Authors: Brian Keene
—Señor, soy el soldado Miccelli y éste es el soldado Lawson. Tiene que venir con nosotros.
—¿Por qué? ¿Por qué se lo llevan? —preguntó Jim, interponiéndose.
—¿Quieres que te pegue un tiro y te deje aquí tirado? —contestó Miccelli mirándole a los ojos mientras sonreía—. ¿No? Pues entonces métete en tus putos asuntos, amigo.
Jim plantó los pies en el suelo y cerró los puños, lleno de ira. Martin le puso la mano rápidamente en el hombro y le susurró al oído:
—Ahora no. Así no. Así no vas a ayudar a Danny.
Le condujo suavemente de vuelta a la cola.
—¡Buena suerte, caballeros! —Les dijo Baker—. Estoy seguro de que volveremos a vernos antes de que todo esto haya terminado.
Martin se despidió con la mano.
—Igualmente, profesor. Dios está con todos nosotros.
Mientras se llevaban al científico, éste se dio la vuelta de pronto y gritó:
—¡Señor Thurmond! Su hijo está vivo. ¡Yo también puedo sentirlo!
—¡Venga! —gritó Miccelli mientras le pegaba un puñetazo a Baker en la nuca y le apuntaba con el M-16.
Jim, Martin y Haringa se dirigieron con el resto de los hombres hacia el camión. Como ya estaba lleno cuando llegaron, la cola se detuvo; los soldados cerraron las puertas a cal y canto con una fina barra de metal e hicieron un gesto para que el vehículo se pusiese en marcha. En cuanto se fue, otro ocupó su lugar.
Fueron obligados a subir de uno en uno al camión. Jim se detuvo una vez arriba y extendió la mano hacia Martin para ayudarle a subir.
—¡Venga, moveos! —Ladró uno de los soldados—. ¡Hasta el fondo!
Fueron conducidos hasta el interior del remolque, que no tardó en llenarse de cuerpos sucios y apretados que les empujaban contra el fondo. Se agacharon y Jim y Haringa escudaron a Martin del resto de prisioneros para que éstos no le aplastasen contra las paredes.
—Espero que no tengáis claustrofobia —comentó Haringa—. Porque sería una putada.
Una vez el remolque estuvo lleno, las puertas se cerraron, sumiendo a sus ocupantes en la más absoluta oscuridad. El motor se encendió de nuevo y empezaron a moverse.
* * *
Julie saludó a los soldados en medio de la multitud y Frankie pensó que la mujer parecía contenta y expectante, como si aquello no fuese más que un viaje de fin de semana con unos chicos que había conocido en una fiesta.
Se coló entre Frankie y Gina, riendo nerviosamente.
—¿Lista para pasarlo bien?
—¡Pues claro! Ya sabes que sí —respondió Frankie—. Espero que por lo menos sean monos.
—Oh, sí que lo son —le aseguró Julie—. Y, como te dije, son más majos que la mayoría. Deberías pensar en quedarte con uno de ellos.
Gina agarró a Frankie del brazo y la acercó hacia sí.
—¿Estás segura de que sabes lo que estás haciendo?
—Segurísima —asintió Frankie—. Tú cuida de ti y de Aimee; yo voy a hacer amigos y ver qué puedo aprender.
Los dos soldados se acercaron y uno de ellos levantó en volandas a Julie, que chilló de alegría.
—Bájame —insistió, juguetona. Después se dirigió a Frankie—. Éste es Blumenthal —dijo mientras le pasaba la mano por el pecho—. Y éste es Lawson. Lawson, ésta es mi amiga. Es la nueva que le ganó a la gorda ayer por la noche.
—¿Una cosita como tú? —Se sorprendió Lawson mientras se regodeaba observándole el pecho y las caderas—. No tienes pinta de haberle dado una paliza.
—Estoy llena de sorpresas —contestó Frankie al tiempo que se lamía los labios de forma sugerente.
—Seguro que sí. —Se dirigió a Blumenthal—. ¿Puede venir con nosotros?
El otro soldado rió y acercó a Julie hacia él.
—Claro, tío, ningún problema. Pero que no se entere el sargento Ford.
—Contaba con que os ofrecieseis a llevarnos —dijo Frankie—. ¿A qué esperamos? Venga.
Lawson dejó escapar un silbido y le dio una palmada en el culo.
—Por aquí, señoritas.
Gina vio cómo desaparecían entre la multitud y fue a buscar a Aimee.
Encontró a la niña buscando protección en medio de otro grupo de mujeres. El soldado de primera clase Kramer la miraba con lascivia.
Gina comprobó asqueada que estaba teniendo una erección.
Fueron conducidas al remolque y empujadas al interior.
Kramer no dejó de mirar a Aimee, anotando en qué parte del convoy se encontraba. Gina creyó que Aimee no se había dado cuenta.
Cuando las puertas se cerraron, se puso a temblar.
Lo último que vio fue la sonrisa de Kramer.
* * *
—Bienvenido a bordo, profesor Baker. Me alegro de que haya podido venir con nosotros.
