Durante los meses de verano de 1554, de propósito con su director espiritual el padre Borja, creció en ella la idea de entrar en la entonces aún nueva Orden de la Compañía de Jesús, y así se lo hizo saber a Ignacio de Loyola, que no pudo negarse abiertamente a admitirla, aunque ésa era su intención dada su condición de mujer. Ya había rechazado a Isabel Roser, pero, dado el rango y el poder de la solicitante, la situación era distinta.
Aquella coyuntura le planteó a Ignacio de Loyola un muy serio dilema, al que aplicó una imaginativa solución.
Aceptó secretamente su ingreso en la Compañía de Jesús mediante una carta remitida el 3 de enero de 1555 a la atención de la regente de España, doña Juana de Austria, con la condición de que a partir de entonces su nombre, fuera: Mateo Sánchez.
Ignacio de Loyola se guardó un as en la manga, con una jugada de gran estratega. Le hizo jurar al poderoso «nuevo miembro» de la Orden, en connivencia con su director espiritual, el padre Borja, los votos de pobreza, castidad y obediencia, pero en su modalidad de «votos infantiles», absolutamente definitivos pero que únicamente obligaban a quien los había pronunciado, en este caso a doña Juana de Austria, mientras que la Compañía se reservaba la libertad de romper el vínculo por «justos motivos».
La religiosa continuó leyendo el pergamino, que tenía que traducir del latín.
… según la consulta que tuvo lugar el 26 de octubre de 1554 por expreso deseo de Ignacio de Loyola para deliberar su admisión a la Orden de los jesuitas […] finalmente optaron por admitir a Mateo Sánchez, cuya verdadera identidad quedó reseñada con anterioridad, a pronunciar los votos de escolar de la Compañía de Jesús en el sentido indicado en la parte V de las Constituciones…
El pulso de la religiosa se aceleró, aún más, al comprobar que tenía entre sus manos el documento codiciado por su fundadora, la «madre» Isabel Roser, y que hada referencia a la única «jesuitesa» de la historia: doña Juana de Austria, que ingresó en la Compañía de Jesús con el mayor secreto y con un nombre falso.
La profesa continuó leyendo aquel documento fundamentado en el que Pablo III, en una solución imaginativa, tras acceder a la petición de Ignacio de Loyola, que impedía la formación en el futuro de cualquier rama femenina en la Orden que había fundado, aconsejado por los cardenales y miembros de otras Órdenes religiosas que sí contaban entre sus miembros con religiosas, extendió dos documentos, uno de los cuales nunca llegó a conocimiento de Ignacio: el que la profesa sostenía en aquel momento entre sus manos y que estaba iluminado por la luz más pura.
Aquel
scriptus,
extendido por el papa Pablo III, complementaba el anterior documento y permitía, más adelante, acceder a la Compañía de Jesús, a hermanas
ad scriptam
en la Orden si los miembros
in futurus
así lo requerían.
La religiosa acarició con extrema delicadeza el pergamino, pensando en Isabel Roser, que tras más de cuatro siglos había ganado la batalla a Ignacio de Loyola.
Sabía perfectamente cómo debía mover aquel documento a partir de ese momento para que ella y las que habían sido y eran como ella alcanzaran definitivamente la luz.
Las sombras se habían acabado para siempre.
La profesa se levantó del sobrio reclinatorio y se postró de rodillas en el suelo y ante la luz de la blanca vela que ardía en lo más alto del tenebrario.
Y empezó a orar en voz baja.
—
Memento etiam, Domine, famulorum, famularumque tuarum qui nos preecesserunt cum signo fidei, et dormiunt in somno pacis.
Acuérdate también, Señor, de tus siervos y siervas que nos han precedido con la señal de la fe, y duermen en el sueño de la paz.
Tras permanecer algunos minutos orando, se levantó y se persignó ante el altar. Se dirigió hacia la puerta y, sin sofocar la vela que permanecía encendida en el vértice del tenebrario, que debía extinguirse sola sin que nadie la apagara, abrió la puerta del mausoleo y, tras cerrarla de nuevo, salió a la vía del cementerio.
La apacible noche, en su instante más oscuro, parecía acoger en su seno a la profesa mientras ascendía lentamente en dirección a la salida del cementerio, dejando atrás el amargo recuerdo del entierro de un buen hombre cuya muerte no había sido en vano.
La profesa, en la soledad del cementerio, sabía cuáles eran los próximos pasos que debería acometer tras hacerse, por fin, con el trascendente documento que llevaba en su escarcela. Caminaba con el estado de ánimo que únicamente proporcionan los instantes más gloriosos. Sentía el peso de la responsabilidad que había recaído sobre sus frágiles hombros. Quizá debido a ese motivo, agradecía la inconcebible soledad que desprendía la vista sobrecogedora del enorme cementerio de Montjuic.
