venganza.

Sale de sus recuerdos y se vuelve hacia Olbán, que no sabe por qué está callado. Al fin le responde:

—Sí, sé dónde está la sierva, lo que desconozco es si vive todavía… —en las últimas palabras de Tariq había un cierto pesar.

—¡Debes buscarla y recuperar la copa de ónice! —le ordena Olbán.

Tariq no responde, pero en su mirada late el desprecio hacia aquel que tiene como único fin en la vida el oro y el poder.

14

En el estrecho

Una niebla fina cubre el estrecho. Las montañas de la amada muerta apenas asoman bajo la neblina. Un manto blanquecino cubre el Mons Calpe, más allá de un mar que hoy está calmo, de un color grisáceo que refleja el cielo cubierto por nubes de tormenta. Tariq mira al frente bajo la llovizna.

En las últimas semanas, las tropas han ido cruzando el estrecho poco a poco en barcos mercantes, en falúas de pesca, en grandes lanchas que les facilita Olbán. Desembarcan frente a la isla verde, a la que llamarán Al Yazira.
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Tariq encuentra en la playa donde pensaba desembarcar a un grupo de soldados, hombres del conde Tiudmir vigilando, los cuales les impiden poner pie en tierra. Por ello, se desplazan a un lugar más rocoso, y menos vigilado. Allí, en una ensenada, bajo las faldas del Mons Calpe, encuentran un antiguo muelle derruido que deben acondicionar, colocando remos y albardas —a manera de pasarela— para que puedan bajar las caballerizas. Oculto a las miradas de los defensores de la costa, la ensenada se acondiciona como puerto franco para el desembarco de las tropas de Tariq, cuando cruzan el estrecho.

Los bereberes y después los árabes denominarán la roca de Tariq, Yebel Tariq
[22]
en árabe, a aquel peñón que se alza amenazador, dividiendo Atlántico y Mediterráneo.

Tras haber desembarcado, ascienden con las caballerías y los bultos de avituallamiento a la cumbre del monte. Cerca de la cima se atrincheran y, sobre una antigua fortaleza romana, levantan un recinto que llaman Sur-al-Arab, una atalaya que permite vigilar las aguas que rodean el peñón.

Tras la primera travesía, Tariq toma precauciones y fortifica el reducto sobre el Mons Calpe. Después hace muchos viajes, acompañando a la ingente multitud bereber que se agrupa en el puerto de Septa, para atravesar las aguas.

Poco a poco, los norteafricanos van cruzando el mar con armas y caballos. No todos están bien dispuestos a ello, muchos no se atreven a embarcar.

Los negros hombres de Kenan nunca han visto el mar, no se atreven a partir en las naves que les conducirán al otro lado de la costa. Ni amenazas ni promesas consiguen que aquellos hombres de piel oscura provenientes del interior de África se acerquen a las barcazas. Al fin, en un día gris, la mar parece en calma.

Tariq se acerca al reyezuelo Hausa.

—Iré contigo —le anima.

—Mi lugar no es más allá del mar.

—Sí. Lo es… ¿Quieres riquezas? ¿Quieres un nuevo hogar para tus gentes?

A Kenan las palabras de Tariq le infunden esperanza, lo que no es óbice para que el mar le siga aterrorizando, su cara muestra una expresión de pavor.

—Te vendaré los ojos.

—No. Dominaré el miedo. Sólo sitúate junto a mí.

Kenan mira a Tariq, los hombres Hausa a su jefe. Son buenos luchadores de a pie, hombres grandes, de piel oscura y muy forzudos, la infantería del futuro ejército conquistador, con ellos no cruzan caballos. Para evitar la visión de las aguas, se sitúan en el fondo de las naves, intentando no ver el mar.

El océano blanquecino y terso se encrespa levemente al paso de la barquichuela que lleva a los Hausa. El cielo se cubre de nubes más oscuras de tormenta; el viento comienza a soplar cada vez más fuerte y el cruce del estrecho se torna difícil. Una enorme tormenta levanta la embarcación y pronto se dan cuenta de que puede naufragar. La nave vuelca y se rompe en dos. Atanarik salva a Kenan y a alguno de sus hombres, recogiéndolos en una balsa, resto de la embarcación que ya se ha hundido. Muchos se pierden entre las rocas ceutíes y el Mons Calpe.

Al llegar a la costa, sobre la arena de la playa, Kenan se abraza a Tariq y le jura que nunca le abandonará, que nunca volverá a cruzar de regreso el mar. Tariq le abraza también intentando tranquilizarle.

Los hombres que ya han pasado el estrecho, y desde lo alto de la atalaya han divisado el naufragio, se acercan a la playa para ayudar y los conducen a una fortaleza tardorromana, una cabaña donde Tariq ha dispuesto su morada. En la cabaña les dan de beber vino tibio, y se calientan cerca de un hogar de leña. Cuando ya repuestos salen de la choza, el cielo de nuevo es azul, hace calor, aunque sigue soplando un viento fuerte que dificulta la navegación. Tariq hace subir a Kenan a la parte más alta del peñón, desde allí se divisa la bahía de Al Yazira, la isla verde, y más allá hacia el este la desembocadura de un río con una vega feraz de campos de hortalizas y frutales. Los ojos del hombre Hausa se llenan de aquella visión; le parece estar cerca del paraíso. Hacia el oeste se retiran las nubes de la galerna, el cielo se torna cárdeno y, en lontananza, se pone el sol sobre el Atlántico. El horizonte está rojizo y el mar se tiñe de una hilera de luz que llega a la costa. Tariq y Kenan, contemplando desde la altura los dos mares, lo dos continentes, las tierras verdes, las nubes alejándose y el sol, se sienten poderosos, capaces de conquistar el mundo que ven a sus pies.

