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Authors: Boyd Morrison

Tags: #Intriga, arqueología.

El arca (22 page)

BOOK: El arca
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Los dos guardias de la compañía privada de seguridad vigilaron a Tyler y Dilara desde un vehículo aparcado delante del local. El ingeniero estaba convencido de que no volverían a atacarlos al menos hasta el día siguiente, pero su presencia servía para tranquilizar a la mujer.

Tyler se presentó a sí mismo y a Dilara a Julia Coleman, pero la doctora no se levantó cuando estrechó sus manos con gesto cansado. Ambos se sentaron delante de ella.

—Gracias por recibirnos —dijo Tyler—. Estará usted bastante agotada.

—Me llamó la atención que me dijera que esta reunión tenía que ver con mi padre.

—Sí, y créame cuando le digo cuánto lamento su pérdida. Hemos obtenido cierta información que podría arrojar luz sobre las causas de su muerte.

—¿Trabajan para la ATF?
[1]

—No. Yo soy ingeniero en Gordian Engineering. Conocí a su padre, aunque nunca tuve ocasión de colaborar con él.

—Es verdad. Ahora me acuerdo. Mi padre hablaba en términos muy elogiosos de usted, a pesar de que eran la competencia.

El comentario sorprendió a Tyler. Gordian y Coleman siempre habían mantenido una competencia sana, pero nunca hubiera imaginado que Coleman hubiese hablado a su hija de él.

—¿También usted trabaja para Gordian? —preguntó Julia a Dilara.

—No, soy arqueóloga.

—¿Qué hace que una arqueóloga pueda interesarse por la muerte de mi padre? ¿Se conocían?

—No —respondió Dilara—, pero es posible que conozca a alguien que sí lo hizo. ¿Le suena el nombre de Sam Watson?

Julia negó con la cabeza.

—No me resulta familiar para nada. ¿Tuvo algo que ver con el accidente?

—No creemos que fuese un accidente —dijo Tyler.

—Pero la investigación de la ATF concluyó que habían hecho mal la conexión de los explosivos. Que explosionaron prematuramente.

—¿Era su padre la clase de persona capaz de cometer un error de ese calibre?

Tyler sabía que trabajar con explosivos no era algo que pudiera hacerse sin poner en ello toda la atención. La muerte era la recompensa del menor descuido. John Coleman llevaba años trabajando en ese negocio.

—Era un perfeccionista —dijo Julia—. Por eso siempre pensé que el error lo cometió cualquiera de los otros ingenieros.

—¿Sabe en qué clase de proyecto trabajaba en el momento de su muerte?

—Un túnel nuevo que atravesaría las montañas Cascade. Repasaban el emplazamiento de los explosivos la noche antes de efectuar la primera de las explosiones. Entonces, el accidente… Fue horrible. Todos los ingenieros jefe de la empresa fallecieron en él.

—¿Quién ha tomado ahora las riendas de la compañía?

—Nadie. No soy ingeniero, y no tengo tiempo para encargarme del negocio. Era una consultoría, de modo que nadie quiso comprarla. No quise exponerme a años de litigios con las familias de los demás ingenieros fallecidos, así que pacté las correspondientes indemnizaciones por muerte por negligencia y cerré el negocio. No tuve tiempo para decidir qué hacer con todo lo que había en la oficina. Sigue allí, aunque me proponía cerrarla el próximo mes.

—¿En qué trabajaba antes de dedicar su tiempo al túnel?

—En un proyecto muy importante para el Gobierno. Secreto de Estado. Dedicó a eso tres años. Ni siquiera podía hablarme de ello. —Julia miró a ambos—. ¿Insinúan que mi padre fue asesinado?

—Existe esa posibilidad.

—Pero ¿por qué motivo? ¿Quién pudo querer asesinarlo?

—Eso es lo que intentamos averiguar, y necesitamos su ayuda.

Julia se recostó en la silla y miró hacia el techo mientras encajaba la idea de que su padre podía haber sido víctima de un asesinato.

—Mi madre falleció cuando yo tenía veinte años —explicó, al cabo—. Él era el único familiar que tenía. Les daré cualquier cosa que encuentren en la oficina si pueden decirme quién es el responsable de su asesinato.

Dejaron los cafés a medias y siguieron a Julia al interior del edificio. Las oficinas se encontraban situadas en la tercera planta. Julia abrió la puerta y les invitó a entrar. Se trataba de la típica planta de oficina dividida en cubículos.

—El despacho de mi padre está en el rincón —dijo Julia.

—¿Le importa que encienda el servidor para que mis informáticos descarguen los datos de su compañía y los analicen en busca de posibles pistas? —preguntó Tyler—. Sé que probablemente su empresa firmó cláusulas de confidencialidad que prohibían compartir la información, pero…

—Le consideraré un subcontratista. Si más adelante alguna compañía decide ponerme un pleito, pondré el asunto en manos de mis abogados.

Tyler encendió los ordenadores y llamó a Aiden MacKenna, quien lo guió en los pasos necesarios para abrir un puerto en el sistema de seguridad que permitiese acceso remoto a los archivos. Le pidió que buscase concretamente cualquier archivo etiquetado «Proyecto Oasis». Mientras el experto en información llevaba a cabo la búsqueda, él registró el escritorio y el archivador de John Coleman.

