El Ángel caído: El Gremio de los Cazadores 1 (26 page)

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Authors: Nalini Singh

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

BOOK: El Ángel caído: El Gremio de los Cazadores 1
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Al menos la puerta estaba lo bastante bien como para poder cerrarse. Se preguntó si habría sido asegurada con tablones desde fuera, si habrían clavado puntas en la hermosa madera.

—Espera —dijo Elena mientras cogía su teléfono móvil, que por suerte aún funcionaba—. Traeré una bolsa de viaje. —Caminó con la espalda rígida sobre los cristales y la alfombra en dirección al cuarto de baño—. ¿Puedo ducharme aquí?

—Sí.

Sin darle tiempo a que cambiara de opinión, se dirigió a toda prisa al dormitorio para coger una toalla y ropa interior.

—No me gusta la combinación de colores.

Elena se detuvo con la mano sobre las sencillas braguitas de algodón.

—Te dije que esperaras fuera.

Rafael se adentró en la estancia, se acercó a las puertas correderas y las abrió.

—Te gustan las flores.

—Rafael, vete de aquí. —Había apretado la mano con tanta fuerza que le temblaba.

Él echó un vistazo por encima del hombro con una expresión mortífera en los ojos.

—¿Piensas iniciar una pelea solo por mi curiosidad?

—Esta es mi casa. No te he invitado. No te invité cuando hiciste pedazos la ventana y destruiste el salón, y hoy tampoco. —Se mantuvo firme, aunque estaba a punto de venirse abajo—. Respetarás eso, o te juro por mi vida que te dispararé de nuevo.

Él salió a la terraza.

—Te esperaré aquí. ¿Te parece aceptable?

Sorprendida por el hecho de que se hubiese molestado en preguntarlo, Elena se lo pensó.

—Está bien. Pero voy a cerrar las puertas.

El arcángel no dijo nada cuando cerró las puertas correderas y luego, para asegurarse, corrió las pesadas cortinas de brocado. Lo último que vio fue la parte trasera de un par de alas con vetas doradas. La belleza de aquel ser siempre la dejaba sin aliento, pero aquel día estaba demasiado destrozada para apreciarla. Cómo dolía... Se colocó un puño sobre el corazón y entró en el cuarto de baño para darse una ducha abrasadora.

Tenía ganas de tomarse su tiempo, de mimarse, pero aquellas chicas merecían algo mejor. Así pues, se dio toda la prisa posible. Se lavó el pelo con su champú favorito y utilizó un gel antibacterias para limpiar su cuerpo. El polvo de ángel desapareció... al menos la mayor parte. Aún mostraba unas cuantas motitas cuando salió de la ducha con una toalla en el pelo y otra alrededor del cuerpo. Se puso unas braguitas de algodón, un sujetador negro, unos pantalones cargo limpios también negros y una camiseta de color azul oscuro. Aún no hacía tanto frío como para llevar manga larga durante el día, pero se recordó que debía llevarse una cazadora.

Se puso los calcetines y las botas antes de coger un cepillo para el pelo. Tras pasárselo a toda velocidad por la cabeza, recogió la masa de cabello mojado en una coleta y pasó los minutos siguientes aprovisionándose de armas de su arsenal secreto. Con la sensación de estar limpia y bien armada, aunque no podía deshacerse de las repulsivas imágenes del matadero, guardó algunas cosas en una bolsa de viaje y luego descorrió las cortinas. Rafael no estaba por ningún sitio.

Deslizó la mano hasta la pistola, y ya la tenía en la mano cuando abrió la puerta. El mensaje estaba escrito con descaro sobre el gel que utilizaba para proteger las paredes del balcón. «El coche espera abajo.» Y aquello significaba, comprendió, que la puerta principal no estaba sellada. Una pequeña muestra de misericordia.

Volvió a guardarse el arma bajo la camiseta, cerró las puertas y cogió la bolsa de viaje. Estaba a punto de salir cuando recordó que no había hablado con nadie después de colgar a Ransom la noche anterior. Cogió el teléfono fijo y llamó a Sara.

—Estoy viva y eso es todo lo que puedo decirte.

—¿Qué coño está pasando, Ellie? Tengo informes de ángeles volando por toda la ciudad, de chicas desaparecidas cuyos cadáveres no se han encontrado, de...

—No puedo contarte nada.

—Mierda, es cierto. Vampiro asesino.

Elena no dijo nada, ya que supuso que era mejor dejar que se extendiera aquel rumor. Jamás le había mentido a Sara, y no pensaba empezar a hacerlo en aquellos momentos. Ni siquiera si aquello implicaba ir contra la lógica.

—Cielo, ¿necesitas un rescate? Tenemos lugares que los ángeles no conocen.

Elena confiaba en el Gremio, pero no podía huir de aquello. Ahora era algo personal. Aquellas chicas...

—No. Tengo que acabar esto. —Era necesario detener a Uram.

—Sabes que estoy aquí para lo que necesites.

Tragó saliva para librarse del nudo que le había atenazado la garganta.

—Te llamaré cuando pueda. Tranquiliza a Ransom de mi parte, y no te preocupes.

