La puerta del Centro de Ingeniería y Control, situada al norte de las afueras de Phoenix, parecía construida para soportar el embate de un tanque. Una caseta de cemento se alzaba entre dos enormes rejas de acero que se desplazaban sobre un raíl para permitir la entrada y salida de los vehículos. Una verja de tres metros de altura, rematada con alambre de espino, se extendía a ambos lados de la puerta y rodeaba todo el complejo. Dan Cutter no había visto nunca semejantes medidas de seguridad, a excepción de las que había en las plantas nucleares. Pero no tenía que abrirse paso a través de obstáculos tan formidables, puesto que iban a dejarlo entrar.
Frenó al llegar a la altura de la garita y bajó la ventanilla, permitiendo la entrada del calor abrasador que incluso a las nueve de la mañana derretía el asfalto. El hombre sentado en el asiento del pasajero, Bert Simkins, se había quitado las gafas de sol para qué pudieran identificarlo en la foto de la documentación falsa.
—Identificaciones, por favor —dijo el guardia. Sólo iba armado con una Glock de nueve milímetros en una cartuchera de cadera, pero Cutter sabía que en la garita había armas automáticas.
Sonrió al tender al vigilante los documentos de identidad que se habían procurado el día anterior. En el CIC se esperaba la llegada de los dos investigadores de la Junta Nacional de Seguridad del Transporte a quienes suplantaban, a pesar de lo cual llegaban con cierto adelanto.
El guardia repasó con atención ambos documentos de identidad y comparó los datos con su lista de entradas. Consciente de que eso sucedería, Cutter se había tomado la molestia de apropiarse de las identificaciones de dos personas que tenían permiso para acceder al complejo. En cuanto el guardia hubo comprobado los nombres en la lista, los miró a ambos. Ese tipo no era cualquier guardia de seguridad, sino que estaba bien entrenado. A pesar de lo impresionado que se sintió Cutter, nadie sería capaz de detectar que aquellos documentos de identidad eran falsos.
Satisfecho, el guardia les devolvió la documentación y la puerta se abrió ante el vehículo.
—Tercer hangar. Aparquen en la parte sur.
Cutter siguió el camino hasta un túnel que discurría bajo los once kilómetros de pista oval. La pista era tan larga que pasaba alrededor de todos los edificios e instalaciones de pruebas, incluida la pista de aterrizaje y los hangares de los aviones. El túnel, de nueve metros de altura, fue construido de tal manera que pudieran acceder a las instalaciones los vehículos que transportaran material sin interrumpir las posibles pruebas que pudieran estar en marcha.
Salieron del túnel ante tres imponentes edificios, cada uno de ellos con múltiples puertas de acceso al garaje. Cutter había estudiado atentamente los planos del CIC, gracias a la propia página web de Gordian. Aquéllos eran los laboratorios de comprobación. Disponían de salas para realizar las pruebas de impacto y someter a los vehículos a condiciones atmosféricas extremas, así como instalaciones de caída invertida. A su lado estaba la pista exterior de pruebas de impacto, las pistas de conducción en seco y en mojado y cuarenta hectáreas de pista para evaluación de vehículos todoterreno, rampas de distinta pendiente y obstáculos.
En la distancia, Cutter distinguió apenas el deportivo rojo que circulaba por la pista a ciento sesenta kilómetros por hora. Frente al edificio destinado a las pruebas de vehículos, los operarios charlaban junto al mayor camión de carga que había visto en su vida. En el lateral del camión figuraba escrita la palabra «Liebherr».
Cutter siguió conduciendo por el camino hasta que ciento cincuenta metros más allá se acercó a una hilera formada por cinco hangares que parecían lo bastante espaciosos para albergar un 747. Aparcó en el tercero, justo cuando un camión de dieciocho ruedas pasaba por su lado, seguido por otro vehículo equipado con grúa. Este último iba cargado con un maltrecho motor de avión. Debían de transportar los restos del lugar del accidente aéreo. Esos tipos trabajaban deprisa, lo que redundaría en beneficio de Cutter. La presión mediática generada de resultas del accidente del actor había sido la mayor registrada tras la muerte de la princesa Diana. Rex Hayden no sólo era una estrella muy importante, sino que también había sabido invertir su dinero en negocios que lo habían llevado a valorar su fortuna en mil millones de dólares. Eso lo convirtió en un enemigo formidable de la Iglesia de las Sagradas Aguas. Cutter disfrutó pensando en la agonía sufrida por el actor en el momento de su muerte.
Los camiones doblaron la esquina y se perdieron de vista.
Docenas de vehículos de aspecto oficial aparcaban en fila junto al edificio, lo que suponía que Cutter y Simkins pasarían desapercibidos entre operarios y visitantes.
