El asedio (55 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El asedio
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—A lo mejor alguien la busca. Anota lo que puedas y haz que se encarguen de averiguarlo.

—Sí, señor. Ahora mismo.

Rogelio Tizón aparta la espalda de la pared, y sorteando escombros recorre el callejón hasta salir a la calle del Pasquín. La lluvia sigue cayendo, mansa en esta parte de la ciudad, cuya disposición callejera, perpendiculares opuestas a líneas rectas en cada trecho, corta el viento con eficacia. Balanceando el bastón, el policía observa los edificios contiguos, el daño causado por la bomba, la puerta estrecha que, al fondo del callejón, comunica con la iglesia cuya fachada se abre a la calle de Capuchinos. Es evidente que la mujer murió antes de que cayese la bomba. Este nuevo crimen también se adelantó al impacto, como en una de las dos ocasiones anteriores: la calle del Viento. En la del Laurel, sin embargo, no cayó ninguna bomba antes ni después, y eso aumenta la confusión del comisario. Todo esto traerá nuevas complicaciones, concluye al pensar, con desasosiego, en el intendente general y el gobernador. En lo que podrá contarles y en lo que no. Pero eso ha de esperar. Lo que ahora ocupa su atención es la búsqueda de algo cuya naturaleza exacta ignora, pero que sin duda está ahí, en el aire o en el paisaje urbano próximo. Una sensación semejante a la que advirtió en los otros lugares: el vacío casi absoluto intuido de un modo fugaz, como si en algún sitio determinado una campana de cristal extrajese el aire, o éste adquiriese una cualidad inmóvil y siniestra. Un punto de ausencia, desprovisto de movimiento y sonido, que se cree capaz de reconocer.

Nada de eso percibe esta vez. Tizón va sin éxito de un lado para otro, paso a paso, husmeando obstinado como un perro de caza. Mirando cada detalle de cuanto lo rodea. Pero la lluvia y la humedad lo llenan todo. De pronto cae en la cuenta de que ayer por la tarde o por la noche, cuando debió de morir la muchacha, aún no llovía. Quizá se trate de eso, decide. Tal vez sea necesaria una condición determinada en el aire, o la temperatura. O vaya Dios a saber. Puede que él mismo, admitiendo absurdos lances de su imaginación, se esté volviendo loco. Listo para acabar en el pabellón del hospicio de la Caleta.

Con tan inquietantes pensamientos en la cabeza, el comisario ha rodeado la manzana de casas hacia la izquierda, llegando ante el pórtico de piedra pintada de blanco de la Divina Pastora, donde hay una hornacina con una Virgen sentada que acaricia el cuello de un cordero. La puerta de la capilla está abierta, y el policía se asoma por ella, sin descubrirse, echando un vistazo al interior; a cuyo extremo, bajo los dorados apenas visibles del retablo mayor que domina el pequeño recinto en forma de cruz griega, brilla una lamparilla solitaria. Una sombra enlutada, que estaba arrodillada ante el altar, se levanta, toma agua bendita de una pila, se santigua y pasa junto al policía, que se hace a un lado. Es una anciana con mantón negro y rosario. Cuando Tizón sale a la calle, la mujer se aleja entre la lluvia, hacia la explanada de Capuchinos. El policía la sigue con la mirada hasta perderla de vista. Luego, resguardado en el portal, enciende un cigarro y fuma con parsimonia, observando las volutas de humo que se deshacen despacio en el aire húmedo. Quisiera no sentir remordimiento ni inquietud alguna por la escena que acaba de dejar atrás, entre los escombros del callejón. Una mujer muerta, o seis, o cincuenta, no cambian nada: el mundo gira igual hacia el abismo. Al fin y al cabo, todo debe llevar su tiempo en el orden suicida de las cosas, piensa. En la vida y en la muerte que es su consecuencia. Además, cada circunstancia observada posee su paso propio. Su ritmo particular. Toda pregunta debe dar una oportunidad razonable a su respuesta. Él no es culpable de los acontecimientos, se dice dejando salir otra bocanada de humo. Sólo su testigo. Espera recordar eso con parecida convicción esta noche, en el salón vacío de su casa. Con la mirada silenciosa de su mujer clavada en él, junto al piano cerrado. Retóricas aparte, ayer la muchacha del callejón todavía estaba viva.

—Mierda de Dios —blasfema en voz alta, ceñudo y oscuro.

Ha sacado el reloj del bolsillo del chaleco y consulta las manecillas. Después deja caer el chicote del cigarro al suelo y lo aplasta con la suela húmeda de la bota.

Ya va siendo hora, concluye fríamente, de hacer una visita.

