—Abate a babor —ordena a los timoneles.
El largo bauprés de la balandra se abre lentamente de tierra y del viento mientras la gente, encaramada encima, suelta los tomadores que aferraban el foque y la trinqueta. Un momento después sube la primera vela triangular sobre la punta del bauprés, en banda las escotas hasta que desde cubierta las cobran y amarran. Como un caballo purasangre retenido por la rienda, la
Culebra
arriba un poco, muy despacio, mientras tensa su jarcia piafando impaciente, lista para salir de ceñida.
—¡Amolla escota de mayor!... ¡Larga!
Sueltan los marineros las candalizas de la vela, y ésta se despliega entre crujidos de madera y cáñamo, gualdrapeando en el nornoroeste fresquito. Dirige Lobo otra ojeada rápida a las piedras de la isla, que ahora están un poco más cerca. Luego echa un vistazo a la aguja del compás y traza con la mirada el rumbo a seguir para mantener lejos, con ese viento y dejándolos por estribor, los peligrosos bajos de los Cabezos, que están cuatro millas al oeste-noroeste, frente a la torre de la Peña. La vela mayor empieza a ser cazada y su enorme lona toma viento. El ancla ya está siendo trincada en la amura, y la embarcación se inclina con garbo sobre su banda de babor, deslizándose limpiamente por el agua del fondeadero.
—¡Larga trinqueta!... ¡Caza!
Otro disparo perdido francés —o tal vez un tiro a propósito, al ver la balandra hacerse a la vela— levanta un pique de agua y espuma por estribor, lejos, mientras los barcos fondeados siguen cañoneando al enemigo en tierra. Con toda la lona necesaria desplegada en torno a su único palo, la
Culebra
navega ahora libremente, de bolina, macheteando poderosa la marejadilla de una mar casi llana gracias al sotavento de la tierra próxima. Abiertas las piernas para compensar la escora, las manos a la espalda, Lobo dirige una última mirada a Tarifa, cuya muralla norte sigue envuelta en humo y fogonazos. No lamenta alejarse de allí. En absoluto.
—A Cádiz —comenta Maraña.
Ha terminado sus tareas en cubierta, de momento, y regresa junto al capitán, el aire hastiado e indiferente, las manos en los bolsillos. Pero a Lobo no le pasa inadvertido el tono de satisfacción de su segundo: coincide con las sonrisas que advierte en algunos tripulantes, incluido el contramaestre Brasero. Quizá puedan quedarse un día o dos en el puerto, y bajar a tierra. Estaría bien, después de tres semanas de mar, con la gente gruñendo en voz baja y sin pisar nada que no se mueva. O tal vez las gestiones de los armadores hayan tenido éxito, y la
Culebra
pueda recuperar su patente de corso, libre al fin de dar tumbos de un lado a otro como mensajera de la Real Armada.
—Sí —comenta Lobo, que piensa en Lolita Palma—. A Cádiz.
El nombre del lugar —calle del Silencio— parece un sarcasmo. Se diría que es la ciudad misma, agazapada en las calles y recodos de su compleja estructura urbana, la que se burla de Rogelio Tizón. Es lo que piensa el comisario mientras, a la luz de un farol, agacha la cabeza sosteniéndose el sombrero cuando pasa por el hueco abierto en el muro del castillo de Guardiamarinas: un viejo edificio de piedra, oscuro y ruinoso, deshabitado hace quince años. Tizón sabe que no se trata de un lugar cualquiera; por aquí pasaba el antiguo meridiano de Cádiz. En otro tiempo, la torre cuadrada que todavía se alza en la parte sur albergó las instalaciones del Observatorio de Marina, y en el cuerpo norte estuvo la academia de alumnos de la Real Armada hasta que observatorio y guardiamarinas fueron trasladados a la isla de León. Convertido luego en cuartel, y tras un intento fallido de instalar allí la nueva cárcel, el castillo fue adquirido por un particular, y abandonado. Su ruina es tal que ni siquiera los emigrados que buscan alojamiento en la ciudad pueden instalarse en él, a causa de los desprendimientos de piedras, los techos derribados y el mal estado de sus vigas carcomidas.
