Grieg se dirigió hacia un gran montón de viejos diarios de la década de los sesenta que estaban apilados en un rincón. Extrajo su navaja y cortó la amarillenta y reseca cuerda de pita con que estaban ligados y se dirigió de nuevo hacia el cristal circular. Pisó un extremo de la cuerda y tomó la medida del diámetro.
Nuevamente se encaminó hacia la mesa de madera.
El diámetro coincidía exactamente. «El cristal que cubre esta mesa ha sido retirado hace muy pocas horas.» A continuación, observó muy detenidamente la superficie de la tabla. En su mismo centro, se podía distinguir, profusamente labrada en la madera, una gran inicial.
Una letra «J» grabada junto a una vela con la cera levemente desparramada sobre la mesa. Se preguntó, sin encontrar la respuesta a su propia pregunta, sobre el significado de aquella inicial.
Grieg miró debajo de la mesa y la observó durante unos segundos, siempre sin tocar nada.
Después se dio la vuelta y se dirigió hacia… el ataúd.
Aunque su presencia le inquietara, no debía extrañarse de que estuviese allí.
De hecho, le complació tener la oportunidad de analizarlo horas antes de que le correspondiese estar delante de él, según el «guión» que tenían trazado sus implacables y organizados perseguidores.
La incursión del taxista le había dado la oportunidad de adelantarse a la trampa que le tenían tendida, aunque continuaba sin saber cuál era el nexo de unión que hacía converger los intereses de «ambas partes» en el extraño lugar en el que Grieg se encontraba.
No le sorprendió que el ataúd llevase las iniciales de su propio nombre, porque todo apuntaba a que alguien había tomado la inicua decisión de que fuese ocupado en breve por él mismo, tras estar «esperándole» durante años en el cementerio de Montjuic.
La muerte, simbolizada en aquel ataúd, parecía perseguirle de un modo implacable, y Grieg, acostumbrado a su envolvente presencia en un ambiente severo entre cumbres alpinas, recordó, mientras observaba su ataúd, algunas bromas acidas que solían hacerse los montañeros en los momentos más críticos: «Muerte: intentas atraparme, pero yo escalo más deprisa que tú». Aunque en aquellas circunstancias, en el oscuro y delicado momento en el que se encontraba, prevalecía en su memoria una frase que alguien le dijo en cierta ocasión: «La muerte es una cazadora tan implacable y segura de sus propias fuerzas que nos da toda la vida de ventaja antes de atraparnos».
Gabriel Grieg acarició levemente la madera preciosa del ataúd antes de abrirlo.
Su acolchado interior estaba vacío.
«No debo perder tiempo —se dijo sin estar completamente seguro de la trampa que le tenían preparada para dentro de unas horas—. Debo averiguarlo antes de que vengan a buscarme.»
Grieg colocó en el interior del ataúd, en su mismo centro, el libro-joya de
Los consejos de san Bernardo.
Después cerró el féretro y procuró que todo quedase en el mismo estado en que se encontraba antes. Se dirigió hacia la vela que estaba encima de la mesa y la observó con detenimiento. Comprobó que en la amarillenta cera había unas extrañas muescas hechas muy recientemente.
Permaneció pensativo.
Se volvió a dirigir hacia el ataúd y, tras abrirlo de nuevo, se guardó en el bolsillo el ejemplar de
Los consejos de san Bernardo.
Salió del claustro de cristal con el paso vivo. Tras atravesar el corredor externo, se introdujo en un pequeño cuarto donde antiguamente se guardaba el material escolar y rebuscó una vela entre los alargadores oxidados de los lápices, gomas redondeadas y sucias, bolígrafos gastados y centenares de pequeños trozos de tizas de colores.
Recorrió el aulario hasta llegar a la puerta principal.
Abrió la celosía de bronce de la puerta desde el interior, que tenía un mecanismo similar a la cancela de un convento de clausura: la portezuela se abrió. Encendió la vela y extrajo de su bolsillo el lacre que conservaba de cuando modificó el documento del
Recognoverunt Proceres.
Grieg calentó el lacre y dejó caer unas gotas sobre la llave, que volvió a colocar, pegada en la puerta, en el mismo lugar donde se encontraba antes.
Volvió a cerrar la cancela y regresó de nuevo al claustro de cristal. Se dirigió hacia los ventanales donde podía apreciarse la totalidad de la Placa del Rei, y se sentó en una cómoda y polvorienta butaca situada junto al ventanal. Dispuesto a esperar al negociador.
Sobre Roma, el mismo cielo cobija dos Estados.
El más pequeño de ellos limita con Italia, y su extensión no llega a medio kilómetro cuadrado.
