—¿A quién? ¿A la policía?... La policía soy yo, hombre.
—Hablo de la Justicia.
—A menudo también soy la Justicia. No me fastidie.
Esta vez el silencio fue más largo. Expectante por parte del comisario, reflexivo por parte del publicista. Unos quince segundos.
—Vamos a razonar, camarada —dijo al fin Tizón—. Usted me conoce de sobra. Y yo a usted.
El tono era conciliador. Un arriero ofreciendo una zanahoria a la mula a la que ha molido a palos. O a la que va a moler. Así parecía interpretarlo Zafra, al menos.
—Hay libertad de imprenta —dijo—. Supongo que eso lo sabe.
El tono no estaba exento de firmeza. Aquella rata, se dijo Tizón, no era cobarde. Después de todo, concluyó, hay ratas que no lo son. Capaces de zamparse a un hombre vivo.
—Déjese de historias. Esto es Cádiz. Su periódico tiene el amparo del gobierno y las Cortes, como todos...
Yo no puedo impedir que publique lo que quiera. Pero puedo hacerle sentir las consecuencias.
Alzó el otro un dedo manchado de tinta.
—Usted no me da miedo. Otros antes quisieron silenciar la voz del pueblo, y ya ve. Día vendrá en que...
Casi se empinaba sobre la punta de sus zapatos sin lustrar. Tizón lo interrumpió con un ademán hastiado. No me haga gastar saliva para nada, dijo. Y no la gaste usted. Quiero proponerle un trato. Al escuchar la última palabra, lo miró el publicista como si no diera crédito. Luego se llevó una mano al pecho.
—Yo no hago tratos con instrumentos ciegos del poder.
—No me toque los huevos, oiga. Lo que ofrezco es razonable.
En pocas palabras, el comisario expuso lo que tenía en la cabeza. En caso necesario, estaba dispuesto a proporcionar al editor de
El Jacobino Ilustrado
la información conveniente. Sólo a él. Le contaría puntualmente cuanto estuviese en su mano contar, reservándose detalles que entorpecerían la investigación, de hacerse públicos.
—A cambio, usted me cuidará. Un poquito.
Lo estudiaba el otro, receloso.
—¿Qué significa eso exactamente?
—Ponerme por las nubes: nuestro comisario de Barrios es sagaz, necesario para la paz ciudadana, etcétera. La investigación va por buen camino y pronto habrá sorpresas... Qué sé yo. Quien escribe es usted. La policía vigila día y noche, Cádiz está en buenas manos y cosas así. Lo corriente.
—Me toma el pelo.
—Para nada. Le digo cómo vamos a hacer las cosas.
—Prefiero mi libertad de imprenta. Mi libertad ciudadana.
—Con su libertad de imprenta no pienso meterme. Pero si no llegamos a un acuerdo, la otra va a pasar un mal rato.
—Explíquese.
Miraba el policía, pensativo, el puño de bronce de su bastón: una bola redonda, en forma de gruesa nuez. Suficiente para abrir un cráneo de un solo golpe. El publicista seguía la dirección de esa mirada, impasible. Un sujeto duro, concedió mentalmente Tizón. Había que reconocerle que, si bien cambiaba de principios según las necesidades del mercado, mientras sostenía unos u otros era capaz de defenderlos como gato panza arriba. Casi parecía respetable, para quien no lo conociera. La ventaja de Tizón era que él sí lo conocía.
—¿Se lo digo con rodeos, o mato por derecho?
—Por derecho, si no le importa.
Una pausa breve. La justa. Después, Tizón movió su alfil.
—El morito de catorce años, criado de su casa, al que usted le rompe el ojete de vez en cuando, puede costarle un disgusto. O dos.
Parecía que un émbolo hubiese extraído, de golpe, toda la sangre del cuerpo del publicista. Blanco como una hoja de papel antes de meterla bajo el tórculo de la imprenta. En los ojos descoloridos, las pupilas se empequeñecieron hasta casi desaparecer. Eran dos puntos negros diminutos.