La lluvia repiquetea arriba, en el suelo de la terraza y en la cubierta de tablas del palomar vacío. Junto a la puerta vidriera, cuyos colores no alegra hoy la luz incierta y gris del exterior, Gregorio Fumagal, vestido con bonete de lana y bata, quema los últimos papeles en la estufa. No se trata de un trabajo excesivo, ni urgente. Pocos son los documentos comprometedores que conserva: libretas de notas con lugares de caída de bombas y coordenadas geográficas, cálculos de distancias, fechas y anotaciones diversas. Todo arde hoja a hoja, a medida que el taxidermista abre el portillo de hierro y mete dentro, sobre las brasas y las llamas, papeles sueltos y páginas que arranca después de un breve vistazo. Antes ha quemado también, desencuadernados de sus tapas de apariencia inocente y hechos pedazos, algunos libros prohibidos de filósofos franceses. Son viejos compañeros de pensamiento y vida, que hoy ha visto arder sin lamentarlo demasiado. Nada de eso debe quedar allí.

No es un estúpido despistado, ni está ciego. La aparición de gente inhabitual en los alrededores, siguiendo con discreción sus pasos cada vez que sale a la calle, no le pasa inadvertida. Cada noche, antes de acostarse, desde la ventana de su dormitorio —la única que da directamente a la calle—, puede confirmar la presencia puntual de una silueta inmóvil disimulada en las sombras bajo su casa, en la esquina de la calle de las Escuelas con la de San Juan. Y caminando por la ciudad, deteniéndose con aire casual ante una tienda o una taberna, ha podido comprobar, con una mirada de soslayo, próximas e inquietantes compañías: hombres taciturnos con ropas civiles y semblantes poco tranquilizadores. Todo eso lo sitúa en trance de no hacerse ilusiones sobre el futuro. En realidad, cuando analiza con detenimiento la situación, lo que ha hecho y lo que le pueden hacer a él, le sorprende seguir libre.

Todo cuanto contenía la estufa se ha convertido en brasas y cenizas. Sólo queda el plano de la ciudad, la pieza maestra. La clave de todo. Fumagal observa, melancólico, el doble pliego de papel, sobado por el uso, donde líneas y curvas trazadas a lápiz se extienden desde la parte oriental como una compleja red cónica sobre el trazado urbano de Cádiz. Es el fruto de un año de trabajo arriesgado y minucioso, día a día. De interminables caminatas, cálculos y observaciones clandestinas que le dan un extraordinario valor científico. Todo está anotado allí, o tiene su referencia adecuada: determinación geográfica, ángulos de incidencia, fuerza y dirección del viento reinante en casi todos los impactos, radios de acción, zonas de incertidumbre. La importancia militar de ese plano para quienes asedian Cádiz es incalculable. Ésa es la razón de que, pese al riesgo de los últimos tiempos, Fumagal lo haya conservado hasta hoy, con la esperanza de que tarde o temprano se restableciese el contacto con el otro lado de la bahía, interrumpido desde la marcha del Mulato. Pero nada ocurre, y el peligro aumenta. Las últimas palomas volaron hacia el Trocadero con mensajes en los que se daba cuenta de la crítica situación, sin otra respuesta que el silencio. El paso de los días no hace sino confirmar al taxidermista que lo han abandonado a su suerte. Una suerte, ésa, que en esta azarosa etapa de su vida —pasa los días como un sueño extraño por el que camina incierto, a la manera de un sonámbulo— ha estado forzando deliberadamente, en todos los sentidos. Pero hay aspectos inevitables en las cosas. Situaciones que nadie puede rechazar o elegir. O no del todo.

Rasga el plano de Cádiz en cuatro pedazos y, haciendo con el papel cuatro bolas, las introduce en la estufa. Allá va todo, piensa. Cenizas de una vida y una visión del mundo. La geometría de un sistema de orden universal, frío e implacable, llevado a las últimas y necesarias consecuencias, pero inacabado en su conjunto. En su feroz objetivo final. Esa palabra,
final,
lo lleva a pensar en el pequeño frasco oscuro, de tapón de cristal sellado con lacre, que aguarda en uno de los cajones de la mesa de despacho: una solución de opio concentrado que constituye su atajo, tranquilo y dulce, en previsión de lo peor, a la libertad y la indiferencia. El resplandor de las llamas, al hacerse más intenso, ilumina el rostro abatido de Gregorio Fumagal; y, a su espalda, los cristales de las vitrinas y las perchas puestas en la pared, allí donde los animales disecados miran al vacío con ojos inmóviles. Testigos del fracaso de quien los rescató de la podredumbre, el polvo y el olvido. Esta vez no hay nada sobre la mesa de mármol. Hace tiempo que el taxidermista no se siente con ánimo. Carece de la concentración necesaria para manejar con precisión el bisturí, el alambre y la estopa. Le falta serenidad. Y por primera vez en cuanto recuerda de su vida, también decisión. Quizá
valor
sea otra palabra que no se atreve a formular del todo. El palomar vacío ha minado demasiados cimientos en las últimas semanas. Demasiadas certezas. Cuando se encara con lo que ahora es, urgiéndose a afrontar el futuro inmediato y el resto de su vida —si es que realmente uno y otro llegan a prolongarse algo más de unas cuantas horas—, Fumagal no logra sobreponerse a su propia indiferencia. Ni siquiera quemar papeles y libros comprometedores es un acto que estimara necesario. Sólo se trata de algo lógico, consecuencia de hechos anteriores. Un reflejo casi automático de lealtad, o de consecuencia, dirigido al otro lado de la bahía, o quizá —lo que es más probable— a sí mismo.