En su interior, junto al helipuerto más exclusivo del mundo, situado en el extremo menos accesible y conocido de la Cittá del Vaticano, un joven sacerdote esperaba una trascendental llamada telefónica.
Se encontraba en el Viale degli Ulivi y esgrimía en su mano un teléfono móvil dotado del más sofisticado sistema de encriptación, para que la conversación que se disponía a mantener no fuese escuchada por nadie más que por los que muy pronto, y con toda seguridad, la llevarían a cabo.
El callejón estaba débilmente iluminado por la luz de seis viejas farolas. El sacerdote, mientras aguardaba impaciente la importante llamada, de un modo casi instintivo, iba uniendo con la punta del dedo, en una costumbre muy arraigada que tenía desde niño, los salientes de las ventanas con los pomos de las puertas, y los filos de los portales entre sí, de una forma mecánicamente pormenorizada, como si intentase trazar en el aire la recta más perfecta que uniese dos extremos de una misma cosa, y como si inconscientemente le estuviese tomando las medidas a aquel Estado en el que pretendía, algún día, encumbrarse hasta lo más alto.
El sacerdote era el secretario personal de Fedor Münch, y, aunque no estaba totalmente al corriente de los importantes planes del cardenal, sabía de un modo indefectible que si todo salía como estaba previsto, aquella noche implicaría la definitiva reorientación al alza de su carrera, que parecía haber entrado en una vía muerta, hasta que logró ganarse la confianza del tan estricto como poderoso cardenal Münch.
El sacerdote se protegía en el silencio de la noche y en el
viole
más oculto del Vaticano, por donde jamás transitan los turistas. A pesar de no poseer característica especial alguna, era su lugar preferido. Allí encontraba una gran paz, en el interior de aquellas murallas que albergaban la mayor concentración de obras de arte del mundo.
En aquel preciso instante sintió cómo en su mano vibraba con fuerza el teléfono móvil.
Inmediatamente apretó un botón y escuchó una voz conocida.
—Procede según lo previsto —dijo Münch, hablando en italiano.
—Pero… eso significa que… —respondió el sacerdote con un tono de voz ligeramente tembloroso—… ha logrado detener el…
—Mantente a la escucha y no digas nada. Todo ha salido mejor de lo que esperaba —dijo Münch—. Encárgate de tramitar inmediatamente la documentación confidencial que encontrarás en un compartimento secreto de mi portafolios.
—Eminencia…, ¿la tiene?
—Algo parece ir mal, pero creo saber lo que puede haber ocurrido, y si es así… Cumple con tu obligación y muy pronto tus expectativas serán convenientemente atendidas.
La comunicación se cortó.
Una extraña sonrisa se dibujó en los labios del sacerdote cuando su vista se posó en los rojos pétalos de un geranio que aparecían iluminados débilmente por la luz de una farola.
Aquellas hojas de tonos púrpuras habían sugerido por un momento al joven sacerdote, en tanto se dirigía hacia el despacho de Fedor Münch, el color del rubí que los cardenales lucen en los solideos y fajines.
El mismo color que él esperaba lucir algún día no demasiado lejano.
Oculto por las sombras, Grieg constató de un modo irrefutable cómo su arriesgada estrategia empezaba a dar sus frutos: un Mercedes-Benz de color plateado se había adentrado hasta situarse en el mismo centro de la Plaça del Rei, que él dominaba visualmente desde el lugar donde se encontraba.
El automóvil se detuvo y salió de él un hombre considerablemente alto y delgado, vestido con los ropajes propios de un cardenal: la sotana negra, la banda roja sobre la cintura, el solideo rojo sobre la cabeza y un gran crucifijo de oro en el pecho.
Grieg se percató rápidamente de que se trataba del mismo cardenal que había visto en la catedral y en el templo de la Sagrada Familia. Portaba en la mano una vieja cartera negra de piel. «Me temo que le he obligado a cambiar de planes y a acudir a este lugar mucho antes de lo que tenía previsto», pensó Grieg sin perderlo de vista ni un solo instante.
El cardenal se detuvo junto al conductor y se dirigió a él acompañando sus palabras con lacónicos y muy precisos movimientos de su brazo derecho. Grieg intuyó que le estaba dando instrucciones muy estrictas.
Una vez que el cardenal hubo acabado de hablar, permaneció inmóvil en tanto el vehículo efectuaba una maniobra para volver a salir de la solitaria plaza.
