Authors: Brian Keene
Salieron en masa del remolque y, segundos después, Martin escuchó los gritos. Se apoyó contra la pared negra, aterrado ante la idea de lo que estaba ocurriendo en el exterior.
Uno de los salmos comenzó a sonar en su cabeza, así que se puso a recitarlo con voz trémula mientras los demás hombres se arrojaban a la contienda.
—Mi corazón duele en mi interior y terrores de muerte sobre mí han caído.
Un chirrido horrible le interrumpió cuando algo colisionó violentamente contra el remolque.
—El miedo y el temor se ciernen sobre mí y el terror me abruma. ¡Quién tuviese alas, como las de una paloma! Pues así podría yo volar y descansar.
Algo explotó en el exterior y el remolque tembló. Se sujetó apoyando una mano contra la pared y abrió los ojos. El camión había quedado vacío y los hombres morían a su alrededor.
—Apresuraríame a escapar del viento y de la tormenta.
Escuchó disparos seguidos de gritos y algo húmedo cayó al suelo.
—Yo a Dios clamaré, y el Señor me salvará.
—No. No lo hará.
La criatura dejó escapar una carcajada mientras subía al camión. Se arrastró hacia Martin, que contempló horrorizado el alzacuello de sacerdote que se hundía en la carne hinchada de su garganta.
—No te salvará, como tampoco me salvó a mí.
—Por supuesto que Dios no te salvó —dijo Martin, apoyándose contra la pared—. Pero salvó el alma del hombre cuyo cuerpo has usurpado. Tu profanación no significa nada. ¡Puede que hayas ocupado el cuerpo de un hombre de Dios, pero no pudiste tocar su alma!
El zombi siseó y se llevó la mano a sus desgastadas ropas, tras lo cual sacó un gran cuchillo de cocina cuyo filo brilló en la oscuridad. Avanzó hacia Martin haciendo cortes al aire. En el exterior, la batalla continuaba.
—Sí. Tu especie va al cielo, pero la nuestra no puede disfrutar de ese lujo. Nosotros vamos al Vacío. Y no tienes ni idea de cuánto tiempo hemos sufrido allí, esperando nuestra liberación. Rechinamos nuestros dientes, gritamos y esperamos hasta el día del alzamiento.
Martin repitió el verso:
—Yo a Dios clamaré, y el Señor me salvará.
El sacerdote zombi gruñó a medida que se acercaba.
—Será mejor que no ofrezcas resistencia. Eres uno de los suyos, como lo fue este cuerpo que ahora habito. Tardaré poco para que uno de mis hermanos pueda unírsenos a través de ti y predicar un nuevo evangelio.
Martin inhaló profundamente.
—En paz redimirá mi alma de la guerra que hay contra mí, pues son muchos los que están contra mí.
La criatura cargó, blandiendo el cuchillo ante su estómago. Martin se apartó de la trayectoria del arma y agarró a la criatura por las muñecas; forcejearon hasta caer al suelo y el zombi acabó encima de él. Martin gimió, luchando con todas sus fuerzas mientras el zombi empujaba el cuchillo hacia su garganta.
—Devoraré tu hígado —dijo, echando su hediondo aliento sobre Martin—. Llevaré tus intestinos como un collar y se los daré a quien pronto habitará en ti.
Debilitados por la edad y el miedo, los brazos de Martin empezaron a ceder. El cuchillo estaba cada vez más cerca, a escasos centímetros de su garganta. La criatura volvió a reír y abrió la boca, inclinándose hacia su cara. Martin soltó una de las muñecas y colocó la palma de la mano en la barbilla de la criatura, intentando desesperadamente empujar su cabeza hacia arriba. El zombi le agarró de la garganta con la mano que tenía libre.
Martin giró la cabeza hacia el brazo que sujetaba el cuchillo y le dio un mordisco. Hundió los dientes en el antebrazo del zombi y estiró, arrancando un trozo de carne rancia. Algo se revolvió en su boca y Martin escupió aquel pedazo entre arcadas.