—La encontraron unos críos de la calle del Mesón Nuevo —informa el ayudante Cadalso—. Dos hermanos.
Hasta ahora mismo, Tizón ha deseado que se trate de un error. De una coincidencia casual que no altere el inestable equilibrio de las cosas. Pero a medida que penetra en el antiguo patio de armas y avanza mientras Cadalso le alumbra el camino, solícito, entre los escombros y la basura que cubren el suelo, su esperanza se desvanece. Al fondo del patio, bajo el torreón próximo al rastrillo de la entrada principal, tapiada con piedras y tablones, la llama de un reverbero puesto en el suelo crea en torno un semicírculo de luz. Y dentro de ese semicírculo yace, boca abajo, el cuerpo de una mujer joven con la espalda descubierta y destrozada a latigazos.
—Me cago en Dios y en la puta que lo parió.
La brutal blasfemia sobresalta a Cadalso. Que no es, ni de lejos, un hombre piadoso. Al ayudante no debe de gustarle lo que ve en la cara del comisario. Gracias a la linterna sorda que el esbirro sostiene en alto, Tizón observa que se le demuda el rostro cuando se vuelve a mirarlo.
—¿Quién sabe esto?
—Los niños... Y sus padres, claro.
—¿Quién más?
Señala el ayudante dos bultos oscuros, envueltos en capas, que aguardan en pie cerca del cadáver, en el límite de la otra luz.
—El cabo y un rondín. Los críos los avisaron a ellos.
—Déjales claro que, si alguien cuenta esto, le arranco los ojos y se los meto por el culo... ¿Está claro?
—Clarísimo, señor comisario.
Una pausa breve. Amenazadora. Un leve balanceo del bastón.
—Eso te incluye a ti, Cadalso.
—Descuide.
—No. Yo no me descuido, ni tú tampoco. Por la cuenta que te trae.
Tizón hace un esfuerzo por contenerse, mantener la calma y no ceder a las ráfagas de pánico que lo estremecen por dentro. Se encuentra a cinco pasos del cadáver. El cabo y el rondín se adelantan a saludar. Lo han revisado todo, cuenta el cabo, apoyado en su chuzo. No hay nadie escondido en el edificio, que ellos sepan. Y ningún vecino, excepto los niños, ha visto nada sospechoso. La muchacha es muy joven, cosa de quince años. Creen haberla identificado como una criadita de la posada cercana que llaman de la Academia, pero con esa poca luz y el destrozo no están seguros. Calculan que pudieron matarla poco después del anochecer, pues los críos estuvieron jugando en el patio por la tarde, y no había nada.
—¿A qué volvieron aquí, tan de noche?
—Viven cerca; a cincuenta pasos. Después de cenar se les escapó el perro de casa, y lo andaban buscando. Como acostumbran a jugar por aquí, pensaron que podía haberse metido dentro... Al toparse con el cuerpo, avisaron a su padre, y él a nosotros.
—¿Sabéis quién es el padre?
—Un zapatero de viejo. Se le tiene por hombre honrado.
Tizón los despacha con un movimiento de cabeza. Id a la puerta, añade. Que no pase nadie: ni vecinos, ni curiosos, ni el rey Fernando que asomara. ¿Está claro? Pues venga. Luego respira hondo, reflexiona un momento, mete dos dedos en el bolsillo del chaleco y le entrega media onza de oro a Cadalso, encargándole que vaya a casa del zapatero y se la entregue tras leerle la cartilla. Por la colaboración y las molestias.
—Dile que, si tiene la boca cerrada y no entorpece la investigación, habrá otra media en un par de días.