—Soy tu mejor amiga. Mi trabajo es preocuparme. Mira bajo la almohada antes de marcharte.

Tras colgar el teléfono, Elena respiró hondo para calmarse e hizo lo que le habían ordenado. Sus labios se curvaron en una sonrisa: Sara le había dejado un regalo. Reconfortada, regresó a su salón en ruinas. Al parecer, Rafael había vuelto a poner el plástico en su lugar, pero ella sabía que no duraría mucho. Daba igual. La estancia había sufrido demasiados daños y necesitaba una restauración completa. Pero volvería a dejarla como estaba.

Sabía cómo rehacer su vida.

«No quiero dar cobijo en mi casa a una abominación.»

Sus cosas metidas en cajas en la calle, arrojadas como si fueran basura después de aquella última y brutal discusión con su padre. Ella se había marchado. Jeffrey la había castigado por ello borrándola de su vida. Por sorprendente que resultara, había sido Beth quien la había llamado; había sido Beth quien la había ayudado a salvar lo poco que la lluvia y la nieve no habían destruido. Ninguno de los tesoros de su infancia había sobrevivido: Jeffrey los había arrojado a una hoguera en el patio y los había quemado hasta dejarlos irreconocibles.

Una lágrima escapó a su control. Se deshizo de ella antes de que llegara a la mejilla.

—Lo arreglaré. —Era una promesa que se hizo a sí misma. Y sustituiría la ventana por un muro sólido. No quería volver a ver a los ángeles.

Incluso mientras lo pensaba, sabía que no era cierto.

Tenía a Rafael en la sangre, como una droga adictiva y letal. Sin embargo, aquello no significaba que fuera a ponerle las cosas fáciles cuando llegara el momento de enterrar los secretos del Grupo.

—Primero tendrás que atraparme, angelito. —La adrenalina convirtió su sonrisa en un desafío.

25

E
l coche la esperaba en marcha junto a la acera, una lustrosa pantera negra con un vampiro apoyado contra la reluciente pintura. Otro antiguo, notó Elena de inmediato. Llevaba gafas de sol negras y un traje del mismo color; tenía el cabello chocolate oscuro cortado al estilo de un supermodelo de GQ, pero sus labios... eran peligrosos. Mordisqueables. Sensuales.

—Me han ordenado que no te haga daño. —Abrió la puerta trasera.

Elena arrojó la bolsa de viaje hacia el interior y frunció el ceño para sus adentros al notar que su esencia le resultaba familiar.

—Un comienzo prometedor.

Él se quitó las gafas de sol para desconcertarla con la imagen de sus ojos. Eran verde claro y con las pupilas verticales, como las de una serpiente.

—¡Buuu!

Elena no se asustó... porque se había quedado demasiado estupefacta.

—Es una suerte que no me asusten las lentillas.

Las pupilas se contrajeron. Madre... mía...

—Fui Convertido por Neha.

—¿La Reina de los Venenos?

—La Reina de las Serpientes. —Esbozó una sonrisa lánguida y desagradable, volvió a ponerse las gafas y se hizo a un lado para dejar que entrara en el coche.

Fueron las primeras palabras que le había dirigido las que convencieron a Elena de subirse al vehículo. Siempre y cuando Rafael le hubiera puesto la correa a aquel tipo, se llevarían bien. Sin embargo, tenía la sensación de que en el momento en que el vampiro quedara libre de aquella correa, ella tendría que utilizar todas las armas que llevaba encima.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó a su «chófer» en cuanto este se subió al coche.

—Muerte, para ti.

—Muy gracioso. —Elena clavó la vista en su nuca—. ¿Por qué quieres matarme?

—Soy miembro de los Siete.

De pronto comprendió por qué reconocía su esencia: el tipo había estado en su apartamento la noche que había disparado a Rafael. Era uno de los que la habían inmovilizado con los brazos a la espalda. No era de extrañar que quisiera destriparla.

—Mira, Rafael y yo hemos arreglado las cosas... más o menos. No es asunto tuyo.

—Protegemos a Rafael de cualquier posible amenaza, incluso de las que él no ha visto aún.

—Genial. —Dejó escapar un suspiro—. Pero... ¿tú entraste en el almacén?

La temperatura bajó varios grados.

—Sí.

—La prioridad número uno no es matarme —dijo ella en voz baja, aunque ya no hablaba con él—. ¿Adónde me llevas?

—Con Rafael.

Elena observó las calles por las que pasaban y se dio cuenta de que salían de Manhattan en dirección al puente de George Washington.

—¿Cuánto tiempo llevas con Rafael?

—Haces demasiadas preguntas para ser una mujer con las horas contadas.

—¿Qué puedo decir? Prefiero morir bien informada.

Poco después de pasar el puente, el paisaje cambió tanto que bien podría haber estado en Vermont. Los árboles dominaban el horizonte y ocultaban las carísimas casas que se alineaban en aquella zona, la mayoría de las cuales poseían miradores en el tejado y ridículas extensiones de tierra. Había oído rumores de que algunos de los caminos de entrada eran más largos que muchas carreteras, y el hecho de que no pudiese ver ni un solo edificio desde el coche parecía confirmar aquella teoría.

