Authors: Brian Keene
—¡Repito, la sección que va en cabeza está siendo atacada! ¡Repito, está siendo atacada! Están muy cerca de su posición.
—¿Alcanza a ver Havenbrook?
—Afirmativo, señor. Pero... Dios mío...
Schow estaba cada vez más rabioso y Baker y Gusano se encogieron en sus asientos.
—¿Cuál es su situación? —gritó a la radio.
Si Torres llegó a oírle, desde luego no respondió. En vez de eso, parecía estar dirigiéndose al piloto:
—¿Qué coño es eso?
Primero se escuchó mucha electricidad estática, luego algo ininteligible y finalmente:
—¡No, no es una puta nube! ¡Aléjalos del resto del convoy! ¡Es una orden!
—¿Qué coño está pasando ahí arriba? —preguntó McFarland a voz en grito.
Nadie respondió.
* * *
En el helicóptero, el teniente segundo Torres se encogió mientras la muerte se les acercaba.
Pájaros. Una bandada de pájaros no muertos tan grande como una negra nube de tormenta cubría el cielo. Se dirigieron hacia el helicóptero como un solo ser, eclipsando el sol.
—¡Están por todas partes! —Gritó el piloto—. ¡No puedo despistarlos!
—¡No se rinda! El resto pueden llegar a Havenbrook desde aquí, ¡pero nosotros tenemos que alejar a esas cosas del convoy!
—¡Que les den a usted y a la orden, señor!
Torres no respondió. Cerró los ojos, metió el brazo por debajo de su camiseta y sacó sus chapas de identificación. Era un gesto que había visto hacer a los católicos con sus medallas, pero nunca había sido creyente.
Se preguntó si sería demasiado tarde para cambiarlo.
Se colocó las chapas de metal entre los dientes y las mordió con fuerza, intentando no gritar cuando la primera oleada de pájaros se estrelló contra el cristal de la cabina. Después llegó otra oleada, y otra, así hasta cinco más. Luego, una docena. Sus cabezas y picos chocaban contra el cristal, sonando como disparos.
El piloto no paraba de gritar y Torres deseó por un instante que se callase. El helicóptero empezó a girar fuera de control, dando tumbos. Torres mordió las chapas con más fuerza todavía y cerró los ojos, sabiendo que si los abría se encontraría cabeza abajo.
A su alrededor resonaba una cacofonía compuesta por los chillidos de los pájaros, el rugido del helicóptero y los gritos del piloto. Y por encima de todos, el estruendo de la caída a medida que se precipitaban hacia el suelo.
«Suena como un tren de carga a través de un túnel», pensó para sí.
Por primera vez en su vida, Torres se preguntó si habría luz al final del túnel.
El cristal de la ventana se hizo añicos y docenas de cuerpos putrefactos y emplumados se abalanzaron sobre ellos.
Dio gracias cuando el helicóptero colisionó contra el suelo y agradeció la explosión que acabó con su dolor y su vida. Se parecía mucho a una luz.
* * *
—Hemos perdido contacto con ellos, señor.
—¿Eso cree, soldado? ¡Mire a la izquierda!
Schow apuntó a una bola de fuego que brotaba en el horizonte, tras unos árboles.
—Joder —exhaló González mientras contemplaba el humo y las llamas—. Cancelemos la operación, coronel. ¡Volvamos a Gettysburg!
Schow se revolvió en su asiento. En su enrojecida frente palpitaba una vena.
—Capitán, permanezca sentado y vigile a nuestros prisioneros o por Dios que yo mismo le dispararé. ¿Entendido?
—Sí, señor.
González hundió el cañón de su pistola en el costado de Baker.
Schow cambió de frecuencia y se dirigió al convoy.
—¡Atención todos! Vamos a ser atacados de forma inminente, repito, de forma inminente. Quiero a todos los artilleros de las ametralladoras de calibre cincuenta en posición y francotiradores encima de los camiones ahora mismo. Vigilen a los civiles y que no escape ni uno. En cuanto al resto, quiero que todo el mundo esté preparado. ¡Vamos, caballeros!
La línea de vehículos se detuvo bruscamente y los soldados llevaron a cabo las órdenes. Los artilleros otearon el perímetro desde sus posiciones, atentos a cualquier señal de actividad. Recientes veteranos cuya única tarea antes del alzamiento era hacer ejercicios y simulacros olfatearon el aire, captando el inconfundible hedor del enemigo que se aproximaba.
No tuvieron que esperar mucho tiempo.
Los niños aparecieron al unísono desde la cima de una colina. Profirieron un horrible grito y se lanzaron a la carga, corriendo hacia la carretera que se encontraba ante ellos. Los soldados abrieron fuego y descargaron una cortina de fuego contra la horda, haciendo trizas su carne podrida. Sus miembros fueron arrancados de sus cuerpos y la carretera acabó cubierta de entrañas, pero siguieron avanzando. Los soldados apuntaron mejor y sus balas destrozaron varias cabezas; pero por cada zombi que caía, otro tomaba su lugar.
La risa de los niños muertos resonó sobre los disparos.