Gusano se sobresaltó y gruñó al ver a Baker subiendo al vehículo de mando. Sus ojos expresaban una mezcla de terror y alivio. McFarland se encontraba a su izquierda, apoyando una pistola contra las costillas del joven con indiferencia. González estaba justo enfrente, con el asiento que estaba a su lado vacío. Schow indicó con un gesto que ahí es donde debía sentarse Baker.
Obedeció mientras tranquilizaba a Gusano.
—No pasa nada. Sólo vamos a dar un paseo. No van a hacernos daño.
El muchacho se tranquilizó, relajó los músculos y se reclinó en el asiento sin dejar de mirar a Baker.
—Confía en usted —observó Schow desde el asiento del copiloto—. Como si fuese su hijo adoptivo. Eso es bueno. Pero no vaya a traicionar esa confianza, profesor Baker. Tenga muy presentes las consecuencias.
—Soy un hombre de palabra, coronel. Espero que usted también.
—Su insinuación me resulta de lo más hiriente, profesor. —Se dirigió al conductor y preguntó—: ¿Silva, cuál es nuestra situación?
—El primer grupo está listo desde hace diez minutos, señor —informó—. Y el teniente Torres acaba de confirmarme que el helicóptero está en el aire, llevando a cabo un reconocimiento aéreo. Estamos listos.
Schow asintió.
—Proceda.
El convoy se puso en marcha.
* * *
—¿A qué velocidad cree que vamos? —susurró Martin.
—Es difícil saberlo desde aquí —gruñó Haringa—. A unos sesenta por hora, más o menos.
El interior del camión era frío, y el aire rancio apestaba a orina y sudor. La herida en el hombro de Jim estaba curándose, pero aún le dolía.
En la oscuridad, alguien se tiró un pedo, tras el cual se oyó un coro de risas nerviosas y exagerados gritos de repugna.
—¿Alguno ha traído una linterna? —preguntó alguien, seguido de más risas.
—Yo tengo una baraja de cartas —respondió una voz—. Aunque tampoco es que nos vaya a servir de mucho.
—¿Alguien sabe qué está pasando? ¿Adónde coño vamos?
—Van a gasearnos —sentenció una voz enfrente de ellos—, como los nazis a los judíos. Van a gasearnos y darnos de comer a los zombis.
—¡Chorradas!
—Nos van a reubicar en un centro de investigación científica en Hellertown. —Cuando resonó la voz de Jim, todas las demás callaron—. Schow quiere establecer una base ahí. La mayor parte del complejo es subterráneo y está mejor protegido que Gettysburg.
—¿Y tú qué eres, un colaboracionista? —le desafió alguien.
—No, y si pudiese levantarme y estrangularte con mis propias manos por decir esa gilipollez, lo haría.
—Conozco esa voz. Eres el tío que se cree que su hijo está vivo. Te oí ayer por la noche.
—Sí, ¿y qué?
—Pues que eres tonto de cojones, nada más. Es imposible que el chaval siga vivo, así que será mejor que te vayas haciendo a la idea.
Jim se tensó y Martin le contuvo, extendiendo su brazo hacia la oscuridad.
Jim había pasado la noche madurando la posibilidad —cada vez más real— de que Danny estuviese muerto. Pero incluso si ése fuese el caso (aún no estaba dispuesto a aceptar semejante desenlace), necesitaba verlo, saberlo, o se volvería loco.
Pensó en Danny, pletórico y alegre. Después, intentó imaginárselo como uno de esos seres. Su mente lo reprimió.
—Mi hijo está vivo —insistió con calma—, pero si repites eso, no podrá decirse lo mismo de ti.
—Que te jodan —respondió la voz. La tensión en el interior del camión había aumentado tanto que resultaba casi palpable. De pronto, Haringa habló:
—¿Pero qué forma de comportarse es ésa, chicos? Os monto una fiesta para todos y no paráis de quejaros de la iluminación y de la falta de espacio. Y no quería decir nada, ¿pero a quién se le ha olvidado echarse desodorante esta mañana?
Las carcajadas llenaron el interior del camión y la tensión se disipó rápidamente.
—¿Alguien quiere cantar
Un elefante se balanceaba...?
Las carcajadas se convirtieron en refunfuños.
Jim permaneció en silencio, cada vez más enfadado. Se negaba a calmarse.
* * *
Frankie gimió con falsa pasión mientras Lawson la penetraba. Cruzó las piernas en torno a su espalda y le apretó contra ella. Su aliento, que apestaba a tabaco, le recorrió el cuello.
—Oh, Dios —murmuraba—. Oh, Dios, joder, nena, voy a correrme.
Hundió aún más las caderas y lo incitó mientras miraba por encima de su hombro —como llevaba haciendo todo el viaje— y estudiaba cómo se manejaba el vehículo. Era prácticamente igual que conducir un coche. Confiaba en que, cuando llegase el momento, le resultase fácil hacerlo.
Sintió cómo eyaculaba dentro de ella, empujando a toda velocidad hasta quedar rendido. Ella fingió su propio orgasmo y se relajó. Blumenthal y Julie, detrás de ellos, estaban también a punto de terminar.