El conductor giró frente a un par de ornamentadas puertas de metal y apretó algo en el salpicadero. Las puertas se abrieron sin emitir sonido alguno, lo que desmentía su aparente antigüedad. Aquella zona estaba marcada en los mapas como la región de Fort Lee o de Palisade, pero incluso los que no eran de Nueva York la llamaban el Enclave del Ángel. Elena no conocía a nadie que hubiera atravesado alguna de las puertas que protegían cada una de las magníficas propiedades. Los ángeles se mostraban muy reservados en lo que se refería a sus hogares.

En efecto, el camino de entrada era muy, muy largo. Solo cuando giraron pudo ver la enorme casa que había al final. Pintada de un elegante color blanco, era evidente que había sido construida para una criatura alada, ya que los balcones abiertos rodeaban tanto la segunda como la tercera planta. El tejado era inclinado, pero no tanto como para que un ángel no pudiera aterrizar.

Las descomunales ventanas ocupaban la mayoría de los muros, y aunque Elena no podía verlo con total claridad, le pareció que el costado izquierdo de la casa presentaba una asombrosa creación con vitrales. Sin embargo, aquel no era su rasgo más maravilloso: pegados a las paredes laterales de la casa había lo que parecían un centenar de rosales, todos en plena floración.

—Parece un lugar salido de un cuento de hadas. —De los cuentos siniestros y peligrosos.

El conductor estuvo a punto de ahogarse de la risa.

—¿Esperas encontrar hadas dentro? —Detuvo el coche.

—Soy una cazadora nata, vampiro. Nunca he creído en las hadas. —Salió del coche y cerró la puerta—. ¿Vas a entrar?

—No. —El tipo cruzó los brazos sobre el techo del coche. Las gafas de sol con cristales de espejo reflejaban la imagen de Elena—. Esperaré aquí... a menos que tengas planeado empezar a gritar. En ese caso, quiero un asiento de primera fila.

—Primero Dmitri y ahora tú... —Negó con la cabeza—. ¿De verdad es el dolor lo que pone tan cachondos a todos los vampiros viejos?

Otra sonrisa, aunque aquella mostró deliberadamente un colmillo.

—Ven a mi cuarto de estar, mi pequeña cazadora, y te lo demostraré.

«Ven aquí, pequeña cazadora. Pruébala.»

El frío recorrió su cuerpo y desvaneció el calor del sol. Sin responder a la provocación del vampiro, cogió su bolsa de viaje y caminó hacia la puerta principal con el murmullo del río Hudson de fondo. Se preguntó si la casa tendría vistas al río o si los árboles lo impedían. Aunque era probable que aquello le importara poco a una criatura que podía volar para conseguir una vista aventajada.

La puerta se abrió antes incluso de que llegara hasta ella. En aquella ocasión, el vampiro que apareció era normalito. Experimentado, pero no antiguo; no como el conductor o como Dmitri.

—Haga el favor de seguirme —dijo.

Elena parpadeó al oír su fuerte acento británico.

—Pareces un mayordomo.

—Soy un mayordomo, señora.

Elena no sabía qué se habría esperado, pero desde luego un mayordomo no. Lo siguió en silencio mientras él la conducía a través de una estela de colores (la luz del sol atravesaba la vidriera que ella había atisbado) hasta unas puertas de madera labrada.

—El señor la espera en la biblioteca. ¿Quiere tomar una taza de café o de té?

—Vaya... Yo también quiero un mayordomo. —Se mordió el labio inferior—. ¿Sería demasiada molestia si te pidiera un aperitivo? Estoy muerta de hambre. —Vomitar hacía estragos en el apetito de una chica.

La expresión del mayordomo no cambió ni un ápice, pero ella habría jurado que le había hecho gracia.

—Por supuesto que no, señora. —Abrió las puertas de la biblioteca—. Puedo llevarle la bolsa a su habitación si así lo desea.

—En ese caso, lo deseo. —Sin dejar de pensar en que había conocido a un mayordomo de verdad, le entregó la bolsa de viaje y se adentró en la estancia.

Rafael estaba de pie junto a una de las gigantescas ventanas que había en la parte derecha y su silueta se recortaba contra la luz del sol. Sus alas resplandecían en oro y blanco, y presentaba una visión tan arrebatadora que Elena estuvo a punto de pasar por alto a la otra persona que había en la habitación.

La mujer se encontraba junto a la repisa de la chimenea. Sus alas eran de color bronce y sus ojos eran demasiado verdes para ser los de un mortal. Su piel tenía un extraordinario tono oscuro, parecido al que se conseguiría si alguien mezclara el oro con bronce y luego lo batiera con nata. Su cabello era una masa de rizos castaños y dorados que le llegaba hasta el trasero... un trasero muy bien enmarcado por el maillot entero que envolvía su cuerpo. De un tono bronce brillante, la prenda se cerraba con una cremallera en la parte delantera y dejaba los brazos al aire. En aquellos momentos, tenía la cremallera bajada hasta el punto justo para mostrar un atisbo de sus pechos redondeados y perfectos.

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