—La Inquisición está suspendida —murmuró al fin, con esfuerzo—. Y a punto de abolirse.
Pero ya no había firmeza de por medio. Rogelio Tizón sabía mucho de eso. El tono de su interlocutor era el de quien no ha desayunado, ni comido nada sólido, y está a punto de quedarse sin cenar. Alguien con el estómago vacío y la cabeza repentinamente llena. Rozando el desmayo. En ese punto, el diente lobuno emitió otro destello. A mí la Inquisición me importa una mierda, dijo Tizón. Pero hay varias opciones, figúrese. Una es expulsar de Cádiz al muchacho, que tiene menos papeles que un conejo de monte. Otra es detenerlo con cualquier pretexto, y procurar que en la Cárcel Real los presos veteranos le ensanchen un poquito el horizonte. También se me ocurre una tercera posibilidad: hacerle un reconocimiento médico ante un juez de confianza y forzarlo luego a que lo acuse a usted de sodomía. Pecado nefando, ya sabe. Así lo llamábamos antes de toda esta murga de las Cortes y la Constitución. En los buenos tiempos.
Ahora el publicista balbuceaba. Directamente y sin disimulos.
—¿Desde cuándo...? Es inaudito... ¿Desde cuándo sabe todo eso?
—¿Lo del morito? Hace tiempo. Pero cada uno lleva su vida; y yo, fíjese, en la casa de cada cual no me meto... Otra cosa, camarada, es tener que limpiarme el culo con el periódico que usted publica.
Sentado en la escalera de la casa desierta, Tizón tira el cigarro antes de acabarlo. Quizá sea el olor de aquel sitio, pero el humo le sabe amargo. Sobre el cielo desnudo del patio decrece la última luz poniente, y el rectángulo de claridad se apaga en el suelo, donde los gatos todavía lamen la mancha de sangre seca. Allí no hay nada más que hacer. Nada que poner en claro. Todas sus previsiones se han ido al diablo, dejando un vacío tan desolado como las ruinas de la casa. El comisario piensa en el trozo de plomo retorcido que guarda en el cajón de su mesa de despacho y mueve la cabeza. Durante meses ha esperado el indicio insólito, la inspiración clave que permitiese abarcar la extensión de la jugada. Lo posible y lo imposible. Ahora sabe que esa idea le ha hecho perder demasiado tiempo, reteniéndolo en una pasividad peligrosa de la que otra muchacha muerta es triste consecuencia. Rogelio Tizón no tiene remordimientos; pero la imagen de la chica de dieciséis años con la espalda desgarrada, sus ojos abiertos por el horror y los dientes rotos de rechinar en la prolongada agonía, lo desazona con intensidad casi física. Se superpone al recuerdo de las anteriores muchachas asesinadas. Eso lo enfrenta a fantasmas que acechan en la penumbra permanente de su propia casa. En la mujer silenciosa que se mueve por ella como una sombra y en el piano que nadie toca.
Apenas queda un poco de luz. El comisario se incorpora, echa un último vistazo a los gatos que lamen el suelo y se aleja por el corredor oscuro, camino de la calle. Después de todo, el gobernador Villavicencio tenía razón. Va siendo hora de prevenir una nómina de sujetos indeseables, como primera provisión para cuando Cádiz empiece a reclamar un rostro de asesino. De momento, un par de confesiones calculadamente ambiguas pueden mantener las cosas bajo control, en espera de un golpe de suerte o del fruto del trabajo paciente. Sin descartar nuevos y oportunos acontecimientos relacionados con la guerra y la política: agitaciones que, al cabo, todo lo ordenan en su desorden. Tales pensamientos no atenúan, sin embargo, la sensación de derrota. La impotencia ante la puerta que acaba de cerrarse: oscura, incierta, apenas una rendija; pero que hasta hoy alentó la esperanza de vislumbrar un relámpago de luz al fondo. De intuir la combinación maestra que permite, al jugador paciente, clavar las piezas en lo más profundo del tablero.