Rondines y ayudante desaparecen en la oscuridad. Cuando se queda solo, el comisario rodea el cuerpo de la muchacha, manteniéndose fuera del sector de luz del farol puesto en el suelo. Observando, antes de acercarse, cada posibilidad y cada indicio mientras lo incomodan dos sentimientos paralelos: la frustración y el despecho por la delicada situación en que este nuevo cadáver —decir inesperado sería excesivo, admite con retorcida honradez— lo pone frente a sus superiores; y la cólera íntima, feroz, desaforada, que lo estremece con la evidencia del equívoco y del fracaso. La certeza de su derrota frente al aspecto maligno, cruel hasta la obscenidad, de esta ciudad a la que empieza a odiar con toda su alma.
No cabe duda, concluye aproximándose al cadáver. Ha cogido el reverbero por el asa de alambre y lo sostiene en alto, alumbrando de más cerca el espectáculo. Nadie podría imitar aquello aunque se lo propusiera. Las manos atadas delante, bajo el cuerpo, y la mordaza en torno a la boca. La espalda desnuda, surcada por brechas que se entrecruzan en un laberinto de sangre coagulada y huesos de la columna vertebral puestos al descubierto. Y aquel olor característico a carne rota y muerta, a tajo de matarife, que Tizón conoce bien y que nunca, por muchos años que pasen, cree posible borrar de su olfato y su memoria. La chica no lleva zapatos, y el comisario los busca inútilmente, iluminando el suelo sin dar con ellos. Sólo encuentra una mantilla de bayeta tirada cerca del hueco del muro. Seguramente los zapatos quedaron en la calle, allí donde la atraparon antes de arrastrarla aquí. Vendría aturdida por un golpe, quizás, o consciente y debatiéndose hasta el final. La mordaza y las manos atadas pueden significar esto último, aunque tal vez sólo fueran una precaución suplementaria del asesino, por si los latigazos la hacían volver en sí antes de tiempo. Ojalá haya ocurrido de ese modo, con la chica inconsciente todo el rato. Quince años, confirma arrimando más la luz mientras estudia arrodillado el rostro de ojos entreabiertos y vidriosos, absortos en el vacío de la muerte. Azotada sin piedad, como un animal, hasta el fin.
Incorporándose, el comisario levanta el rostro y observa el cielo negro sobre el patio del castillo. Hay zonas oscuras de nubes que tapan la luna y la mayor parte de las estrellas, pero algún astro solitario brilla con un parpadeo helado que parece registrar allá arriba el frío de la noche. Poniéndose un cigarro en la boca, sin encenderlo, Rogelio Tizón permanece un rato inmóvil, la vista fija en lo alto. Después camina alumbrándose con el reverbero hasta el boquete del muro y entrega la luz a los rondines.
—Que alguien busque los zapatos de esa infeliz. No estarán lejos.
Parpadea el cabo, confuso.
—¿Los zapatos, señor comisario?
—Sí, coño. Zapatos. Ni que hablara en chino... Moveos de una vez.
Sale a la calle del Silencio y mira a uno y otro lado antes de ir hacia la derecha. Hay un farol municipal encendido frente al Mesón Nuevo, y su luz amarillenta permite distinguir, al final de la calle de los Blancos, el ruinoso arco de los Guardiamarinas que, apoyado en el muro norte del castillo, comunica con la calle San Juan de Dios. Tizón cruza el arco y se asoma, observando lo poco que puede ver entre las sombras. A lo lejos, a su izquierda, hay otros dos faroles públicos encendidos en la plaza del Ayuntamiento. La brisa húmeda del mar —el Atlántico está a pocos pasos, al extremo opuesto de la calle— le hace calarse más el sombrero y subir el cuello del redingote.