Salieron del coche y se dirigieron hacia la puerta guardada por dos hombres con uniforme de policía. En la camisa lucían el escudo del departamento del
sheriff
de Maricopa County. Ambos llevaban colgado del hombro un fusil automático AR-15.
El único aspecto de la misión que no era del gusto de Cutter era el hecho de tener que haberse separado del arma. Si se reparaba en que los investigadores de la Junta de Seguridad del Transporte iban armados con pistola, daría pie a preguntas. Con ese calor estaba fuera de lugar llevar puesto el abrigo, por no mencionar que una americana ligera revelaría la presencia de un arma. Por tanto, Simkins y él iban desarmados.
No esperaba tener que recurrir a la pistola. La misión consistía en encontrar la maleta y sacarla de allí antes de que pudieran identificarla como la fuente del arma biológica utilizada en el avión de Hayden. Su plan consistía en utilizar su autoridad como investigador temporal de la Junta de Seguridad del Transporte, nombrado especialmente para el caso por el Departamento de Justicia, para retirar el equipaje del lugar antes de que procediesen a su análisis.
Miró a los agentes, aburridos con la tarea de vigilancia que les había tocado. Si al final necesitaba un arma, sabía dónde podría obtenerla.
Los dos hombres mostraron de nuevo su documentación y los agentes los dejaron pasar. Cutter se quitó las gafas de sol y esperó a que se le acostumbrara la vista a la oscuridad que reinaba en el interior.
Las imponentes puertas que había en el extremo opuesto del hangar se cerraban en ese momento, tras permitir el acceso a los dos camiones. Los vehículos, con el motor encendido, esperaban instrucciones relativas al lugar donde debían descargar lo que transportaban.
Al menos había setenta y cinco personas reunidas en puntos diversos de aquel espacioso lugar. Estaban montando una estructura prefabricada del fuselaje del avión en mitad del hangar. Varias piezas de los restos del 747 colgaban ya de la estructura. El resto de las piezas estaban extendidas en el suelo alrededor del aparato, a la espera de ser inspeccionadas.
El contenido del avión —asientos, equipajes, telas, mobiliario— estaba pulcramente colocado en filas al pie de la pared opuesta. Cutter había accedido al sistema de catalogación a través del sistema informático de la Junta de Seguridad del Transporte, gracias a los dos investigadores que ahora yacían muertos en la habitación de un motel de Phoenix. Después de buscar en el inventario del sistema de catalogación, encontró la fotografía digital de la maleta metálica que contenía el artefacto. Seguía intacta, a bordo de un camión que se dirigía al CIC, cuya llegada estaba prevista para esa misma mañana. Por tanto, localizarían la maleta en esa zona.
—Tú empieza por la otra punta —ordenó Cutter a Simkins— y dirígete hacia mí. Procura no hablar con nadie. Si ves la maleta, no la toques. Ven a buscarme y esperaremos la ocasión oportuna para sustraerla.
—¿Y si no está aquí? —preguntó Simkins.
—Entonces tendremos que esperar la llegada del próximo camión.
Se congratuló en silencio. Aquello sería más fácil que peinar el desierto en busca de aquella aislada pieza del equipaje. Cuando los federales hiciesen el trabajo duro, él se limitaría a quitarles la maleta de las manos.
Cutter se volvió al oír el pitido del camión que se disponía a retroceder. Al otro extremo del área donde descansaba el contenido del avión, a un centenar de metros, vio levantar la mano a un negro de torso musculoso, que vestía una camiseta ceñida. El camión frenó y el hombre, que era claramente el jefe, ordenó a dos empleados abrir la puerta posterior. Un grupo de operarios formó una línea para trabajar en cadena y transportar las piezas, mientras su jefe les daba instrucciones con un tono de voz elevado.
La maleta podía estar en ese envío, pero el contenido del camión no era precisamente aquello de lo que Cutter estaba más pendiente. En su lugar, observaba con mayor atención al hombre negro. La voz. Era inconfundible. La había oído en televisión, cuando ese hombre se dedicaba a la lucha profesional, pero ése no era el motivo que le había llevado a aislar el resto de los sonidos provenientes del edificio y concentrarse en él.
Cuando el tipo se dio la vuelta, Cutter sintió que un odio antiguo se apoderaba de él. Habían servido juntos en los Rangers. Era Grant Westfield, ingeniero electrónico, el ex luchador profesional conocido por el nombre de La Quemadura, antiguo soldado de las Fuerzas Especiales. Grant Westfield era la causa de que él ya no sirviera en el ejército con distinción, el por qué de haberse visto reducido a su situación actual.
Se dio la vuelta para evitar ser reconocido. Westfield no podía esperar encontrárselo ahí, y con él a cargo de la operación los planes de Cutter se veían gravemente alterados.
De pronto, su misión no iba a resultar tan fácil como había previsto.