—¡Ha sido cojonudo! —exclamó Lawson, quitándose de encima. Se dirigió al conductor—: ¡Qué putada que tengas de conducir, Williams!
—Joder, tío, pues déjamela un poco.
—Ni de coña. —Lawson negó con la cabeza mientras dedicaba a Frankie una sonrisa—. Ésta es toda para mí. ¿Verdad, nena?
Frankie le hizo un guiño al tiempo que se acercaba a él y envolvía con los dedos su blando pene.
—¿Te queda alguna bala?
—Sí, si me ayudas.
—Será un placer —ronroneó—. Si luego tú me enseñas cómo disparar ese pedazo de arma de ahí arriba.
—¿La calibre cincuenta? ¡Nena, tú sigue así y te enseñaré lo que te dé la gana!
* * *
El sol empezó a salir en el exterior, ascendiendo impasible hacia lo más alto del cielo y bañando de luz los horrores que yacían debajo. Desgraciadamente, el convoy atrajo la atención de los muertos vivientes, por lo que el viaje se convirtió en una continua batalla en movimiento. Los disparos de las pistolas y el cadencioso ruido de las ametralladoras tronaban cada vez que pasaba por delante de una carretera de salida, un pueblo, un campo o un bosque.
En Chambersburg, Baker vivió un momento asombroso cuando observó a un cervato solitario —cuyo pelaje marrón cubierto de manchas blancas asomaba a través de la ventana rota de un mercadillo rural— comiendo un montón de frutas y verduras medio podridas. Hasta Schow y los oficiales permanecieron en silencio, reflexivos, al pasar ante él. El cervato no se asustó en absoluto por su presencia y no hizo ningún gesto de huida.
—Be'é —dijo Gusano. Por un instante se mostró feliz, y Baker se alegró. Había conseguido convencer a los militares de que le quitasen la mordaza, lo que había tranquilizado al chico.
Aquel cervato fue la única criatura viva que vieron durante el viaje. Todo lo demás estaba muerto.
Cerca de Shippensburg, cuatro zombis montados en una camioneta esperaron hasta que el vehículo que iba en cabeza hubiese pasado ante ellos e intentaron empotrarse contra el primer camión de la línea. Torres, que observaba con detenimiento desde el helicóptero, avisó al resto. Un obús disparado desde un tanque convirtió al vehículo y a sus ocupantes no muertos en restos antes de que pudiesen llegar al convoy.
Otras criaturas intentaron las mismas tácticas y sufrieron idéntico destino. Algunos cayeron abatidos por las balas de los francotiradores, mientras que otros fueron atropellados para conservar munición. Los civiles que se encontraban dentro de los camiones pasaron toda la mañana oyendo los intermitentes pero terribles sonidos de la batalla.
Los soldados no quedaron exentos de sufrir bajas. Cerca de York, el disparo de un francotirador zombi subido a una valla publicitaria acabó con el artillero de uno de los Humvees. El tirador usaba balas del calibre .223, que acabaron con la vida del soldado al instante.
Media hora después de pasar por Harrisburg, una bandada de murciélagos no muertos se precipitó sobre otro Humvee y el joven recluta que se encontraba en la torreta sufrió un ataque de pánico y terror y cayó a la carretera en un intento desesperado por evitarlos.
Desapareció bajo las ruedas de su propio Humvee antes de que el conductor pudiera detenerse. Se quedó tirado en la carretera con las piernas destrozadas y los murciélagos devorando su carne expuesta, hasta que un soldado de un vehículo cercano decidió poner fin a su sufrimiento atropellando su mitad superior.
Habían dejado la interestatal y estaban a sólo quince kilómetros de Hellertown cuando perdieron a uno de los equipos que iba en cabeza.
El orfanato Clegg era considerado el ejemplo perfecto de cuidado infantil. Con vistas a una zona pintoresca y arbolada de la carretera que llevaba a Havenbrook, proporcionaba servicios sociales y atención física y mental a niños entregados en adopción, con un historial de abuso, vagabundos o con problemas emocionales. El orfanato tenía un historial sin tacha y tramitaba más adopciones que cualquier otro centro del país.
Cuando los muertos empezaron a volver a la vida, daba cobijo a doscientos niños.
Esos doscientos niños salieron en masa del edificio en cuanto el Humvee y el jeep que iban en cabeza pasaron ante él.
Los soldados contemplaron aterrados aquella ola de niños no muertos emergiendo de los umbrales y dirigiéndose hacia ellos.
Los disparos empezaron poco después.
Y luego, los gritos...
* * *
—Teniente, por favor, repita todo lo que ha dicho después de «problemas».
Schow se quedó mirando la radio esperando impacientemente una respuesta. Pero no se oyó nada.
—¡Silva, restablece la conexión!
El conductor se puso a examinar la radio con una mano mientras sujetaba el volante con la otra. El vehículo de mando viró bruscamente por la carretera.
—¡Maldita sea, Silva, mire por dónde va!
—¡Perdón, señor!
La radió volvió a emitir la horrorizada voz de Torres. De fondo podía oírse el girar de las aspas del helicóptero.