Una soledad que la conmovía.
Tenía un glorioso trabajo ante sí. Debía iniciar un periplo para hacer llegar convenientemente aquel documento a unos determinados despachos.
Pero, de pronto, algo la inquietó.
Había visto una sombra alargada proveniente de la vía que ella iba siguiendo en dirección a la salida, donde se alineaban los grandes mausoleos y los suntuosos panteones. No se trataba, aunque fuese delgada y alargada, de la sombra de un ciprés.
No.
La sombra se había movido, no de un modo cimbreante, como cuando el viento agita las ramas de los árboles, sino atravesando la calzada de la vía, igual que si el presunto árbol hubiese abandonado la tierra y se hubiese puesto a caminar. Estaba segura de que no se trataba de una alucinación provocada por el regocijo que la embargaba.
Había visto, sin duda, una figura alargada: una figura que le había hecho pensar en el cardenal Münch.
Se acercó al lugar, convencida de que podía ser él. Instintivamente, buscó cobijo entre las sombras y volvió tras sus pasos con la intención de refugiarse entre los sólidos muros y los gruesos forjados de la capilla-mausoleo. Aceleró el paso, sin dejar de mirar hacia atrás de vez en cuando, con el miedo de que alguien oyese el ruido de sus propias pisadas. Un minuto después se refugió en el interior de la capilla, que se le antojó una fortaleza: «Aquí dentro estaré más segura».
Inmediatamente, se percató de que algo delataría su presencia. Se trataba de la luz que emitía la vela que ardía en lo más alto del tenebrario, y que jamás había osado apagar una vez encendida, ya que para ella simbolizaba la luz de Jesucristo. En aquella ocasión, sintió cómo una fuerza arrolladora la impulsaba a hacerlo.
No se trataba de una alucinación.
A través del cristal del mausoleo protegido por gruesas rejas, estaba viendo acercarse a alguien difuminado entre las precarias luces de la vía del cementerio. La silueta se dirigía hacia ella.
«¿Quién podrá ser?», se preguntó, angustiada y con el único alivio de estar en el interior de una fortaleza que siempre la había resguardado cuando lo necesitó.
De un soplo, apagó la vela.
Aquello podía ser un mal augurio, pero estaba provocado por una causa preeminente: su vida peligraba. Sin demora, se dirigió a refugiarse en el confesionario.
El documento que llevaba encima era lo suficientemente comprometedor en ciertas esferas como para que la persona que lo sustrajo de los Archivos Vaticanos intentara recuperarlo de nuevo, después de haberlo utilizado como moneda de cambio, una vez conseguidos todos los elementos que componían la Chartham.
La alargada sombra se detuvo en la entrada del mausoleo, que únicamente estaba iluminada por la luz residual de una lejana farola. La persona que se había parado ante la puerta de la capilla llevaba un grueso anillo de oro en el dedo anular; de su pecho pendía una cruz cardenalicia y de su mano se desprendían reflejos plateados de un objeto metálico.
Una llave.
La figura alargada, de color más oscuro que las sombras que la rodeaban, giró dos veces la llave en la cerradura del mausoleo. Abrió sin ninguna dificultad la puerta del túmulo y se detuvo delante del tenebrario tras volver a cerrar la puerta de nuevo.
«¡Tiene la llave del mausoleo!», pensó aterrorizada la profesa, sin llegar a atisbar si la persona que había entrado silenciosamente era el cardenal Münch.
La sombra extendió una mano y rozó con sus dedos levemente la cera de la vela superior del tenebrario, para comprobar que aún estaba caliente. Pausadamente, se dirigió hacia el confesionario situado tras el altar, que estaba envuelto en una penumbra completa. Se detuvo delante de la puerta protegida por tupidas celosías.
Desde el interior del confesionario, la mujer, encogida en la oscuridad, en un rincón junto a la celosía de madera y la gruesa cortina de terciopelo negro, contempló atemorizada cómo la alargada sombra se detenía delante de ella.
Había adivinado el lugar donde se escondía.
«¿Qué quiere de mí? —pensó la profesa—. Tiene que ser el cardenal Münch, no puede ser otro.» Había visto el débil reflejo de la cruz que pendía de su cuello y el grueso anillo cardenalicio. Sin duda llevaba los atributos de un cardenal, pero no estaba completamente segura de que se tratase de él. «Yo ya he cumplido con mi parte del trato. ¿Por qué está aquí el prelado?»
Su propio miedo le hizo decir una palabra en voz alta.
—¿Eminencia?
Nadie contestó.
Una alargada mano con un anillo cardenalicio se introdujo en el interior del confesionario portando un sobre de igual tamaño, color y forma que el guardado en su escarcela: un sobre idéntico al que contenía el documento secreto y que, además, había sido lacrado con el mismo anillo.