—¿Ves? Ya le vas cogiendo el truco...
Un disparo ensordecedor resonó entre las paredes del remolque. La cabeza del zombi explotó a unos centímetros de la de Martin, rociándolo de sangre y tejidos.
—Le diré una cosa, reverendo: desde que todo esto empezó, he visto cosas retorcidas de cojones, pero nunca había visto a alguien mordiendo a un zombi. ¿A qué sabe?
Martin se quitó la sangre de los ojos sin parar de jadear y extrajo las tiras de carne de entre los dientes, a punto de vomitar. Después, se puso en cuclillas.
—Gracias, sargento...
—Miller. Sargento Miller, aunque tampoco es que los galones signifiquen un puto carajo tal y como están las cosas. Y no me des las gracias, curilla. Voy a matarte dentro de poco.
—¿Por qué? Acabas de salvarme.
—Sí, te he salvado para utilizarte como carne de cañón. Puedo mantener a raya a cualquier zombi que intente subir, así que estaremos a salvo durante un rato, pero tampoco podemos quedarnos aquí todo el día. Esos cabrones tienen lanzacohetes, granadas y toda clase de mierda. Tarde o temprano volarán este remolque, lo que significa que tendré que volver a salir ahí fuera, con la que se ha montado. Pero primero vas a salir tú, para llamar la atención.
—Eso... ¡eso es cruel! ¡No eres mejor que los zombis!
—Ya ves. Pero no te preocupes, te quedan unos minutos. Necesito un pitillo.
Miller sacó un mechero y un paquete de tabaco, puso el M-16 fuera del alcance de Martin y se encendió un cigarrillo. La llama proyectó sombras sobre su rostro adusto, que, por un instante, pareció una calavera brillante y desnuda a ojos de Martin.
—Ahhhh —inhaló Miller con una expresión de placer dibujada en el rostro—. Siempre pensé que sería el tabaco lo que me mataría. No sé qué cojones voy a hacer cuando se acaben los cigarrillos.
—Podrías dejarme escapar, no hay motivos para matarme. Puedo ayudarte a combatirlos.
Miller ahogó una carcajada y dio otra calada.
—¿Ayudarme? Sí, íbamos a hacer un equipo de cojones; el viejo chocho y el tío duro, codo con codo. No, creo que te utilizaré para que hagan prácticas de tiro y me despejes la salida.
Otra explosión sacudió el remolque y Miller se movió a tiempo para impedir que su M-16 cayese al suelo.
Con un rápido movimiento, Martin cogió el cuchillo y lanzó una puñalada, atravesando la piel del soldado justo debajo de su barbilla. Cuando abrió la boca para gritar y el cigarrillo se le cayó de los labios, Martin alcanzó a ver el cuchillo atravesando el paladar en su camino al cráneo, hasta que sólo quedó fuera la empuñadura. Miller se desplomó, se hizo un ovillo y murió.
Martin intentó sacar el cuchillo, pero estaba firmemente hundido. Se puso en pie y se limpió la sangre de las manos en la ropa.
—Más tú, oh Dios, los harás descender al pozo de la destrucción. Los hombres que viven por la sangre y los engaños no demediarán sus días; empero confiaré en ti.
Pateó el cuerpo de Miller, cogió su arma y la examinó.
—Salmo cincuenta y cinco, versículos cuarto a vigésimo tercero.
Experimentó con el fusil, recordando su época en el ejército, y se preparó. Echó un vistazo a ambos cuerpos para asegurarse de que no se movían y un escalofrío le recorrió la espalda. El rescate de Miller le recordó al zombi de la silla de ruedas. Entonces fue Jim quien lo salvó.
—Por favor, Señor, cuida de él. Ayúdale a encontrar a su hijo.