Tyler observó el gris perfil que dibujaban los edificios de Seattle mientras superaba el séptimo kilómetro en la cinta de correr. Había ajustado las máquinas del gimnasio para poder ponerse al día en la lectura o, simplemente, disfrutar del paisaje mientras hacía ejercicio. Las nubes habían vuelto a cubrir Puget Sound durante la noche, preludio de la tormenta que estaba por caer, a pesar de lo cual aún eran visibles a lo lejos las montañas Cascades. Si no fuera por la amenaza de asesinato que pendía sobre él, hubiera salido a correr por Discovery Park.
Su reloj biológico lo había despertado a las siete de la mañana, así que había terminado el papeleo y levantado pesas antes de empezar a correr. En parte, su trabajo era exigente desde un punto de vista físico, por lo que mantenerse en forma era importante para él. Además le daba un respiro para poder pensar. Había soñado con Dilara Kenner, y aunque no podía recordarlo con claridad, comprendió que no era algo muy decoroso. Aquel beso en la mejilla no había sido gran cosa, pero no era ajeno a la llama que se había encendido entre ambos.
—Bonito paisaje —dijo ella a su espalda con una voz somnolienta.
Tyler no se asustaba con facilidad, pero tampoco estaba acostumbrado a tener gente en casa. Volvió la cabeza y vio a Dilara apoyada en el marco de la puerta. Hizo un esfuerzo para que su mirada no delatara el hecho de que la mujer vistiese sólo la camiseta, que la favorecía donde debía hacerlo y terminaba a la altura del muslo, dejando al descubierto las piernas torneadas. Él posó los ojos un instante en ella y luego se volvió de nuevo hacia la ventana. No percibió que ella quisiera provocarlo a propósito, así que contuvo la sonrisa.
—Sí lo es. —Manipuló el panel de control de la cinta de correr, que detuvo su andadura. Echó mano de la toalla que colgaba del asidero para secarse la frente, y de pronto cayó en la cuenta de que tenía empapados el pantalón corto y la camiseta de tirantes.
—¿Café? —preguntó Dilara.
—En la cocina. ¿Desayunas?
—No soy muy amiga de desayunar. Además, suelo levantarme mucho más temprano. Imagino que tanto cambio horario me ha desbaratado un poco.
—Yo ya he desayunado. Puedes tomar el café mientras me doy una ducha. Cuando estés lista, iremos al aeropuerto. Ah, y anoche pedí a alguien de la oficina que se pasara por otra sucursal de esa tienda que te gustó tanto para comprarte algo de ropa. La encontrarás junto a la entrada principal, en tu nueva bolsa.
Dilara fue a buscar la bolsa.
—Todo un detalle por tu parte —dijo al volver.
—Intento cuidar de mis invitados —contestó él antes de meterse en el cuarto de baño.
En cuanto ambos estuvieron vestidos, guardaron el equipaje efe el maletero del Porsche todoterreno, y Tyler dio marcha atrás para salir del garaje. Dos nuevos guardaespaldas, que habían llamado a primera hora para confirmar su identidad, saludaron al ingeniero con la mano y se dispusieron a seguir al Porsche.
—¿Te importa que ponga música? —preguntó Tyler.
Encendió la radio, donde encontró sintonizada una emisora de rock clásico.
Back in Black,
de AC/DC, surgió atronadora por los altavoces.
—Avísame si la encuentras muy alta.
—Nada que ver con Vivaldi.
—Tienes que escuchar rock cuando conduces un Porsche.
El trayecto al Boeing Field de Seattle les llevó veinte minutos. Al franquear las puertas del aeropuerto y verse a salvo en la zona destinada a Gordian, Tyler se despidió saludando con la mano a los guardaespaldas.
El reactor Gulfstream había repostado combustible y estaba listo para efectuar el vuelo de tres horas que los llevaría a Phoenix. Tyler cargó con las dos bolsas y se dirigió hacia el aparato.
Arrojó el equipaje al interior de la cabina. Luego salió fuera y llevó a cabo la exhaustiva comprobación prevuelo de todos los sistemas. No pensó que intentarían poner otra bomba en el avión, pero quiso asegurarse de que el aparato se encontraba en perfecto estado.
Satisfecho tras comprobar que el reactor estaba en condiciones idóneas, volvió a subir a bordo. Después de cerrar la puerta de embarque, se dirigió a la cabina del piloto.
—¿Quieres sentarte a mi lado? —preguntó a Dilara, que ya había tomado asiento en la zona de pasajeros.
Vio la expresión sorprendida que esperaba.
—¿Eres el piloto? —preguntó ella.
—Fui a un par de clases.
La mirada de ella adoptó un aire preocupado, y al verlo Tyler no pudo contener la risa.
—Llevo trescientas horas de vuelo en este modelo concreto, y cerca de dos mil en total. Todo irá bien.
Ella sacudió la cabeza y tomó asiento a la derecha del piloto.
—No puede decirse que te guste estar de brazos cruzados.