El arca (30 page)

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Authors: Boyd Morrison

Tags: #Intriga, arqueología.

BOOK: El arca
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ALBA DEL GÉNESIS

 

Capítulo 34

A través de la puerta abierta del balcón de su suite en el
Alba del Génesis,
Tyler oyó el leve ruido del motor de una lancha de carreras que franqueaba velozmente la terminal de cruceros de Dodge Island. En la distancia se dibujaban los rascacielos de Miami, iluminados tras la puesta de sol. Consultó la hora en el reloj. Eran las siete y media de la tarde. Hacía media hora del inicio de la fiesta. No tenía sentido llegar temprano si uno quería dar cierta impresión.

Vestido con esmoquin, se miró en el espejo del salón de la suite. No estaba mal para ser un ingeniero desaliñado que había estado a punto de acabar hecho papilla por una montaña de ladrillo no hacía ni dos días. Alguien había recuperado su pistola automática Glock, que se le había caído durante la persecución del Liebherr. Estaba algo maltrecha, pero la limpió bien y la dejó lista para funcionar. Puesto que en Florida estaba permitido llevar armas ocultas, alquiló la chaqueta del esmoquin una talla mayor para llevar la pistola sin que se notase el bulto. Después de la persecución en Phoenix, tenía la sensación de que volvería a necesitarla, y lo mismo le sucedía con la multiusos Leatherman, que guardaba siempre en una funda atada al cinturón.

En cuanto oyó mencionar el nombre de Sebastian Ulric, Tyler comprendió que su antiguo cliente estaba involucrado en todo lo sucedido. No tenía la menor duda de ello, pero el problema era demostrarlo. El ingeniero se había pasado las últimas veinticuatro horas preguntándose cómo obtendría las pruebas necesarias, pero no había llegado a ninguna conclusión. Era un cúmulo de coincidencias que habían derivado en otros tantos presentimientos. Nadie pondría en duda la palabra de uno de los hombres más ricos del país, por mucho que fuese el líder de una siniestra organización religiosa.

Tyler sabía que en Ulric la combinación de riqueza y santurronería hacían de él un peligroso enemigo. Como el FBI se encargaba de registrar el barco y el equipaje, el ingeniero optó por tomar un camino distinto. Si sorprendía a Ulric en la fiesta, quizá lograse desconcertarlo, empujarlo a cometer un error o, al menos, a posponer lo que fuera que estuviese planeando hacer a bordo del
Alba del Génesis.

Por un instante, después de tomar la decisión de viajar a Miami, Tyler había considerado no involucrar a Dilara. Pensar en ambos en un barco con una virulenta arma biológica de por medio no constituía una perspectiva halagüeña. Pero cuando la vio con el guardapelo y comprendió lo importante que era para ella averiguar quién era el responsable de la muerte de su padre, supo que sería imposible evitar que lo acompañara. La arqueóloga necesitaba llegar al fondo de ese asunto más incluso que él.

—¿Cómo va todo? —preguntó Tyler a través de la puerta del dormitorio.

—Ya casi estoy —respondió ella—. La cremallera se me resiste un poco porque el vestido me viene algo justo.

—¿Quieres que te ayude?

—Te avisaré si lo necesito.

Al cabo de un momento, Dilara abrió la puerta. Boquiabierto, Tyler contuvo el aliento.

Habían abandonado el recinto del CIC para visitar una tienda de ropa de la zona alta de Phoenix, donde Dilara escogió un vestido sencillo de color negro y zapatos de tacón alto a juego. El ingeniero no la vio cuando se probó el conjunto, así que al salir del dormitorio la sorpresa fue total. Hasta ese momento, la había visto con ropa informal, con el cabello recogido en un moño, cuando no en una coleta, y sin maquillar.

Parecía otra persona. El pelo negro le caía sobre los hombros y hacía juego con la negrura total del vestido, ceñido al torso esbelto antes de precipitarse hacia el suelo. El escote del vestido, en el que relucía el guardapelo que le había regalado su padre, formaba una uve. El suave maquillaje le resaltaba los pómulos y los ojos castaños color chocolate.

Dilara hizo una leve reverencia.

—¿Qué te parece?

—Estás despampanante —respondió Tyler una vez superado con dificultad el asombro.

Ella sonrió, halagada por el cumplido y algo incómoda a partes iguales.

—Con el trabajo que tengo no suelen presentárseme muchas oportunidades de vestirme de largo.

—Hoy mostremos al mundo lo que se ha perdido —dijo él, ofreciéndole el brazo—. ¿Vamos?

Con los tacones era casi tan alta como Tyler. Tomó su brazo y miró a los ojos de su pareja, traspasándolo con la mirada.

—Debo admitir que nunca pensé que conocería a un ingeniero al que le sentara tan bien un esmoquin.

—Tal vez debería ponérmelo más a menudo.

—Creo que sí —replicó ella antes de adoptar un tono más práctico para añadir—: Y ahora veamos si podemos obtener algunas respuestas.