Sintió que le inundaba una extraña sensación de paz. Con renovadas fuerzas y confianza, Martin ignoró la artritis que le atenazaba las articulaciones y la falta de aire en sus pulmones y se dirigió hacia la salida.
—Aunque camine por el valle de las sombras de la muerte, no temeré ningún mal, pues tú estás conmigo.
Se adentró en el valle y, pese a que las sombras de la muerte lo cubrían todo, no conoció el miedo.
* * *
El sargento Michaels pateó la puerta y el cristal roto se derramó sobre la acera y la alfombra. Atravesó corriendo el recibidor del edificio de oficinas, escuchando tras de sí cómo morían sus hombres.
Un zombi apareció de detrás del puesto de recepción en el que se escondía y le disparó. Algo le quemó en el hombro, como una picadura de abeja pero mucho más dolorosa, y sintió un impacto en la pierna. Michaels aulló de dolor y abatió a la criatura. Empezó a jadear.
Se detuvo ante las puertas del ascensor, respirando pesadamente mientras pensaba qué hacer a continuación. El calor que sentía en el hombro y el muslo le hicieron darse cuenta de que las balas le habían alcanzado, así que rasgó la tela de su camisa y echó un vistazo a la herida. Tenía mal aspecto, y el agujero del muslo pintaba aún peor. La cabeza le dio vueltas y se le revolvió el estómago, así que apretó la palma de la mano contra el hombro y consideró sus opciones.
El complejo se había quedado sin energía, así que los ascensores no funcionaban. Valoró la posibilidad de abrir las puertas por la fuerza y esconderse en el hueco, pero acabó descartando la idea. A su izquierda había unas escaleras que llevaban hacia arriba, y a su derecha, el servicio de caballeros.
Renqueó en dirección a las escaleras y abrió la puerta, que emitió un crujido. Oyó voces y pasos a la carrera dirigiéndose hacia él desde el piso superior.
«¡Los disparos venían de abajo!»
No eran voces humanas.
Michaels dejó que la puerta se volviese a cerrar y se dirigió hacia los servicios. Varios zombis estaban atravesando la entrada principal y otros más se avecinaban por las escaleras. Abrió la puerta del baño con un golpe de hombro y echó un vistazo alrededor, aterrado. Habría tres lavabos, cuatro letrinas y una fila de urinarios. No había ventanas y la única salida era la puerta que acababa de cruzar.
Los zombis se gritaron unos a otros al encontrarse en el recibidor. Gimiendo, Michaels se escondió en la letrina que estaba más lejos de la entrada. En cuanto abrió la puerta, pudo comprobar que nadie había tirado de la cadena desde la última vez que se utilizó el váter: el agua que contenía era de color marrón oscuro, y las heces y la orina se habían mezclado en una sopa tóxica y espesa. A Michaels le entraron arcadas e intentó contener la respiración.
«Aquí no me encontrarán», pensó.
La puerta del baño crujió al abrirse y oyó pasos dirigiéndose hacia él.
Michaels miró al suelo y se quedó paralizado de miedo. Sus heridas habían dejado un reguero de brillantes gotas de sangre que llevaban a su ubicación como un rastro de migas de pan.
—¡Sal, carne, no tardaremos mucho!
Los servicios pronto se llenaron de criaturas.
Michaels apuntó el fusil hacia la puerta de la letrina sin parar de sollozar, con el brazo tan dolorido que el cañón temblaba en sus manos. El miedo, la adrenalina, la pérdida de sangre y el hedor que desprendían la letrina y sus perseguidores le dieron ganas de vomitar. El estómago se le revolvió, el fusil se le cayó al suelo y empezó a sentir calambres por todo el cuerpo. No podía moverse. No podía pensar.
Los zombis echaron la puerta abajo cuando su presa empezó a expulsar bilis. Michaels fue incapaz de gritar mientras lo arrastraban al exterior y lo sujetaban contra las duras y frías baldosas. Se ahogó en su propio vómito antes de que empezaran a comérselo.