Llaman a la puerta. Un solo campanillazo breve. Fumagal cierra el portillo de la estufa, se pone en pie y acude al vestíbulo. Allí descorre la mirilla enrejada de latón. En el descansillo hay un hombre a quien no conoce, con sombrero de hule y carrick encerado que gotea agua de lluvia. Su nariz es fuerte y aguileña, casi rapaz, enmarcada por dos espesas patillas que se unen al bigote. En las manos tiene un bastón de apariencia pesada, con amenazador puño de bronce.

—¿Gregorio Fumagal?... Soy comisario de policía... ¿Puede abrir la puerta?

Claro que puedo, decide silencioso el taxidermista. Lo opuesto resultaría inútil, a esas alturas. Y grotesco. Sólo está ocurriendo lo que tarde o temprano debía ocurrir. Asombrado de su calma, descorre el cerrojo. Mientras abre la puerta, piensa otra vez en el frasquito de cristal guardado en el cajón de la mesa de despacho. Quizá dentro de poco sea demasiado tarde para recurrir a él; pero una invencible sensación de curiosidad se sobrepone a cualquier otra idea. Singular término, ése. Curiosidad. Aunque puede tratarse sólo de una justificación. Una excusa cobarde para seguir respirando —observando, para ser exacto— un poco más.

—¿Me permite? —dice el otro.

Después entra en la casa, sin esperar respuesta. Cuando el taxidermista se dispone a cerrar la puerta, el otro hace un movimiento con el bastón, bloqueándola, para que la deje abierta. Antes de seguirlo al interior, Fumagal observa que escalera abajo, en el descansillo inmediato, aguardan otros dos hombres vestidos con sombreros redondos y capotes oscuros.

—¿Qué quiere de mí?

El policía, que no se ha quitado el sombrero ni abierto el gabán inglés, está de pie en el centro del gabinete, junto a la mesa de mármol, balanceando el bastón mientras dirige una mirada en torno. Más que inspeccionar un lugar desconocido, se diría que comprueba si todo sigue como estaba. Por un momento se pregunta Fumagal cuándo habrá estado antes allí ese individuo. Y cómo se las arregló para no dejar huellas de su visita.


Postrado entre los rebaños muertos, está sentado inmóvil. Está claro que algo siniestro maquina...

Fumagal parpadea, perplejo. El policía ha dicho esas palabras cuando todavía miraba alrededor, antes de volverse hacia él. En tono dramático, como si recitara. Y sin duda es una cita, pero el taxidermista no alcanza a saber de qué se trata.

—¿Perdón?

Lo mira el otro con intensa fijeza. Hay algo inquietante en los ojos, más allá de su actitud policial. Un brillo acerado, de odio a un tiempo inmenso y contenido.

—¿No sabe de qué estoy hablando?... Vaya por Dios.

Da unos pasos por el gabinete, pasando el pesado pomo de bronce sobre el mármol de la mesa de disecar. Un ruido chirriante, prolongado, prometedor.

—Probaremos suerte otra vez —dice tras un corto silencio.

Se ha parado delante del taxidermista, mirándolo de ese modo. Más personal que oficial.


Un hombre que tras maquinar la destrucción para todo un ejército, salió amparado en las tinieblas de la noche a sembrar la muerte con su espada...

Lo dice con el mismo tono recitativo, y en los ojos la misma hostilidad.

—¿Eso le suena más?

Fumagal sigue estupefacto. No es esto lo que lleva esperando desde hace días.

—No sé de qué me habla.

—Ya veo. Dígame una cosa... ¿Leyó
Ayante
alguna vez?

Le sostiene la mirada Fumagal, aún confuso. Intentando situarse.

—¿Ayante?

—Sí. Ya sabe. Sófocles.

—No, que yo recuerde.

Ahora es el policía quien parpadea. Un instante nada más. Durante ese cortísimo espacio de tiempo, el taxidermista concibe la esperanza de que todo se trate de un equívoco. De que el objeto de aquello no sea él, sino otro. Un error policial, judicial. Una queja de vecinos. Lo que sea. Pero lo que escucha a continuación destruye esa esperanza.

—Voy a contarle algo, camarada —el policía se ha inclinado sobre la estufa, abre el portillo, echa un vistazo y vuelve a cerrarlo—. El jueves pasado, a las seis de la mañana, cumpliéndose la sentencia de un consejo de guerra sumarísimo, le dieron garrote al Mulato en los fosos del castillo de San Sebastián... Usted no ha leído nada en los periódicos, claro. El asunto era delicado y se llevó a puerta cerrada, como suele hacerse en estos casos.

Mientras habla se dirige a la puerta de la terraza, que abre para mirar la escalera. Luego la cierra cuidadosamente, da unos pasos por el gabinete y se detiene frente al mono disecado expuesto en una de las vitrinas.

—Yo estaba allí, madrugando —prosigue—. Éramos tres o cuatro. El Mulato se dejó encorbatar con bastante calma, dicho sea de paso. Los contrabandistas suelen ser gente cruda. Él lo era, desde luego. Pero todo tiene sus límites.

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