Salieron de la cabina a un vestíbulo que daba a la parte central del
Alba del Génesis.
La zona en la que estaban tenía la extensión de dos campos de fútbol con nueve cubiertas. Las siete superiores albergaban los camarotes alineados en balconadas, mientras que las dos cubiertas inferiores estaban a rebosar de tiendas, restaurantes y bares. En un extremo, tres ascensores de cristal llevaban a los pasajeros que no querían subir andando por la rampa espiral que recorría las cubiertas. El último tramo alcanzaba una anchura de quince metros y desembocaba en la espléndida sala de baile donde se celebraría la fiesta. Miles de invitados se apretujaban en la parte central, mientras los camareros con chaqueta blanca llevaban bandejas con champán y entremeses.

Tyler no perdió el tiempo y buscó a Ulric con la mirada.

—¿Lo ves? —preguntó Dilara mientras recorrían el vestíbulo en dirección al ascensor.

—Aún no —respondió él—. Hay tanta gente que quizá tarde un rato en localizarlo.

Pero entonces Tyler reparó en un hombre de pelo rubio que charlaba animadamente con un grupo de parejas muy atentas a todo lo que él decía. Reconoció la forma en que movía los brazos de los días que pasó en Hawái, cuando Ulric le habló insistentemente del pecado y el justo castigo. El tipo volvió un momento el rostro y Tyler pudo verlo con claridad. Era un hombre atractivo, con facciones no tan suaves como las recordaba, y con el pelo tan bien cortado como su esmoquin de cinco mil dólares.

Era Sebastian Ulric. Iba acompañado por una joven delgada.

—Ése de ahí es él —dijo Tyler, señalándolo con una inclinación de cabeza.

Había contado a Dilara parte de su historia con Ulric durante el viaje desde Phoenix.

—¿Ése es el hombre que asesinó a mi padre?

—No sé si fue él, pero apostaría una fortuna a que es quien está detrás de todo esto. Y desde luego es capaz de matar.

—Parece un hombre encantador. Cuesta creer que sea un asesino de masas.

—Tenemos que ser muy cuidadosos con él, Dilara. Es un hombre peligroso. Puede que sea un sociópata, pero es muy inteligente. Si queremos sacar algo en claro de esto, tenemos que jugar bien nuestras cartas. Tú sígueme la corriente.

La llevó al ascensor. Cuando llegaron a la planta principal, una de las joviales directoras de la fiesta los acompañó al salón.

—¿Quieren comprar más billetes para el sorteo? —preguntó—. En calidad de invitados, participan ya en el sorteo de los extraordinarios premios que ven ahí. —Señaló una plataforma que se alzaba en mitad del piso, atestada con diversos objetos relucientes: un Mustang rojo descapotable, dos motocicletas Suzuki, una roja y la otra blanca, televisores de plasma, ordenadores y una miríada de aparatos electrónicos. Las llaves del coche y las motocicletas colgaban de un llavero que hacía juego con el color del coche y estaban expuestas en una caja cerrada de cristal junto al material electrónico.

—Si compran más billetes, aumentarán la posibilidad de que les hagamos entrega de esas llaves al finalizar el viaje —sugirió la directora.

—No, gracias —dijo Tyler, que tomó un par de copas de champán de la bandeja de un camarero que pasaba por su lado. Tardaron varios minutos en abrirse paso a través del gentío hasta situarse a la espalda de Ulric. Él sintió que Dilara le apretaba más fuerte el brazo.

—Creo haber visto antes a esa mujer —le susurró al oído.

—¿La que acompaña a Ulric?

—Sí.

—¿Dónde?

—En el aeropuerto de Los Ángeles. Es la ejecutiva que tropezó con su bolso.

—¿La que envenenó a Sam Watson?

Ella asintió.

—Llevaba un peinado distinto, y es verdad que sólo pude verla un momento, así que no estoy totalmente segura. Pero al verla de perfil he recordado de inmediato a esa mujer.

—¿Recordarías su voz?

—Es posible. La mujer del aeropuerto de Los Ángeles tenía un acento marcado.

—Ya me dirás si la reconoces.

Tyler se acercó a la pareja para poder escuchar de qué hablaban. Ulric acababa de terminar su discurso, cuando uno de los reunidos en torno a él formuló una pregunta:

—Entiendo a qué se refiere —dijo el hombre, que era corpulento—, pero ¿cree importante equilibrar las perspectivas de negocio con la protección del medio ambiente?

—¿Qué otro equilibrio sería viable? —preguntó a su vez Ulric. Hablaba con un tono grave que probablemente a los demás les sonaba majestuoso, pero que Tyler consideró de una escalofriante monotonía—. El ser humano es el animal más destructivo que ha vivido en la superficie terrestre, capaz de empujar a la extinción a más especies que cualquier otro animal en la historia del planeta. Admito que muchos individuos se preocupan profundamente por lo que le estamos haciendo al mundo, pero en conjunto… En fin, no creo que cese la devastación hasta que suceda algo drástico.

—¿Algo drástico? ¿Se refiere al calentamiento global?