Tras un rato sin moverse, el comisario retrocede bajo la protección del arco, rasca un lucifer en la pared y se dispone a encender el cigarro que mantiene en la boca. De pronto, con la llama protegida en el hueco de la mano y a medio camino, lo piensa mejor y apaga el fósforo. Para lo que busca, si es que de veras existe, necesita el olfato libre de humo y los sentidos alerta. De modo que guarda el cigarro en la petaca y camina despacio por la calle del Silencio, muy atento, con maneras de cazador cauto, acechando sensaciones o sonidos agazapados en las oquedades sombrías de la ciudad, entre el ruido seco de sus pasos. No está seguro de lo que busca. Un vacío, quizás. O un olor. Tal vez un soplo de brisa, o la ausencia súbita de ésta.
Intenta calcular dónde y cuándo caerá la próxima bomba.
Más allá del escalón de mármol blanco con el rótulo
Café del Correo
embutido en letras negras y la puerta abierta de par en par, a un lado de los dos arcos que dan paso al patio interior rodeado de columnas, el comisario Tizón y el profesor Barrull acaban de rematar la segunda partida de ajedrez. Sobre los escaques se apaga lentamente el rumor de las armas: todavía hay un rey en la primera casilla de alfil —el policía jugaba con blancas—, acogotado sin piedad por un caballo y una dama. Unas casillas más lejos, dos peones se miran a los ojos, bloqueándose mutuamente el paso. Tizón lame sus heridas, pero la conversación va por otro sitio. Sobre otro tablero.
—Cayó allí, profesor. Cinco horas después. En la esquina de la calle del Silencio, justo frente al arco de los Guardiamarinas... A treinta pasos en línea recta del patio del castillo, donde había aparecido la muchacha.
Hipólito Barrull escucha atento, limpiándose los lentes con el pañuelo. Están en la mesa acostumbrada, Tizón con el respaldo de la silla apoyado en la pared y las piernas estiradas bajo la mesa. Los dos tienen pocillos de café y vasos de agua entre las piezas comidas.
—Ésa sí cayó —añade el comisario—. Y la de la capilla de la Divina Pastora. Pero la anterior, no. En la calle del Laurel murió una muchacha, y sin embargo ninguna bomba llegó hasta allí, ni antes ni después. Eso lo altera en parte. Lo desbarata.
—No veo por qué —objeta el profesor—. Quizá sólo indica que también el asesino está sujeto a error... Que ni siquiera su método, o como lo llamemos, es perfecto.
—Los lugares, sin embargo...
Se interrumpe Tizón, inseguro. El otro lo mira con atención.
—Hay lugares —añade el policía tras un titubeo—. Lo he notado. Sitios donde las condiciones son otras.
Asiente pensativo Barrull. Tras la matanza del tablero, su rostro equino recobra la expresión cortés. Ya no parece el adversario despiadado que hace cinco minutos zahería a Tizón con groserías e invectivas terribles —malditos sean sus ojos, comisario, le arrancaré el hígado, etcétera— mientras movía piezas con saña homicida.
—Ya veo —dice—. Y no es la primera vez que me lo cuenta... ¿Cuánto tiempo lleva con esa idea en la cabeza?... ¿Semanas?
—Meses. Y cada vez me convenzo más.
Mueve el otro la cabeza, agitando su abundante pelo gris. Después se ajusta los lentes con cuidado.
—Puede pasar como con
Ayante
—sugiere—. O con el espía al que detuvo... Usted se obsesiona, y eso nubla el juicio. Falsos indicios llevan a conclusiones equivocadas. No es científico... Novelesco, más bien. Tal vez resulte en exceso imaginativo para ser un buen policía.
—Demasiado tarde para cambiar de oficio.
Una sonrisa de Barrull, sesgada y cómplice, acoge el comentario. Después, el profesor señala el tablero. Hay una parte suya que conozco, dice. La despliega aquí. Y dudo que la palabra imaginativo sea la que encaja. Más bien al contrario. Tiene buenas intuiciones jugando al ajedrez. Sabe ver cosas. Realmente no es novelesco, sentado ahí enfrente. No de esos adversarios que se engolfan en jugadas bonitas y estúpidas, poniéndoselo fácil al otro.