Tal como esperaba, la mayoría de los archivos del consultor asesinado eran electrónicos. La mayor parte de las compañías de ingeniería trazaban sus planos en soporte informático y se comunicaban por vía telefónica y correo electrónico, pero siempre existía la necesidad de imprimir los anteproyectos, planos y presentaciones. Debía de quedar algún rastro en soporte papel relativo a Oasis si de veras trabajó en ello. Los archivadores de Coleman estaban meticulosamente etiquetados por fechas.

Había otros dos archivadores atestados hasta no dejar un solo hueco, y Dilara se dedicó a repasar hasta el último archivo que había en ellos, en busca de cualquier referencia a Oasis. Un tercer archivador, el más próximo al escritorio, tenía un cajón lleno, el último, pero encontró el superior prácticamente vacío. Tyler comprobó cuidadosamente las fechas de los archivos. Había un flujo continuo de proyectos hasta tres años atrás, y de pronto los archivos se limitaban a una serie de proyectos llegados con cuentagotas.

—Doctora Coleman —dijo Tyler—. ¿Sabe si alguien ha retirado documentos de la oficina?

—No que yo sepa. ¿Por?

—Da la impresión de que faltan algunos archivos. ¿Sabe el nombre del proyecto en el que estuvo trabajando su padre durante los últimos tres años?

—No debía contarme nada, pero en una ocasión estaba cansado y un despiste lo llevó a mencionar el nombre del proyecto. Cuando cayó en la cuenta, me pareció incluso asustado, y me pidió que no mencionara una palabra a nadie. El proyecto se llamaba Oasis.

Tyler y Dilara cruzaron la mirada.

—Doctora Coleman, ¿recuerda cualquier detalle, por insignificante que sea, de ese Proyecto Oasis?

—Lo único que sé es que durante esa época mi padre viajaba constantemente a las Islas San Juan. Debió de hacer mucho dinero en ese proyecto. A su muerte, descubrí que su compañía había efectuado recientemente un ingreso superior a los treinta millones de dólares. Eso fue lo que me permitió llegar a un acuerdo en los tribunales y mantener la oficina mientras decidía qué hacer con la empresa. —Reparó en la expresión sorprendida de Tyler y añadió—: Mi padre se habría llevado una decepción si hubiera abandonado mi carrera.

Tyler asintió, pero no se pudo quitar de la cabeza la suma del contrato. A la compañía de Coleman le sobraba talento, pero era modesta. Treinta millones de dólares debió de suponer una cantidad enorme para ellos.

—Doctor Locke —dijo Julia Coleman—. Debo ir a casa a recuperar el sueño. —Le tendió la llave de la oficina—. Cierre la puerta cuando salga.

—Es muy generoso por su parte —dijo Tyler, extendiendo la mano y aceptando la llave.

—Sólo quiero saber una cosa más. ¿Detendrán a la persona responsable de la muerte de mi padre?

—Haremos lo posible.

—Bien. Puede que sea médico, pero me encantaría ver al responsable de su muerte freírse en la silla eléctrica.

Abandonó el recinto, dejando a Dilara y Tyler solos en las oficinas.

—Sé cómo se siente —dijo ella—. ¿Crees que alguien sustrajo los archivos relacionados con Oasis?

—Esto apesta a una tapadera —opinó Tyler—. Primero todos los ingenieros jefe de la empresa que trabajaron en el Proyecto Oasis mueren en un trágico despiste que alguien tan diestro como Coleman nunca hubiese permitido que se produjera. Luego todos los archivos desaparecen misteriosamente. Y para rematarlo, esta empresa ingresó una minuta exorbitante, probablemente con la esperanza de que los supervivientes se contentarían con el dinero. Alguien entró aquí y robó hasta el último documento relacionado con Oasis, y apuesto a que el único motivo de que no prendieran fuego a este lugar para borrar sus huellas fue que hubiese dado pie a preguntas que no querían que nadie se formulara.

—¿Qué me dices de los archivos informáticos?

—Si queda algo, Aiden lo encontrará.

Dedicaron otra hora a repasar la documentación, pero no encontraron nada relativo a Oasis. Quienquiera que hubiese limpiado los archivos lo había hecho a conciencia. Su única esperanza estribaba en que hubiesen dejado escapar algo en la base informática de datos. Tyler se sintió desanimado cuando Aiden lo llamó para comunicarle los resultados de sus pesquisas.

—Estos tíos eran buenos, amigo. No existe referencia alguna a Oasis en ninguno de los archivos. PowerPoint, Word, correo electrónico. Todo limpio. Sin embargo, dejaron muchas otras cosas, probablemente porque una limpieza más a fondo hubiese resultado demasiado obvia.

Tyler percibió que Aiden lo alentaba por algún motivo.

—O sea que has encontrado algo —dijo, esperanzado.