Cuando el reluciente automóvil se alejó, su espigada figura pareció realzarse junto a las escaleras que conducen al Saló del Tinell, escenario histórico donde tuvieron lugar grandes solemnidades, tales como audiencias a delegados papales entre el año que el Vaticano fijó su sede en Aviñón por expreso deseo de Bertrand de Got, el papa Clemente V, y 1376, cuando Gregorio XI la trasladó nuevamente a Roma; incluso se cree que fue en ese salón donde Cristóbal Colón se presentó por primera vez ante los Reyes Católicos en 1493, al regreso de su viaje a América.
El cardenal Fedor Münch miró hacia el lugar donde se encontraba Grieg, parapetado entre las sombras. Su figura se recortó ante los escalones de piedra de la fachada exterior del Saló del Tinell.
Un pensamiento invadió gravemente a Gabriel Grieg: «El negociador acaba de llegar antes de tiempo. Como sospechaba, viene solo».
El cardenal Fedor Münch contempló cómo se alejaba el Mercedes plateado sin dejar de pensar en la inminente acción que se disponía a acometer. Con el paso seguro, descendió por la calle Veguer, que apareció ante él completamente desierta, y se detuvo un instante frente al estrecho callejón de Brocanters, que da acceso a la calle Segovia.
Intuía que se había producido una singularidad.
Algo no se desarrollaba según lo previsto. Su plan había fracasado, y desconocía totalmente el motivo.
Debía averiguarlo personalmente.
Todo había sido minuciosamente preparado en las últimas horas, pero no podía controlar el factor principal: por alguna razón que el cardenal Münch desconocía, Gabriel Grieg no había acudido a negociar la entrega de la Chartham en los lugares estipulados en la carta que le entregaron sus hombres en el callejón.
Aquella grave contingencia le inquietaba profundamente, pero, al mismo tiempo, le abría unas posibilidades insospechadas. «Tan sólo se trata de una probabilidad remota —pensó Münch—, pero si mis suposiciones no son erróneas, puedo llegar a transformar mis sospechas en una excelsa certeza.»
Era muy probable, si sus predicciones resultaban finalmente acertadas, que en el emplazamiento al que se dirigía, hallara lo que él mismo y otros muchos antes habían buscado afanosamente durante toda su vida. Incluso perdiéndola en el empeño.
Había tenido una «iluminación».
Podría hacerse con todos los elementos de la Chartham, y se encontraba en un enclave alejado de cualquier mirada extemporánea. Si sus suposiciones eran ciertas, gozaría de libertad absoluta para poner en práctica sus planes de futuro.
Sin ningún tipo de ceremonia, extrajo una llave de la cartera de piel de color negro. Abrió el portalón de hierro y, tras cerrarlo de nuevo, se dirigió hacia un portal de la calle Segovia varias horas antes de lo que hubiese tenido que hacerlo si el plan trazado antes hubiese proporcionado los frutos apetecidos. «Algo ha salido mal.»
Encendió la linterna al comenzar a subir el empinado y recto tramo de escalera. Al llegar a la puerta, se detuvo un instante y alargó la mano hacia un lateral de la celosía de bronce. Una cejuda criatura de bronce, con una gran boca que sostenía un picaporte, parecía observar todos y cada uno de sus movimientos. Cuando empezó a deslizar su mano por la celosía, de inmediato, se dio cuenta de que se había equivocado. Una oleada de decepción le invadió por completo cuando comprobó que la llave sostenida por el lacre continuaba en su lugar.
«Grieg no ha venido.»
El cardenal Münch pareció dudar durante unos segundos.
Decepcionado, empezó a descender las escaleras, pero, tres escalones antes de llegar al oscuro portal, se detuvo bruscamente y volvió tras sus pasos.
Apuntó la linterna hacia el suelo en busca de algún detalle que se le hubiese pasado desapercibido.
No vio nada anormal.
Tenía que tomar una decisión inmediatamente. Quizás había sobrevalorado a Grieg. Puede que fuera infundada la sospecha que tuvo en el Palau de Pedralbes, cuando creyó que podría haber llegado al lugar donde Münch se encontraba en aquellos momentos sin necesidad de haber pasado anteriormente por los lugares donde debería entregar los diferentes elementos de la Chartham. «Ha debido de pasar algo extraordinario», pensó el cardenal.
Fedor Münch extrajo de la cartera negra que portaba una llave que le permitía abrir la puerta sin necesidad de utilizar la que estaba oculta en la celosía. Tras penetrar en el vestíbulo, se dirigió, lentamente, iluminando el suelo con la linterna, hacia la escalera de tramos quebrados que conducía a la zona de las aulas. Tras recorrer el pasillo con extrema cautela, penetró en la sala del claustro de cristal y lo circunvaló con lentitud.