Al amanecer, el océano está de nuevo en calma. Tariq se embarca en una nave de pescadores que volverá a cruzar el estrecho. Aquel día deberán cruzar el mar las tribus de su padre, la tribu Barani, hombres aguerridos. Los encuentra preocupados, saben lo que ha sucedido la tarde anterior.

El primero con quien se topa es su primo Gamil, hijo de una hermana de Ziyad; junto a él están Ilyas, Samal y Razin.

—¿Tenéis temor?

—No —responden a coro, pero en sus rostros se adivina una clara inquietud.

—Hoy no habrá tormenta.

Embarca con ellos en la nave. Gamil le pregunta sobre Hispania. La voz de Tariq se alza sobre el bramido del mar, sobre el ruido del viento describiéndoles:

—Es una tierra hermosa… Más allá de aquellas colinas hay un valle fértil. Más al norte hay montañas, y después una tierra ancha, sin gentes, adecuada para el cuidado del ganado, con ríos de gran caudal.

—Me gustaría tener tierras donde poder cuidar mi propio ganado; llevarlo de un lugar a otro, a pastos fértiles —le dice Samal—. Ver crecer a mis hijos, cuidar a mis esposas.

Atanarik le sonríe. Luego piensa en sí mismo. Cuando su venganza se haya producido, ¿qué hará? No lo sabe bien. Ante este pensamiento, su rostro se torna gris.

Unos días atrás, su padre, Ziyad, habló con él. El hijo de la Kahina adivina el interior de los hombres.

—Tú, hijo mío, cuando te hayas vengado; cuando destroces ese reino al que odias… ¿Qué harás?

—No lo sé, padre. Nunca lo he pensado. Quizá no volveré, quizá moriré en esta empresa. No me importa morir.

Ziyad, que veía el futuro, pronunció unas palabras llenas de misterio:

—Muchos de los míos volverán al Aurés, a las montañas; allí están sus esposas, la herencia que les dejé. Tu puesto estará en Hispania, en el país de tu madre. Estás conduciendo a bereberes de las montañas y del desierto a ese país, al otro lado del mar. Te hago su guardián, el defensor de sus vidas y sus haciendas, tu puesto estará siempre junto a ellos. Deberás protegerlos…

Tariq siente el peso del compromiso que su padre ha depositado sobre él. Hay una profecía, un presagio, en las palabras de Ziyad.

Ahora, Tariq está a bordo de una nave con sus compatriotas, de los que se siente responsable, apoya su mano en una jarcia. La brisa marina le mueve la capa, se abstrae intentando divisar los detalles de la tierra que está delante de sí, la tierra que debe conquistar.

Ziyad no embarca todavía, lo hará el último, siempre ha vivido en las tierras africanas de la Tingitana. Intuye algo terrible y desea aprovechar hasta el último momento al otro lado de aquel mar que le causa un mal presentimiento.

Los viajes de uno a otro lado del estrecho prosiguen. Nadie diría que aquellas pequeñas barcazas, algunas de las cuales se estrellan en la costa, van a cambiar el destino de Hispania.

Ahora cruzarán los hombres de Altahay. Altahay es comerciante, un hombre que sabe lo que hay en el país; busca abrir nuevas rutas comerciales. Él y sus hombres no sienten miedo al embarcar, el bamboleo de las falúas les recuerda el movimiento pendular de los camellos por el desierto. Con ellos embarcan los hermosos caballos bereberes, rápidos y pequeños, resistentes al calor y a la falta de agua.

El campamento junto a la gran peña, Yebel Tariq, va creciendo. Unos cuantos viajes más y todos habrán franqueado el estrecho. Se acerca el verano, el cielo se torna intensamente azul. Ya no hay galernas.

Al fin, el último de todos, Ziyad, cruza el mar. Tariq observa el rostro de su padre, está ensombrecido, pero en él no hay temor, sólo tristeza, la melancolía de una despedida, quizá sin retorno.

Tariq ha formado ya un ejército, las huestes con las que se va a enfrentar al poderoso ejército visigodo, más de siete mil hombres, la mayoría de ellos bereberes. Ahora retorna a las tierras del reino godo, aquel que un día le persiguió. Es la hora de su desquite.

La noche en la que todos sus hombres han cruzado ya el mar, no puede dormir. Le parece estar sumido en un vértigo, se levanta y reza la plegaria nocturna, arrodillándose junto al lecho hasta tocar con la cabeza el suelo. Solicita calladamente al Misericordioso, al Justiciero, al Clemente, que le proteja en aquella empresa. No percibe cercana a la divinidad, por ello bebe vino una vez más del cáliz de poder. Así, se siente fuerte.

Al amanecer, Tariq convoca a todos los guerreros que han cruzado el mar, les habla como inspirado por la luz de lo divino, enfebrecido por la fuerza de la copa. A sus palabras, una nube de fervor religioso recorre a aquellos guerreros que han cruzado el mar, dejando patria, familia, posesiones. Les observa a todos atentamente. Se va fijando en los rasgos de cada rostro, en la expresión de las miradas, en las actitudes confiadas o en los gestos airados, y se siente profundamente unido a aquellos hombres que lo han abandonado todo por una campaña en la que pueden morir.

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