—Me temo que el cambio climático no supone más que un síntoma de nuestros esfuerzos por borrar de la faz de la tierra a las demás especies, sea o no intencionado. Quizá volquemos en él nuestra atención, pero será algo temporal. Luego volveremos a dedicarnos a erradicar todo lo que no esté a salvo tras los barrotes de una jaula del zoo. No, supongo que tendría que tratarse de algo más extremo.

—«Y miró Dios la tierra, y he aquí que estaba corrompida; porque toda carne había corrompido su camino en la tierra.» —Tyler se había tomado su tiempo en el vuelo a Miami para releer el relato bíblico de Noé.

Ulric se volvió para ver quién se había entrometido en su conversación. El ingeniero se aseguró de mirarlo a los ojos y sostenerle la mirada. Por una fracción de segundo, vio que una mezcla de miedo y sorpresa le crispaba el rostro. Entonces, como el consumado actor que era, el multimillonario recuperó de inmediato la compostura. Adoptó una expresión neutra, antes de esbozar una generosa sonrisa.

—Tyler Locke —dijo—. No lo tenía por un conocedor de la Biblia.

No le tendió la mano. Tampoco Tyler lo hizo.

—Soy un mero aficionado —replicó el aludido—. Me sorprende que un multimillonario que puede permitirse una flota propia se rebaje a acompañarnos a nosotros, pobres mortales.

El resto de los pasajeros observó con interés la conversación entre ambos.

—Soy uno de los principales accionistas de esta naviera —precisó Ulric—, y me pareció adecuado mostrar mi apoyo en esta ocasión histórica.

—¿A qué ocasión se refiere?

Ulric hizo una pausa y esbozó si cabe una sonrisa más amplia, como si comprendiera el significado que encerraban las palabras de Tyler.

—Pues a la travesía inaugural del mayor buque de pasajeros del mundo, por supuesto. Le presento a Svetlana Petrova. ¿Quién es su encantadora acompañante? —Ulric posó la vista en el guardapelo de Dilara. Sabía perfectamente quién era.

—Dilara Kenner —se presentó ella, sin apartar la penetrante mirada de Petrova—. ¿Es usted rusa?

—Crecí en las afueras de Moscú —respondió Petrova con un acento muy leve—. Me trasladé a este país a los trece años.

Dilara asintió. Crispó la mano con que se cogía del brazo de Tyler para darle a entender que era la mujer que había envenenado a Sam Watson.

—¿Han venido por negocios o placer? —preguntó Ulric.

—Un poco por ambas cosas —respondió Tyler—. La naviera me pidió consejo en unos planos de ingeniería de su próximo buque, y me ofrecieron un camarote en éste como parte del trato. Y me dije: ¿por qué no?

—¿Realizarán todo el crucero?

—Sólo hasta Nueva York. Cuarenta días es mucho tiempo en barco para mí. ¿Usted qué me dice? ¿Qué tiene planeado para los próximos cuarenta días?

—Ah, pasaré la noche a bordo, pero después me temo que debo marcharme. Tengo una agenda muy apretada.

—¿Qué le pareció lo del accidente de avión de Rex Hayden? Tengo entendido que su hermano formaba parte de su Iglesia.

—Es una tragedia que ambos hayan muerto tan jóvenes. Hasta el momento, los medios de comunicación se han mostrado algo crípticos respecto a las causas del accidente aéreo.

—De hecho, tomo parte en la investigación.

Un brillo de maldad cruzó fugaz por los ojos de Ulric.

—¿De veras? ¿A qué conclusiones han llegado?

—No puedo hablar al respecto. Compréndalo, aún está en marcha la investigación.

—Por supuesto. Sé que ustedes los ingenieros son rigurosos con los procesos. ¿A qué se dedica usted, señorita Kenner?

—Soy arqueóloga. Fue mi padre quien hizo que me interesara por la profesión. Hasad Arvadi. Tal vez haya oído hablar de él.

—De hecho, sí, en efecto. Soy una especie de entendido de todo lo relacionado con el arca de Noé, y en más de una ocasión he tenido oportunidad de consultar la obra de su padre. Ideas muy interesantes, pero algo desencaminadas. Entiendo que lleva un tiempo desaparecido. Es una lástima —comentó en tono compungido.

Ulric se lo estaba pasando en grande provocándolos. Tyler comprendió que Dilara estaba a punto de morder el anzuelo, razón por la que decidió recuperar la batuta.

—Así que cuando usted mencionó algo «drástico» se refería al diluvio —dijo—. Algo capaz de barrer a la humanidad de la faz de la tierra y hacer tabla rasa.

—Si Dios se inclinara por esa opción, ésa sería, desde luego, decisión suya —admitió Ulric.

—Pero usted es consciente del acuerdo al que llegó con Noé. Dios dijo que nunca volvería a enviar aguas de diluvio que destruyeran toda carne. La Biblia se muestra muy específica al respecto.

—Sí, en efecto. Pero Dios podría escoger erradicar únicamente a la raza humana, o al menos a buena parte de ella, por medio de una guerra nuclear, un asteroide apartado de su rumbo o cualquier otro medio a su alcance. Según su punto de vista, tan terrible final sería necesario para restaurar todo el daño que nosotros hemos causado al planeta.

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