El sonido del aire, que inesperadamente parece rasgarse como tela rota, sobresalta al policía cuando llega a la calle en sombras. Se vuelve para ver de dónde procede, y en ese momento el corredor de la casa proyecta hacia afuera un fogonazo de color naranja que ilumina un instante el portal y la calle, arrastrando consigo una lluvia de polvo y cascotes. El estampido resuena inmediato, estremeciéndolo todo. Conmocionado por la onda expansiva —los oídos le duelen como si estuvieran rotos—, Tizón se tambalea mientras alza los brazos, intentando protegerse de los fragmentos de yeso y vidrio que rebotan por todas partes. Al fin da unos pasos y cae de rodillas entre la polvareda espesa que lo sofoca. Mientras recobra la lucidez, advierte que tiene algo caliente y viscoso pegado al cuello, y lo aparta de un manotazo, con la aprensión súbita, en el último instante, de que puede tratarse de un jirón de su propio cuerpo. Pero lo que palpa es un trozo de tripas pegado a la cola de un gato.
Hay puntitos rojos dispersos por el suelo, alrededor: fragmentos retorcidos e incandescentes que se apagan con rapidez, enfriándose. Tirabuzones de plomo. Todavía aturdido, Tizón se inclina maquinalmente a coger uno, y al momento lo suelta, pues el metal aún está caliente y le quema la mano. Cuando los oídos dejan de zumbarle y mira en torno, a la oscuridad, lo que más impresiona es el silencio.
Al día siguiente, en mangas de camisa, con delantal de hule y sujetando una paloma entre las manos, Gregorio Fumagal se acerca a la parte de la terraza que da a levante y dirige una cauta ojeada alrededor. Con el buen tiempo y el exceso de población forastera, la parte superior de muchas casas se ha convertido en lugar de acampada donde, bajo tiendas hechas con lonas y velas de barco, viven familias enteras a manera de nómadas. Eso ocurre también en la calle de las Escuelas, donde Fumagal habita la casa de cuyo piso superior es propietario. Por elementales razones de discreción, el taxidermista no alquila su terraza; pero en algunas de las vecinas viven emigrados, y es usual ver a gente ociosa curioseando a todas horas. Eso obliga a ir con tiento; el mismo que, desde que empezó a mantener correspondencia clandestina con la otra orilla, le hizo prescindir de todo servicio doméstico, despidiendo a la criada que atendía la casa. Ahora realiza él las tareas de limpieza, desayuna un tazón de leche con migas de pan y come siempre solo en la fonda de la Perdiz, en la calle Descalzos, o en la de la Terraza, entre la esquina de la calle Pelota y el arco de la Rosa.
No hay moros en la costa. Resguardándose de miradas indiscretas entre la ropa tendida, y previa comprobación de que el tubito del mensaje se encuentra bien sujeto con torzal a una pluma de la cola, Fumagal suelta a la paloma, que revolotea un momento ganando altura y se aleja entre las torres de la ciudad, en dirección a la bahía. Dentro de unos minutos, el mensaje que detalla los lugares de impacto de las últimas cinco bombas lanzadas desde la Cabezuela estará en manos francesas. Esos mismos puntos se encuentran ya inscritos en el plano de Cádiz donde cada día se espesa un poco más la trama de líneas trazadas a lápiz que, en forma de abanico con la base orientada al este, se despliega sobre la ciudad. En el plano, los puntos de alcance máximo de las bombas han avanzado una pulgada hacia el oeste: hay uno en la cuesta de la Murga y otro en la esquina de las calles San Francisco y Aduana Vieja. Eso, sin vientos fuertes que alarguen las trayectorias. Las cosas pueden mejorar cuando entren los levantes recios. Quizás.