* * *
—Bienvenido de vuelta, sabio. —Unos dedos gangrenosos agarraron a Baker por el pelo, obligándolo a ponerse en pie—. Veo que has traído a unos amigos. Todo un detalle.
Baker no podía hablar. El hedor de la cordita, del combustible ardiendo y de la carne podrida de Ob le inundaron los pulmones y empezó a toser. El campo de batalla estaba saturado por los gritos de los heridos, los muertos y los moribundos. Las balas silbaban por todas partes y las explosiones se sucedían como fuegos artificiales. Ambos bandos estaban sufriendo innumerables bajas, pero la mayoría de soldados muertos volvían a levantarse poco tiempo después para reabastecer las filas de los zombis.
—¿Qué significa todo esto, Billín?
—Querían... querían usar Havenbrook como base de operaciones.
—¿En serio? —Ob negó con la cabeza, acariciando el lanzacohetes de forma casi afectuosa—. Tu especie tiene que asumir que vuestro tiempo ha terminado. Sois comida. Carne. Transporte. Nada más. Vuestro tiempo en este mundo ha terminado.
—He estado pensando en ello —dijo Baker, tapándose la boca y la nariz con la mano—. Supongo que eres consciente de que si acabáis con toda la raza humana, tu propia especie también estará destinada a desaparecer.
Ob se quedó mirándolo a través de los ojos muertos de Powell.
—Hay más mundos que éste.
Algo pasó silbando sobre la cabeza de Baker y abrió un agujero en el hombro de Ob. El zombi dio un paso atrás, apuntando con el lanzacohetes.
Baker se echó al suelo y una segunda bala alcanzó a Ob en la cara, destrozando su nariz y labio superior. El lanzacohetes se le escurrió de la mano y rugió de indignación. Sus palabras eran ininteligibles, pero su intención era clara.
—¡La ha cagado, profesor! —gritó Schow mientras se dirigía hacia ambos, ignorando las balas que volaban a su alrededor. Levantó la pistola y volvió a disparar, destrozando un lado de la cabeza de Ob. Bajo los fragmentos astillados de cráneo podía verse el brillante cerebro, que a Baker le recordó a una coliflor ensangrentada.
Ob se desplomó y se quedó tirado en la hierba entre espasmos.
Baker se hizo un ovillo y Schow le propinó una brutal patada en las costillas. El científico gritó cuando la pesada bota le alcanzó, rompiendo algo en su interior.
—¡Hijo de puta! ¡Esos que están muriendo ahí fuera son mis hombres! ¡Mis hombres! ¡Nos has traído a una trampa!
Volvió a patear a Baker, esta vez en la cabeza. El dolor le recorrió de punta a punta y su visión se tornó borrosa.
Schow se puso de rodillas y le apretó la pistola contra los genitales. Baker gruñó e intentó alejarse rodando, pero Schow consiguió ponerlo boca arriba, con la espalda pegada al suelo.
—Voy a acabar con usted aquí y ahora, profesor. Pero no va a ser rápido y va a dolerle, se lo aseguro. Para empezar, voy a volarle la polla, ¿qué le parece? —Concluyó la amenaza hundiendo el cañón en los testículos de Baker, que gritó de dolor—. No es una sensación agradable, ¿a que no, profesor? Pues va a ponerse mucho peor. Va a desangrarse, pero no antes de que esos desgraciados se le echen encima. Seguramente siga vivo cuando empiecen con usted, ¿y sabe qué haré después?
Baker cerró los ojos.
—Esperaré a que se convierta en zombi y empezaré de nuevo. Le dispararé en las rótulas y en la columna vertebral y en los brazos. Igual se los corto directamente. Pero dejaré su cerebro intacto porque quiero que lo quede de usted permanezca aquí, en el suelo, para siempre.