—Dije que eran buenos, pero yo soy mejor. Decidí hacer una serie de búsquedas periféricas. Puesto que ese tipo, Watson, te mencionó por el nombre, lo utilicé como uno de los parámetros de búsqueda. Encontré algunos correos electrónicos que cruzasteis Coleman y tú. Un par de peticiones de referencias, cosas así. Pero había un correo que me dejó muy intrigado.

—¿Mío o enviado por Coleman a mi cuenta?

—Ni una cosa ni la otra. Era acerca de ti.

—Léemelo.

—Coleman dirige el mensaje a uno de sus colegas ingenieros. Cito: «Jim, este nuevo proyecto va a hacernos ricos. No puedo creer que Tyler lo rechazase. Parece hecho a medida para él. Pero su pérdida supone nuestra ganancia. El proyecto se llamaba Torbellino. Menuda bobada, ¿eh? A los militares les encantan sus códigos rebuscados. El cliente va a cambiarle el nombre al proyecto, pero aún no ha enviado el nuevo. Te tendré al corriente cuando lo reciba, y pondremos manos a la obra. Dime a quién escogerías tú para trabajar en ello. Recuerda que hablamos de un proyecto secreto. No podemos poner a nadie al corriente. John». Fin de la cita. ¿Qué te parece? ¿Crees que me equivoco o tiene esto algo que ver con lo sucedido?

Tyler se quedó mudo unos instantes. Torbellino. No había oído esa palabra en los tres años que habían transcurrido desde que aceptó el proyecto, y luego, al cabo de dos meses, el cliente lo despidió.

—¿Tyler? ¿Sigues ahí?

El ingeniero tragó saliva.

—Sí, Aiden. Mira a ver si puedes encontrar alguna otra mención a Torbellino. Te llamo luego.

Colgó el teléfono. La expresión de asombro debía de ser visible, porque Dilara le preguntó:

—¿Pasa algo?

Le habló del correo electrónico.

—¿Crees que Torbellino era el mismo proyecto que Oasis? —preguntó la arqueóloga.

—Por Dios espero que no sea así.

—¿Por qué?

—Porque el responsable de Torbellino se prepara para afrontar el fin del mundo.

Capítulo 25

Después del anuncio de Tyler relativo al fin del mundo, lo único que Dilara pudo sacarle fue que necesitaba tiempo para pensar. Tuvo la sensación de que así era como solucionaba los problemas, encerrándose en sí mismo. Ella se volcó de nuevo en el registro de los archivos, y lo hizo en silencio. Tal como esperaba, no halló nada relacionado con Oasis o Torbellino.

Dilara estaba de acuerdo con el correo electrónico de Coleman: ¿por qué los proyectos, sobre todo las operaciones militares, tenían nombres tan misteriosos? Debía de tratarse de algo relativo al poder y el control. A los hombres que les agradaban esas cosas también les gustaban los clubes secretos, y ¿qué mejor modo de comunicar la exclusividad que ponerle a algo un nombre en código?

Pero, por alguna razón, Torbellino había asustado a Tyler. No pertenecía a la clase de personas que hacen afirmaciones tan descabelladas sin un motivo. El modo en que había pronunciado aquellas palabras provocó escalofríos a Dilara, como si hubiese contemplado lo que un clarividente acababa de atisbar en su bola de cristal. Si Tyler tenía poderes psíquicos, fuera lo que fuese que estaba por suceder era algo tan terrible que no podía ni pensar en ello.

Terminado el registro de los archivos de Coleman, repasaron en silencio la documentación del resto de los ingenieros asesinados. Como era de esperar, tampoco encontraron nada. La organización que había limpiado los archivos sabía exactamente lo que estaba buscando.

Para cuando Tyler y ella comprendieron que no obtendrían nada, eran las diez menos cuarto.

—¿Tienes hambre? —preguntó él.

Dilara se había concentrado tanto en el registro que ni siquiera había pensado en comer, pero fue mencionarlo el ingeniero y sentir un vacío en el estómago.

—Estoy hambrienta.

—Aquí ya hemos terminado. ¿Te gusta el pescado?

—Siempre y cuando esté guisado. El
sushi
me da náuseas.

—Yo soy alérgico al marisco, pero algo se nos ocurrirá.

Cerraron con llave la oficina, y encontraron a uno de sus guardaespaldas esperándolos en el vestíbulo. Los tres subieron al coche con el otro guardaespaldas.

Después de hacer una parada en la tienda de comestibles, tardaron diez minutos en llegar a la casa de Tyler, en el barrio de Magnolia, en Seattle. Dilara esperaba encontrarse un apartamento de soltero en un bloque de pisos. En lugar de eso, se detuvieron frente a una mansión de estilo mediterráneo en lo alto de un acantilado que miraba a Puget Sound.

Los guardaespaldas se apostaron en la calle. Después de que Tyler desactivara la alarma y se asegurase de que nadie la hubiera manipulado, invitó a entrar a Dilara. Dentro reinaba la oscuridad, pero la luz de la luna inundaba los ventanales que cubrían la pared posterior de la casa. Cuando Tyler encendió las luces, la arqueóloga contempló un espacio propio de las páginas del
Architectural Digest.

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