Gregorio Fumagal da de comer a las palomas, vierte agua en un recipiente y cierra con cuidado el palomar. Después cruza la puerta vidriera de la terraza, dejándola abierta, baja los peldaños de la corta escalera y regresa al gabinete de trabajo. Allí, entre las miradas inmóviles de los animales disecados puestos en perchas y vitrinas, su nueva pieza, el macaco de las Indias Orientales, empieza a tomar forma sobre la mesa de mármol: una apariencia espléndida, cuya visión complace al taxidermista. Tras desollar al animal, descarnar y limpiar sus huesos, tuvo varios días la piel sumergida en una solución de alumbre, sal marina y crémor de tártaro comprado en la jabonería de Frasquito Sanlúcar —también adquirió una tintura nueva para el pelo, que ya no destiñe con el sudor—, antes de empezar el armado interno combinando alambre grueso, corcho y relleno de estopa con la estructura ósea cuidadosamente reconstruida y devuelta, paso a paso, al interior de la piel preparada.
Discurre calurosa la mañana. La luz que entra por la puerta de la terraza e ilumina los peldaños y el gabinete se vuelve más cenital e intensa, haciendo brillar los ojos de vidrio de los animales disecados. Repica cerca el bronce de la iglesia de Santiago —hora del Ángelus— y responde enseguida, con doce campanadas, el reloj que hay sobre la cómoda. Vuelve después el silencio, alterado sólo por el roce de los instrumentos que maneja Fumagal. Trabaja hábil con agujas, punzones y bramantes, rellenando y ligando cavidades mientras consulta la documentación dispuesta junto a la mesa. Se trata de estudios previos de la postura que pretende dar al simio: incorporado sobre una rama de árbol seca y barnizada, la cola caída y enroscada al extremo, la cara ligeramente vuelta sobre el hombro izquierdo, mirando al futuro espectador. Para fijar el cuerpo del macaco en actitud propia, el taxidermista recurre a estampas de historia natural, a grabados de su colección y a dibujos hechos por él mismo. No descuida detalle, pues se encuentra en un momento delicado del proceso: la búsqueda de una postura que realce el cuerpo del animal, con toques complementarios de fino acabado en párpados, orejas, boca o textura del pelo. De eso depende en gran medida el apresto final, el punto exacto que dará o quitará credibilidad al trabajo, subrayando su perfección o destruyéndola. Es consciente Fuma-gal de que una deformación pasada por alto, un rasguño en la piel, una sutura mal hecha, un insecto minúsculo descuidado en el relleno, desfigurarán la pieza hasta el extremo de arruinarla con los años. Después de casi treinta de oficio, sabe que todo animal disecado sigue de alguna forma vivo, envejeciendo a su manera con los efectos de la luz, el polvo, el paso del tiempo y los sutiles procesos físicos y químicos desarrollados en él. Peligros de los que debe precaverse, recurriendo a los extremos del arte, la destreza de un buen taxidermista.
Un estampido sordo, amortiguado por la distancia y las casas interpuestas, llega hasta el gabinete un instante después de que una leve ondulación del aire haga vibrar los cristales de la puerta abierta a la terraza. Interrumpe Fumagal la tarea de coser con punto de espada la base de la cola del macaco y permanece atento, inmóvil, en alto la mano que empuña la aguja enhebrada con bramante. Ésa sí estalló, concluye mientras reanuda la tarea. Y no demasiado lejos: hacia la iglesia del Pópulo, seguramente. A quinientos pasos de distancia. La posibilidad de que una bomba acabe alcanzando la casa, y a él mismo, le pasa a veces por la cabeza. Cualquiera de sus palomas puede traer un día, de vuelta, un mensaje peligroso, o letal. Entre los planes que el taxidermista tiene para su vejez —probable o improbable—, no cuenta inmolarse como Sansón en el templo de los filisteos; pero todo juego tiene normas, y éste no es una excepción. De cualquier modo, no le importaría que alguna bomba cayese más cerca: exactamente sobre la vecina iglesia de Santiago, acallando la campana que, día a día, con especial insistencia los domingos y fiestas de guardar, acompaña sus horas domésticas. Si algo sobra en Cádiz —España en miniatura, con lo peor de sí misma—, son conventos e iglesias.