La profesa contempló aterrorizada cómo la otra mano de la persona que había entrado en el mausoleo blandía una alargada daga de extraña forma, que vio acercarse peligrosamente a su cuello.
Tras unos segundos de sobrecogimiento, vio que la sombra rompía el lacre y extraía del sobre un cartón rectangular con los bordes recortados en línea quebrada. La mujer llegó a vislumbrar, ayudada por la débil luz que penetraba por un ojo de buey y gracias a que sus ojos se iban acostumbrando a la oscuridad, que el papel que le mostraban tenía una extraña particularidad.
Estaba en blanco.
La sombra se aproximó aún más, y la mujer sintió que el miedo la embargaba. La profesa, a través de la tupida celosía, intentaba sin conseguirlo ver el rostro del cardenal; lo único que lograba distinguir eran los leves destellos dorados de la cruz y del anillo.
La sombra tenía únicamente introducida en el interior del confesionario y a escasos centímetros de la mujer la mano que sostenía el papel en blanco de bordes ligeramente recortados.
Una voz grave con un marcado acento alemán retumbó en el interior del confesionario.
—
Fateri Verum.
La religiosa, que había entendido perfectamente aquella frase en latín: «confesar la verdad», se sorprendió al ver que aquel papel en blanco, al ser girado, se había transformado en una inquietante fotografía que nunca creyó posible que llegara a manos del cardenal.
En la fotografía, podía verse un soberbio tiovivo, con engalanados corceles de espesas crines decorados prolíficamente y sujetos a un suelo de madera y a un techo cuidadosamente recubierto de pequeños espejos con forma de rombo, mediante gruesas barras metálicas perfectamente cromadas y relucientes.
Era un carrusel de los que se instalaban en la Gran Via en Navidades, junto a la alargada hilera de casetas de madera de color verde con las vitrinas y las estanterías repletas de juguetes. En la fotografía, podían verse en primer plano a dos niños: uno de ellos, de unos diez años de edad, estaba montado en una moto y sonreía provocativamente a la cámara. A su lado, en el sidecar, estaba plácidamente sentada una niña pequeña de tres años de edad y de facciones muy delicadas. El tiovivo estaba a punto de ponerse en marcha, y los numerosos padres que habían acomodado en la grupa de los caballos de madera a sus hijos ya se habían alejado, esperando que el carrusel empezase a girar.
«¿Por qué me mostrará esta fotografía ahora?», se preguntó, angustiada, la religiosa.
—No comprendo por qué me enseña esta foto, aunque conozco su procedencia, yo misma la hice. —La religiosa tenía el pulso alterado, angustiada por no poder ver la cara del cardenal—. La recuerdo perfectamente. ¿Desea saber quiénes son esos dos niños que salen en primer plano de la fotografía? El niño que está fuertemente aferrado al manillar de la moto del tiovivo es Gabriel Grieg, y la niña de tres años que está junto a él en el sidecar es Catherine Raynal, la hija del matrimonio con el que estuvimos conversando su eminencia y yo en la sala capitular de la catedral esta misma noche.
Se produjo un largo silencio, que únicamente rompía la descompasada respiración de la religiosa, que sonaba fuerte y alterada en el interior del confesionario.
La profesa vio que la afilada daga volvía a brillar con destellos plateados cerca de su rostro. Un nuevo sobre apareció ante sus ojos. La daga se dirigió hacia el lacre que lo precintaba con el mismo sello cardenalicio que el anterior. La sombra le extendió el sobre. Nerviosa lo abrió, extrajo un papel de su interior y leyó su texto: «¿Dónde está Catherine?».
«¿Qué significa esta pregunta? ¿Qué está sucediendo?»
Un impulso que salió de lo más profundo de su ser la obligó, de un enérgico arrebato inesperado, a descorrer la gruesa cortina de terciopelo negro en busca del rostro del cardenal.
Su pulso se aceleró más allá de la taquicardia.
Sus ojos, que ya se habían acostumbrado por completo a la oscuridad, vieron colores diferentes al rojo y al negro propios de los ropajes cardenalicios que mostraba la misteriosa sombra que estaba en el interior de la capilla-mausoleo.
Un segundo antes de atisbar el rostro de la persona con la que había conversado creyendo que se trataba del cardenal Münch, la profesa se preguntó con quién había hablado en realidad.
Cuando vislumbró la cara del hombre que estaba ante ella, otra irrefrenable pregunta, nacida mucho más allá del estupor y de la angustia, surgió desde lo más hondo de su ser:
«¡Por Dios Todopoderoso! ¿A quién hemos enterrado esta noche?»
La religiosa era incapaz de comprender qué había sucedido.
Igual que si se tratase de una aparición, contempló estupefacta a la persona que tenía delante de ella sin mover ni uno sólo de sus músculos.