Blumenthal giró la torreta y gritó mientras la ametralladora tronaba:
—¡Lleva a las chicas al picadero!
Lawson sacó la pistola y condujo a Frankie y a Julie.
—¡Ya le habéis oído! ¡Vamos!
Julie se mantuvo firme.
—¡Queremos quedarnos con vosotros!
—Estaréis más seguras dentro del camión —insistió Lawson—, y además, si el coronel os ve aquí, hará que nos fusilen a todos.
Las condujo a través del caos. A su alrededor resonaban los disparos y los chillidos de los no muertos, y Frankie arrugó la nariz al oler la cordita y a los zombis.
Entonces vio a uno de ellos. Una niña, no mayor de seis años. Llevaba un osito de peluche destrozado. Su vestido estampado con flores estaba sucio y rasgado, y sus brazos y piernas, hinchados y ulcerados. Sonrió, mostrando sus encías ennegrecidas, y se abalanzó sobre ellos.
—¿Me dais un abrazo?
Lawson se interpuso entre el zombi y las mujeres y disparó. Una flor carmesí brotó de la frente de la niña y se desplomó contra el suelo sin soltar al animal de peluche.
Temblando, Frankie se tapó los oídos, intentando aislarse del ruido. Pudo oír el llanto de su bebé en el fragor de la batalla. Deseó un poco de heroína, pero se obligó a descartar aquella idea.
—¡Vamos!
Lawson las empujó hacia delante, alejándose corriendo de los zombis que se adentraban en el perímetro. Atacaban desde tres puntos a la vez: la carretera, la colina y los bosques que rodeaban la autopista.
Abatió a cuatro criaturas más antes de llegar al camión. Movió la barra con rapidez e inmediatamente después abrió la puerta.
—¡Arriba!
—Déjame una pistola —le rogó Frankie.
—Créeme, nena, estarás más segura ahí dentro que fuera. Volveré a por vosotras en cuanto todo esto haya acabado.
Julie y Frankie subieron al camión y el soldado cerró la puerta de golpe. Frankie oyó el chasquido del cierre tras ella.
El interior del remolque no era como ella había esperado. Había una alfombra roja en el suelo y varias lámparas de queroseno emitían un brillo suave y tenue. Unos cubículos de oficina conformaban las habitaciones y cada una ellas contaba con una cama. Unas cuantas mujeres dormían a ratos, incluso con el estruendo de la batalla que se desarrollaba fuera. Salvo por sus ronquidos, el picadero estaba en silencio.
Entonces Frankie escuchó los gritos procedentes del fondo y el inconfundible ruido de carne chocando con carne.
—Eso es, así. Toma, zorrita.
Frankie reconoció aquella voz al instante. Julie le puso la mano en el hombro para contenerla, pero Frankie la apartó y se lanzó hacia delante.
Oyó otro golpe y esta vez los gritos de la chica fueron aún más altos. Después vinieron los sollozos de dolor y vergüenza.
Aimee.
Frankie entró de golpe en el cubículo mientras le rechinaban los dientes. Kramer estaba encima de la chica, aplastándola contra la cama con cada empujón de su pálido culo. Una mano estaba cerrada en torno a su garganta, y la otra, cerrada en puño. Frankie dio un paso y el soldado asestó otro golpe. El execrable sonido del puñetazo le revolvió las tripas a Frankie.
Aimee jadeaba, intentando respirar, mientras sus pupilas dilatadas miraban a ninguna parte. Finalmente, sus ojos se entornaron hacia arriba hasta quedar totalmente en blanco y arqueó la espalda hasta tal punto que Frankie pensó que iba a partírsele la columna.
—¡Eh, gordo!
Kramer se dio la vuelta sin quitarse de encima de la niña y sonrió.
—Oh, esperaba que estuvieses aquí, zorra. Tengo algo para ti.
Se apartó de Aimee, que había dejado de moverse. Frankie comprobó que tenía sangre en los muslos y aquello la llenó de ira.
—¿Qué tienes para mí, esa mierdecilla? —preguntó mientras señalaba al pene ensangrentado del sargento.
Kramer extendió un brazo hacia el montón de ropa que se encontraba a los pies de la cama y sacó una pistola.
—Entonces igual te follo con esto.
—Por lo menos es más grande.
Julie apareció detrás de ella.
—Frankie, no te enfrentes a él.
—Mantente al margen, Julie. Ve al frente y vigila la puerta; asegúrate de que ningún zombi intente entrar. —No dejó de mirar a Kramer—. No me gustaría que nos interrumpiesen.
—Así es —babeó él—. Mientras el resto hace prácticas de tiro, nosotros podemos divertirnos un poco.
Julie retrocedió, observando la escena con una mezcla de terror e incredulidad. Los ecos de la batalla provenían ya de todas partes y estaban salpicados por gritos de agonía y terror.
—Tus amigos están muriendo ahí fuera y tú sólo puedes pensar en mojarla —observó Frankie, burlona—. Menudo machote estás hecho.
—Ya te enseñaré ahora lo machote que soy, zorra. —La apuntó con la pistola—. Ponte de rodillas o te vuelo la cabeza.
* * *
—Me preguntó qué estará pasando —susurró Martin cuando el camión se detuvo.
Las balas silbaban en el exterior. Oyeron unos gritos ininteligibles y después más disparos, seguidos de varias pisadas a la carrera. Una explosión sacudió al camión entero.
—Deben de estar atacándonos —concluyó Jim mientras cambiaba de posición para devolver la sangre a las piernas, que se le habían dormido por la falta de actividad.
Algo golpeó uno de los lados del remolque y apareció un agujero del tamaño de una pequeña moneda por el que entró un rayo de luz. Se oyó un grito procedente de la oscuridad.
—¡Nos han disparado!
—¡Todo el mundo al suelo! —gritó Jim mientras arrastraba a Martin con él. Otra bala alcanzó al remolque, esta vez cerca del techo.
Haringa se ajustó las gafas.
—¿Qué coño está pasando?
Trepó por encima del resto hacia el rayo de luz, y cuando iba a inclinarse para otear el exterior, algo blanco e hinchado asomó por el agujero.
Un dedo. Un dedo muerto.
Oyó una risita y el dedo desapareció, dejando trozos de carne podrida enganchados en el metal.
Un puño se estrelló contra el remolque. Luego otro.
Jim se dio cuenta de que los disparos parecían estar alejándose de ellos.
Algo empezó a dar golpecitos en la puerta del remolque, tocando
Shave and a haircut.
Antes de que pudiesen detenerlo, un hombre respondió con el final de la melodía.
Tan-tan.
Dos toques.
La puerta empezó a temblar.
* * *
—Es como si nos hubiesen estado esperando —musitó McFarland, contemplando la matanza que estaba teniendo lugar a su alrededor—. Como si alguien les hubiese dicho que veníamos hacia aquí.
—Puede que así haya sido, capitán —le dijo Baker—. Los pájaros. Los murciélagos. He intentado hacerles entender que están poseídos por las mismas entidades que poseen a los humanos muertos.
—Chorradas —escupió González—. Si eso fuese cierto, ¿por qué no están infectados también los bichos, eh? ¿Cómo es que no hay mosquitos zombi volando por ahí, o moscas?
—No tengo todas las respuestas. Quizá los insectos no tengan suficiente fuerza vital, o quizá sus cuerpos sean demasiado frágiles, no lo sé. Sólo sé que cuando la energía, fuerza vital o alma, sea nuestra o de un animal, abandona el cuerpo para dirigirse allá donde vaya, esas cosas toman su lugar.
Schow se quitó los auriculares y, con un rápido movimiento, sacó la pistola y se la puso a Gusano en la sien. Gusano gimió e intentó alejarse del cañón, pero Schow le sujetó del pelo y tiró de él. Una gota de sangre se deslizó por el rostro del aterrado muchacho como una lágrima.
—Voy a proponerle una cosa, profesor. Vamos a probar su pequeña teoría ahora mismo. Sabía que esto iba a pasar, ¿verdad? ¡Nos ha tendido una trampa!
—No, Schow —respondió Baker, extendiendo las manos hacia él—, ¡no tenía ni idea! Vine por un camino distinto desde Havenbrook. ¿Y por qué iba a conducirlos a una trampa, poniéndonos a Gusano y a mí en peligro?
—¡Están por todas partes! —Gritó una voz por la radio—. ¡Repito, han atravesado el perímetro! Cuidado con el flanco, cuidado con el...
Se oyó un grito ahogado y después sonido de electricidad estática.
Schow se inclinó, abrió la puerta y arrojó a Gusano al exterior.
—¡Eiker!
Gusano rodó por la carretera. Cuando consiguió ponerse en pie, empezó a dar manotazos a la puerta. Schow la cerró de golpe y echó el cierre. Después apuntó a Baker con la pistola.
Cuatro niños rodearon a Gusano con una expresión de malicioso placer en sus rostros muertos.
—¡Eiker!
Schow se dirigió al conductor.
—Silva, dé la orden de retirada. Quiero que todos los hombres vuelvan a sus vehículos. Vamos a seguir avanzando y nos reagruparemos en Havenbrook.
Gusano empezó a arañar el Humvee y a aporrear frenéticamente la puerta. Entonces los niños se echaron encima de él.
Baker cerró los ojos pero no pudo evitar oír los gritos.
—Fíjate —apuntó González—, le han arrancado la garganta de un mordisco.
—Y la oreja —añadió McFarland—. Pero tampoco es que le sirviesen de mucho.
—Cabrones —sollozó Baker—. Cabrones de mierda, os veré arder. ¡Os veré arder a todos! ¿Cómo habéis podido hacer algo así?
—Vamos —ordenó Schow. El Humvee se puso en marcha con una sacudida.
Con los ojos cerrados y los puños apretados contra las orejas, Baker lloró.
—Pues mira —anunció González—, el retrasado debía de ser un bicho, porque no se vuelve a levantar.
Pero cuando atravesaron la colina y lo perdieron de vista, Gusano se alzó.